Niña abraza a su padre en el ataúd y lo que pasa deja a todos helados

En un pequeño pueblo rodeado de colinas y campos silenciosos, la tragedia había golpeado con fuerza a la familia Morales. Don Ernesto, un hombre querido por todos, había fallecido de forma repentina tras un infarto fulminante. Su hija, Lucía, de tan solo ocho años, no lograba comprender por qué su padre no regresaría a casa.

La iglesia del pueblo estaba llena aquella tarde. Entre flores blancas y el aroma denso del incienso, el ataúd abierto reposaba en el centro. Lucía, vestida de negro, permanecía junto a su madre, con los ojos hinchados de tanto llorar. No hablaba, apenas respiraba hondo, como si algo dentro de ella se negara a aceptar la realidad.

Cuando el sacerdote concluyó sus palabras de despedida, Lucía se separó lentamente de su madre. Caminó hacia el ataúd con pasos cortos y pesados. La sala entera se quedó en silencio, observando cómo la pequeña se acercaba a su padre.

—Papá… —susurró—. ¿Por qué te fuiste?

Las lágrimas corrían por sus mejillas mientras colocaba sus pequeñas manos sobre el pecho frío de su padre. Y entonces, en un impulso nacido del dolor y la ternura, se inclinó y lo abrazó fuertemente, presionando su rostro contra el de él.

Fue en ese instante cuando algo insólito sucedió.

Varios presentes afirmaron que sintieron un escalofrío recorrerles la espalda. Un viento helado pareció atravesar el salón, a pesar de que las ventanas estaban cerradas. El cabello de Lucía se movió levemente, como si una corriente invisible la envolviera. La niña se quedó quieta, con los ojos cerrados, y una expresión extraña apareció en su rostro.

Algunos aseguran que el cuerpo de Don Ernesto movió ligeramente los dedos, como si quisiera devolverle el abrazo. Otros juran haber visto sus labios separarse mínimamente, murmurando algo inaudible. La madre de Lucía, aterrada, intentó apartarla, pero la niña no se soltó.

—¡Lucía, cariño, ven conmigo! —exclamó su madre.

Lucía no respondió. Solo cuando el sacristán se acercó, ella abrió los ojos de golpe. Tenían un brillo distinto, profundo, como si hubiera visto algo que los demás no podían comprender.

—Mamá… papá dice que no lloremos —dijo la niña, con una voz serena pero extrañamente distante—. Dice que pronto estará en casa.

Un murmullo inquietante recorrió la sala. ¿Había escuchado bien la niña? Algunos intentaron convencer a todos de que solo era la imaginación de una menor devastada por la pérdida. Pero había algo en su tono, en la firmeza de sus palabras, que provocaba inquietud.

El funeral continuó, pero las miradas se centraban en Lucía. Permaneció tranquila el resto del día, como si aquella experiencia le hubiera dado una calma inexplicable. Por la noche, sin embargo, su madre la escuchó hablar sola en su habitación. Cuando entró, Lucía le dijo que estaba conversando con su padre.

—Está aquí, sentado junto a la ventana —aseguró la niña, señalando un rincón vacío—. Dice que todavía tiene que protegernos.

Durante los días siguientes, sucesos extraños comenzaron a ocurrir en la casa. Puertas que se cerraban solas, objetos que cambiaban de lugar, y un leve olor a la colonia que usaba Don Ernesto, impregnando las habitaciones sin motivo aparente.

Lucía, lejos de asustarse, parecía acostumbrada. Incluso advertía a su madre de pequeñas cosas: que no dejara encendida la estufa, que revisara el seguro de la puerta, o que no saliera tarde de casa. “Papá me lo dice”, explicaba.

La madre, confundida entre el dolor y el miedo, decidió consultar a un sacerdote. Este escuchó todo y le recomendó realizar misas para “dar descanso al alma” de Don Ernesto. Sin embargo, Lucía insistía: “Papá no está perdido, solo está cuidándonos”.

El punto más inquietante llegó una noche de tormenta. La madre se despertó al escuchar risas suaves en la habitación de su hija. Al entrar, vio a Lucía sentada en la cama, con los brazos extendidos como si abrazara a alguien invisible. El aire estaba gélido, y la luz de la lámpara parpadeaba sin explicación.

—Papá dice que no tengas miedo, mamá —susurró la niña—. Él volverá a llevarnos al parque.

Esa misma madrugada, un rayo cayó cerca de la casa, provocando un pequeño incendio en el cobertizo del jardín. Lo sorprendente fue que, minutos antes, Lucía había insistido en que su madre la llevara a dormir a la sala “porque papá dijo que allí estaríamos seguros”.

Con el tiempo, los sucesos se volvieron menos frecuentes, pero nunca desaparecieron del todo. Lucía creció con la convicción de que su padre siempre estaba cerca. Lo mencionaba en conversaciones como si siguiera vivo, relatando cosas que solo él sabía.

Vecinos y familiares se dividían entre quienes creían en un milagro y quienes pensaban que era una ilusión de una niña marcada por el trauma. Pero todos coincidían en que, desde aquel abrazo en el funeral, algo inexplicable había unido a Lucía con su padre para siempre.

Años después, ya adulta, Lucía confesó a un periodista que había escrito un diario donde narraba cada mensaje que, según ella, su padre le transmitía. Entre las páginas, describía sueños tan vívidos que parecían reales, advertencias sobre peligros futuros y recuerdos que ella no podía haber conocido en vida.

“Nunca sentí que se fuera del todo”, escribió. “Aquel abrazo no fue una despedida… fue una promesa.”

La historia de Lucía y Don Ernesto se convirtió en una leyenda local. Algunos la contaban como una prueba de que el amor verdadero trasciende la muerte; otros, como un relato espeluznante sobre vínculos que no deberían romperse. Pero para ella, no había misterio: solo la certeza de que, en el momento más triste de su vida, el espíritu de su padre la abrazó de vuelta.

Y aunque muchos trataron de explicarlo con ciencia o superstición, ninguno pudo borrar de la memoria de los presentes aquel instante en el que, en medio de un funeral silencioso, una niña y su padre muerto parecieron fundirse en un abrazo… y algo más allá de lo humano se hizo presente.