El millonario que siempre almorzaba solo en una mesa enorme vio su rutina romperse cuando la hija de la niñera se sentó frente a él y le hizo una pregunta que lo desarmó

En lo alto de una colina, rodeada de jardines perfectamente recortados y fuentes que nunca dejaban de sonar, se alzaba la mansión de Tomás Alcázar.
Un hombre al que los periódicos llamaban “visionario”, “empresario ejemplar”, “millonario discreto”.

Los vecinos del pueblo, que veían la casa desde lejos, inventaban historias sobre él:
que nunca sonreía,
que dormía rodeado de cámaras,
que comía en platos de oro.

La realidad era algo más simple y, al mismo tiempo, más triste:
Tomás comía casi siempre solo.

No porque no tuviera a nadie alrededor, sino porque, poco a poco, se había acostumbrado a una rutina en la que las personas eran más números que rostros, más cargos que nombres.

En la mansión vivían y trabajaban varias personas:
la cocinera, el jardinero, los choferes, la niñera…
Pero a la hora de la comida, Tomás se sentaba en una mesa alargada del comedor principal, con un mantel impecable, vajilla fina, una silla preparada solo para él en la cabecera.

El resto comía en la cocina, en un ambiente cálido y ruidoso que él casi nunca se atrevía a visitar.


La niñera se llamaba Julia, una mujer de treinta y tantos años, de mirada dulce y carácter firme.
Había llegado a la mansión cuando el hijo de Tomás, Sebastián, tenía apenas tres años.

Ahora, Sebastián tenía siete.
Era un niño inteligente, pero con una tristeza silenciosa en la mirada, como si supiera que vivía en una casa llena de cosas bonitas… pero con muy pocos abrazos de su padre.

Tomás lo quería, claro que sí.
Le compraba juguetes caros, le pagaba la mejor escuela, le llenaba la habitación de estanterías con libros infantiles y juegos educativos.
Pero casi siempre estaba ocupado: reuniones, viajes, llamadas, correos.

—Papá, ¿puedes venir a ver mi dibujo? —preguntaba Sebastián, a veces, asomándose a la puerta del despacho.

—Después, hijo —respondía Tomás, sin levantar la vista de la pantalla—. Tengo algo urgente ahora.

Ese “después” muchas veces no llegaba.

Julia veía todo esto desde su lugar, con el corazón apretado.
Había criado a Sebastián como si fuera suyo, pero no quería tomar el lugar del padre. Solo deseaba que Tomás lo mirara más, que lo escuchara, que se ensuciara las manos con pinturas o con tierra junto a él.

Julia vivía en una pequeña casa cercana a la mansión, propiedad de la familia Alcázar.
Allí estaba también su hija, Lucía, de ocho años, apenas un poco mayor que Sebastián.

Lucía pasaba muchas tardes en la mansión, sentada en un rincón con una libreta, o jugando en el jardín mientras su madre trabajaba. Se llevaba bien con Sebastián, aunque él a veces se mostraba tímido.

—Tu casa es como un castillo —le decía Lucía, mirando los techos altos.

—Un castillo es más divertido —respondía Sebastián—. Ahí los reyes comen con más gente.

Lucía lo miraba, sin entender bien.

—¿Y tú con quién comes? —preguntó.

—Con la señora Rosa, la cocinera, a veces —contestó él—. Pero casi siempre como en mi cuarto o en la sala. Papá come en el comedor grande, solo.

Aquella imagen se le quedó grabada a Lucía: un adulto, en una mesa demasiado grande, comiendo solo todos los días.


Un martes por la tarde, la rutina dio un pequeño giro.

Tomás llegó antes de lo habitual.
Estaba cansado.
La reunión que había tenido en la ciudad había sido larga y, para colmo, muy tensa: varios socios discutieron acaloradamente sobre un proyecto nuevo. Las voces habían subido, los argumentos se habían cruzado como flechas, nadie quería ceder.

Aunque todos mantuvieron un lenguaje formal, el ambiente se volvió grave y tenso, casi como una cuerda a punto de romperse.
Tomás había tenido que mediar, contener, imponer calma.
Al final, se llegó a un acuerdo, pero la sensación de desgaste lo acompañaba como una sombra.

Al entrar en la mansión, se desabrochó el cuello de la camisa, dejó el maletín en una mesa auxiliar y preguntó:

—¿Sebastián ya llegó del colegio?

—Sí, señor —respondió Julia, que estaba en el pasillo—. Está arriba, en su habitación, haciendo la tarea.

Tomás asintió.

—Dile que bajaremos a cenar más temprano —dijo—. Hoy quiero irme a dormir pronto.

Julia guardó silencio un segundo.

—Señor… —se atrevió a decir—. Tal vez podría subir usted a avisarle. Le haría ilusión verlo.

Tomás la miró, cansado.

—Estoy agotado, Julia —respondió—. Por favor, díselo tú.

Julia se mordió el labio, pero no insistió.

—Como quiera, señor —dijo.

Tomás se alejó hacia su despacho.
Julia se quedó un momento en el pasillo, pensando.
No quería faltarle al respeto, pero hacía tiempo que sentía que la distancia entre padre e hijo crecía cada día un poco más.

Mientras tanto, en la cocina, Lucía estaba ayudando a la cocinera a poner la mesa del comedor principal.

—¿Puedo acomodar los cubiertos? —preguntó.

—Claro, muchacha —respondió Rosa, sonriendo—. Tú los pones mejor que yo, hasta parecen de revista.

Lucía se reía.

Pero mientras colocaba los platos, volvió a pensar en lo que Sebastián le había contado: el padre comiendo solo en una mesa enorme.

Miró el espacio: una mesa larga, varias sillas, una lámpara grande colgando.
Y, en la cabecera, una sola servilleta perfectamente doblada.

—¿Siempre come solo ahí? —preguntó Lucía a Rosa.

—Casi siempre —respondió la cocinera—. Antes, cuando la señora estaba viva, se sentaban los dos. Y cuando Sebastián era más pequeño, también lo traían a veces. Pero después de que ella falleció… todo cambió.

Lucía recordó que, en su casa, aunque fuera pequeña, siempre comían juntos: ella, su madre, a veces un vecino, algún primo.
No tenían manteles elegantes, pero sí risas y conversación.

La idea de comer solo le parecía triste.


Esa noche, algo hizo clic en su mente.

Tomás llegó al comedor cuando el reloj marcaba las ocho.
Iba con paso lento, el gesto cansado.
Se sentó en la cabecera, como siempre.

Rosa salió de la cocina con la sopa.
La dejó frente a él.

—¿Sebastián no va a cenar? —preguntó Tomás, extrañado.

—La señorita Julia le subió la bandeja —respondió Rosa—. Dijo que estaba terminando una tarea y que así no se interrumpía.

Tomás frunció el ceño un instante, pero no dijo nada más.
Se quedó mirando la sopa, pensando en la reunión del día.
Los socios, la discusión, los números… y un cansancio más profundo, que no venía del trabajo, sino de algo que ni él mismo sabía nombrar.

Fue entonces cuando escuchó el sonido suave de una silla arrastrándose.

Levantó la vista.

Frente a él, del otro lado de la mesa, Lucía acababa de sentarse en una de las sillas.
Llevaba una trenza un poco desordenada, una camiseta sencilla y unos ojos muy despiertos.

Tomás parpadeó, desconcertado.

—¿Qué estás haciendo aquí, Lucía? —preguntó, sin dureza, pero con sorpresa.

Ella se movió un poco, nerviosa, pero sostuvo la mirada.

—Sentándome a cenar —respondió, con honestidad—. Si no le molesta.

Tomás se quedó unos segundos en silencio, procesando la situación.

“Es la hija de Julia”, pensó. “Siempre anda por la casa… pero nunca se había sentado aquí”.

—La mesa es muy grande para una sola persona —añadió Lucía, encogiéndose de hombros—. Y mi mamá dice que es triste comer solo.

La frase lo golpeó de forma inesperada.

Rosa, desde la puerta de la cocina, miraba la escena con los ojos muy abiertos, una olla en las manos.
No sabía si intervenir o no.

Tomás respiró hondo.

—No me molesta —dijo al fin—. Solo… no estoy acostumbrado.

Lucía sonrió, aliviada.

Rosa, entendiendo que no había peligro, trajo otro plato y lo colocó frente a Lucía.

—Gracias, señora Rosa —dijo la niña, educada—. Me encanta su sopa.

Tomás observó la escena como si fuera un sueño.
Era la primera vez en mucho tiempo que alguien se sentaba frente a él, en esa mesa, sin protocolo, sin formalidad, sin una agenda.

La conversación empezó con cosas sencillas:
Lucía le habló de la escuela, de un dibujo que había hecho, de un libro de aventuras que estaba leyendo.

Tomás respondía con monosílabos al principio, pero poco a poco se fue ablandando.
Le preguntó si le gustaba el fútbol, si tenía muchos amigos, qué quería ser de mayor.

—Inventora —respondió ella, con seriedad—. Quiero hacer cosas que ayuden a la gente. Como máquinas que limpien el agua, o casas que se sostengan solas en un terremoto.

Tomás levantó las cejas.

—Eso suena bastante ambicioso —dijo.

—¿Ambicioso es malo? —preguntó ella.

—No —respondió él—. Es… tener sueños grandes. Y está bien tenerlos.

Lucía lo estudió un segundo.

—¿Y usted, señor Tomás? —preguntó entonces—. ¿Todavía tiene sueños grandes?

La pregunta cayó entre los dos como un pequeño trueno silencioso.

Tomás se quedó inmóvil, con la cuchara en el aire.

Nadie le había preguntado algo así en muchos años.
Los socios le preguntaban por proyectos, ganancias, inversiones.
Los empleados, por decisiones, cambios, instrucciones.

Pero soñar
eso era otra cosa.

—No lo sé —contestó, después de unos segundos—. Creo que mis sueños se convirtieron en trabajo, y luego el trabajo se convirtió en costumbre.

—¿Costumbre de qué? —insistió ella.

—De ganar más, de hacer más, de no fallar —dijo—. De no dejar caer nada.

Lucía arrugó la frente.

—Mi mamá dice que cuando uno solo trabaja y nunca sueña, se le va apagando la mirada —comentó—. Y que después es muy difícil encenderla otra vez.

Tomás sintió que algo se movía dentro de él.

La mirada de la niña era limpia, sin malicia. No estaba juzgándolo, solo diciendo lo que entendía del mundo.

—¿Crees que mi mirada está apagada? —preguntó él, con una sonrisa triste.

Lucía lo miró fijamente.

—Creo que está cansada —respondió, con sinceridad—. Pero cansada no es lo mismo que apagada.


La conversación siguió, ahora más ligera.
Lucía le contó una anécdota divertida de la escuela.
Tomás se animó a contarle, casi sin darse cuenta, la historia de cómo había empezado su primera empresa con un teléfono viejo y una libreta, en un cuartito mucho más pequeño que la cocina de la mansión.

Rosa observaba desde la puerta, emocionada.
Le parecía estar viendo una película extraña y bonita a la vez.

Al final de la cena, Lucía se levantó.

—Gracias por dejarme comer aquí —dijo—. Me gusta esta mesa cuando no está vacía.

Tomás asintió.

—Gracias por hacerme compañía —respondió, aunque le costó decirlo en voz alta—. Puedes sentarte cuando quieras.

Lucía sonrió.

—Mañana tengo tarea —dijo—. Pero otro día vengo.

Salió del comedor casi saltando.

Tomás se quedó solo otra vez, pero algo había cambiado:
el silencio ya no le pesaba igual.


Los días siguientes siguieron su curso, pero la semilla estaba plantada.

Tomás pensaba a menudo en la pregunta de Lucía:
“¿Todavía tiene sueños grandes?”

Una tarde, Julia estaba recogiendo juguetes en la sala infantil cuando Tomás entró.

—Julia —dijo—. Quería hablar contigo sobre Lucía.

Ella se tensó un poco, defensiva sin querer.

—¿Ha hecho algo malo, señor? —preguntó rápido—. Discúlpela si fue muy atrevida el otro día, sentándose en su mesa. Yo le llamé la atención…

—No —la interrumpió Tomás—. No fue nada malo. Al contrario.

Julia lo miró, sorprendida.

—Su hija es… —buscó la palabra—, muy directa. Y muy inteligente.

A Julia se le suavizaron los hombros.

—Siempre ha sido así —dijo—. Dice lo que piensa. A veces me mete en aprietos, pero prefiero eso a que se calle todo.

Tomás sonrió por dentro.
“Dice lo que piensa”… algo que en su mundo de empresarios era cada vez más raro.

—Quería pedirte permiso —añadió—, para que Lucía se siente a cenar conmigo de vez en cuando. Si ustedes quieren, claro. Y si no les es incómodo.

Julia abrió mucho los ojos.

—¿Con usted… en el comedor principal? —preguntó.

—Sí —respondió él—. No todos los días. Pero algunas noches.
—Y, si Sebastián quiere unirse también, mejor.

Hubo un silencio corto.

—Señor… —dijo Julia, conmovida—. Sebastián lo extraña. Y a Lucía le haría ilusión.
—Si usted está seguro, por mí está bien.

Tomás asintió.

—Lo estoy intentando —dijo en voz baja—. No sé si lo haré bien, pero quiero intentarlo.


La primera vez que los tres se sentaron juntos, la escena fue un poco torpe.

Sebastián estaba nervioso.
Lucía estaba emocionada.
Tomás estaba… fuera de su zona de confort.

Rosa sirvió la comida con una sonrisa contenida.

—Hoy hay sopa de verduras, pollo al horno y puré de patatas —anunció.

—¡Me encanta el puré! —exclamó Lucía.

Sebastián se rió.

—A mí también —dijo—. Pero a veces me canso porque siempre lo como solo.

La frase resonó en el aire.
Tomás sintió una punzada.

—Hoy no vas a comer solo —dijo, con voz más firme de lo que esperaba—. Y espero que podamos repetirlo.

Sebastián levantó la vista, sorprendido.

—¿De verdad, papá? —preguntó.

—De verdad —respondió Tomás.

La conversación empezó tímida, pero nada que una niña de ocho años no pudiera desatar.

—Sebastián, ¿por qué no le enseñas a tu papá el juego de adivinar palabras? —propuso Lucía—. Ese que jugamos en la escuela.

—¿Cuál? ¿El de “piensa en un animal, pero no lo digas”? —preguntó él.

—Ese mismo.

Tomás se encontró, pocos minutos después, diciendo cosas como:

—¿Tiene cuatro patas?
—¿Vive en la selva?
—¿Es grande?

Y Sebastián, riéndose, respondía sí o no, encantado.

Entre pregunta y pregunta, se fueron colando otros temas:
la escuela, los amigos, las cosas que le daban miedo a Sebastián, las que le daban curiosidad.

Tomás se sorprendió al descubrir que su hijo sabía mucho de cosas que él no tenía idea: nombres de dinosaurios, planetas, detalles de videojuegos que nunca había jugado.

—Yo a tu edad apenas sabía montar en bicicleta —admitió.

—También sé montar en bicicleta —dijo Sebastián—. Pero casi siempre voy solo con Julia o con Lucía. Contigo nunca he ido.

Tomás tragó saliva, sintiendo el golpe directo de esas palabras.

—Podemos cambiar eso —respondió, mirando a su hijo—. Este fin de semana, si te parece.

Sebastián lo miró como si no creyera del todo.

—¿De verdad? —preguntó—. ¿No tienes “cosas urgentes”?

La manera infantil de repetir aquella expresión le dolió.

Tomás respiró hondo.

—Tú eres una de mis cosas más urgentes —dijo—. Solo que se me había olvidado por un tiempo.

Lucía sonrió, satisfecha, como si en su cabeza marcara un punto más en una lista invisible.


Claro que no todo cambió de un día para otro.
Hubo momentos incómodos, silencios raros, tardes en las que Tomás seguía encerrado en el despacho más de lo que quería.

Una noche, por ejemplo, llegó a casa tan irritado por una discusión con su socio que contestó con brusquedad cuando Sebastián le enseñó un dibujo.

—Ahora no, Sebastián —dijo, alzando la voz—. ¡Estoy ocupado!

El niño retrocedió, herido, con los ojos llenos de lágrimas contenidas.
Se dio la vuelta y subió corriendo las escaleras.

Lucía estaba en el pasillo y vio la escena.
También vio cómo Julia apretaba los labios, tratando de no intervenir.

Tomás se quedó solo en el salón, sintiendo cómo su propia voz aún rebotaba en las paredes.
La rabia que traía del trabajo se mezcló con la culpa.

Lucía, con el corazón acelerado, bajó las escaleras de nuevo y se acercó cautelosamente.

—Señor Tomás —dijo—. ¿Puedo decirle algo sin que se enoje?

Él la miró, cansado, pero asintió.

—Sí, dime.

—Mi mamá me dijo una vez —empezó ella—, que cuando uno llega a casa, tiene que dejar los problemas del trabajo en la puerta, como si se sacaran los zapatos.
—Porque si uno entra con ellos, los tira sin querer sobre la gente que más quiere.

Tomás sintió que la frase le caía como un balde de agua fría.

—Sé que está cansado —añadió Lucía—. Pero Sebastián no tiene la culpa de las peleas de allá afuera. Y ahora mismo, está arriba pensando que hizo algo mal.

En la garganta de Tomás se formó un nudo.

—Tienes razón —dijo, con voz apagada—. Gracias por decírmelo.

Subió las escaleras, con pasos lentos.

Encontró a Sebastián sentado en el suelo de su habitación, con el dibujo arrugado entre las manos.

—Sebastián —dijo Tomás, apoyándose en el marco de la puerta—. ¿Puedo pasar?

El niño no respondió, pero tampoco lo echó.

Tomás se acercó y se sentó junto a él.

—Lo siento —dijo—. No debí hablarte así. Estaba enojado por otras cosas y lo pagué contigo. Eso está mal.

Sebastián lo miró de reojo.

—Siempre estás enojado por “otras cosas” —murmuró—. Y yo nunca sé cuándo puedo hablar contigo.

Tomás cerró los ojos un segundo.

—Quiero cambiar eso —respondió—. No es fácil para mí, pero lo voy a intentar.
—¿Me enseñas el dibujo?

Sebastián dudó, pero al final le extendió el papel arrugado.

Era él, Sebastián, montando bicicleta junto a su padre.
Ambos sonreían, con un sol grande sobre sus cabezas.

Tomás sintió que los ojos se le humedecían.

—Es hermoso —dijo—. Y quiero que se haga realidad más seguido, no solo en el papel.

Sebastián sonrió, apenas.

—Lucía dice que cumplir sueños es como hacer tareas difíciles —comentó—. Pero que si uno las hace despacio y no se rinde, al final las termina.

Tomás se rió suavemente.

—Lucía tiene buenas teorías —dijo—. Debería escribir un libro.

—Dice que va a inventar cosas —respondió Sebastián—. Y que un día va a ayudar a mucha gente que no conoce.

Tomás pensó en la niña y en la forma en que sus palabras lo habían golpeado más de una vez.
Ni siquiera era parte de su familia… y sin embargo, ya había ayudado a que su casa empezara a cambiar.


Con el tiempo, las cenas en la mansión se volvieron menos ceremoniosas y más humanas.

A veces estaban los tres: Tomás, Sebastián y Lucía.
Otras veces se unía Julia.
En ocasiones especiales, incluso Rosa se sentaba un momento, invitada.

La mesa larga dejaba de ser símbolo de soledad para convertirse en escenario de conversaciones, juegos y pequeñas discusiones cotidianas.

Porque sí, también hubo momentos en los que las opiniones se enfrentaron y la conversación se volvió seria y tensa:

—No quiero ir a esa escuela tan lejos —protestaba Sebastián—. Todos mis amigos están aquí.

—Es la mejor opción académica —argumentaba Tomás—. Quiero darte oportunidades que yo no tuve.

—¿Y de qué me sirve si nunca vas a verme jugar fútbol allá? —respondía el niño, con lágrimas contenidas.

Tomás se quedaba en silencio, enfrentado a una verdad incómoda.

Lucía miraba la escena y, con su típica franqueza, intervenía:

—Se puede tener una escuela muy buena y un papá que se aparece poco —decía—. O una escuela normal y un papá que se aparece más.
—Tal vez puedan buscar un punto medio.

A veces, las discusiones subían de tono.
Se cruzaban argumentos, se mezclaban frustraciones.
Pero algo era distinto: todos aprendían a escuchar.

Tomás empezó a dedicar bloques de tiempo en su agenda a “cosas no negociables”:
cenas en casa, partidos de fútbol de Sebastián, tardes de helado con los niños.

Sus socios no siempre entendían.

—¿Vas a irte antes de la reunión? —preguntaban—. Este proyecto es clave.

—Mi hijo tiene un partido hoy —respondía él—. No quiero perderme otro.

Al principio lo miraban como si estuviera cometiendo un sacrilegio empresarial.
Pero Tomás había descubierto algo:
siempre había otro proyecto, otra reunión, otra urgencia.
En cambio, los partidos de un niño de siete años no duraban para siempre.


Un año después de aquella primera cena con Lucía, la mansión era distinta.

No en los muebles, ni en las lámparas, ni en la arquitectura.
Sino en el ambiente.

En el jardín se veían, más a menudo, a Tomás y Sebastián jugando con una pelota, o probando una bicicleta nueva, o construyendo una casa improvisada con mantas.
Julia, desde la ventana, sonreía al verlos.

Lucía venía a menudo y traía siempre algo nuevo:
un invento raro hecho de cartón,
una pregunta curiosa,
un comentario que hacía pensar a todos.

—¿Sigue teniendo sueños grandes, señor Tomás? —le preguntó un día, sentada en las escaleras del porche.

Él pensó un momento.

—Sí —respondió—. Pero ya no son solo de trabajo.

—¿Cuáles son ahora? —insistió ella.

Tomás miró a Sebastián, que intentaba atrapar mariposas con una red pequeña.

—Que mi hijo crezca sabiendo que lo quiero más que a cualquier empresa —dijo—.
—Que tú y tu mamá estén bien, que nunca les falte nada mientras pueda evitarlo.
—Que esta casa sea un lugar donde la gente no solo venga a trabajar, sino también a sentirse respetada.

Lucía sonrió.

—Son buenos sueños —dijo—. Mi mamá estaría de acuerdo.

—¿Y tú qué sueñas ahora, inventora? —preguntó él.

—Además de mis máquinas y mis casas que no se caen —respondió ella, pensativa—, sueño con que haya menos gente comiendo sola en mesas grandes. O en mesas pequeñas.
—Porque cuando uno come solo mucho tiempo, se le olvida que hay otras formas de vivir.

Tomás la miró, con cariño.

—A mí me lo recordaste tú —dijo.

Lucía se encogió de hombros.

—Solo hice lo que sentí —contestó—. Me dio lástima verlo ahí tan solo. Y me dio hambre.

Rieron los dos.


El día que Sebastián cumplió ocho años, organizaron una pequeña fiesta en el jardín.
No fue un evento extravagante, sino algo sencillo: globos, una mesa con comida, algunos amigos del colegio, música alegre.

Tomás estaba allí todo el tiempo.
No se escondió en el despacho, no atendió llamadas “urgentes”.

Cuando llegó el momento de las velas, Sebastián cerró los ojos para pedir un deseo.

—¿Qué pediste? —preguntó Lucía, curiosa, cuando sopló.

—Si lo digo, no se cumple —respondió él.

Tomás lo miró, sonriendo.

—Pero puedes dar una pista —insistió Lucía.

Sebastián pensó un segundo.

—Pedí… —dijo—, que esto siga así muchos años.
—Con mi papá aquí, contigo, con mi mamá Julia, con Rosa, con todos.
—Que no volvamos a comer solos.

Tomás sintió que el corazón se le apretaba y se expandía al mismo tiempo.

Se inclinó, tomó a su hijo en brazos y lo abrazó.

Lucía los miró y se cruzó de brazos, satisfecha.

—Parece que mi plan funcionó —susurró para sí misma.

Julia, al escucharla, le pasó un brazo por los hombros.

—¿Tu plan? —preguntó, riendo.

—Sí —dijo Lucía—. El plan de sentarme a su mesa y hacer la pregunta adecuada.

Julia la besó en la frente.

—Esa es tu magia —dijo—. No tienes miedo de preguntar lo que otros prefieren callar.

Lucía se encogió de hombros, mirando al cielo despejado.

—Si nadie pregunta —dijo—, las cosas se quedan igual.


Con los años, la historia del millonario que siempre comía solo fue quedando atrás.

En su lugar, se empezó a hablar del empresario que había cambiado su forma de trabajar para no perder lo más valioso de su vida.
Muchos lo admiraban por su éxito, pero quienes lo conocían de cerca sabían que su verdadero triunfo no estaba en los números, sino en las personas con las que compartía la mesa.

Y todo había empezado el día en que una niña, hija de la niñera, se atrevió a sentarse frente a él y a preguntar algo que ningún adulto se había atrevido a formular:

“¿Todavía tiene sueños grandes?”

Ese día, sin saberlo, ella no solo le hizo una pregunta.
Le abrió una puerta.

Y Tomás, cansado y con miedo, tuvo el valor de cruzarla.