Por qué en 1942 tantas chicas soviéticas guiaban tractores gigantes por campos vacíos mientras caían bombas lejos del frente, y cómo aquella decisión silenciosa cambió el destino de miles de familias
La primera vez que Lida vio de cerca un tractor, pensó que era un animal de hierro. Tenía catorce años, las manos llenas de grietas por el frío y los inviernos de la estepa, y nunca había salido del koljós “Estrella Roja”, un conjunto de casas bajas y graneros en medio de un mar de tierra.
El tractor rugía como si respirara, expulsando columnas de humo que se elevaban hacia un cielo de abril todavía pálido. El conductor era un hombre mayor con un abrigo remendado y un gorro de piel raído. Sus manos parecían parte del volante, tan fijamente lo sujetaba.
—Míralo bien, Lida —le dijo su madre, Nina, apretándole el hombro—. Pronto uno de esos será cosa tuya.
La chica frunció el ceño.
—Pero yo… yo apenas alcanzo los pedales.
Nina suspiró. Sus ojos oscuros tenían esa mezcla de ternura y cansancio que se veía en casi todos los adultos del koljós desde que comenzara la guerra.
—Tus brazos crecerán —respondió—. Lo que no va a crecer solo es el trigo. Y tu padre…
No terminó la frase. Las palabras “tu padre está en el frente” ya se decían tan a menudo que casi sobraban. Lida asintió en silencio.

Un pueblo lleno de vacíos
En la primavera de 1942, el koljós “Estrella Roja” era un lugar de huecos. Huecos en las filas del campo, donde antes se doblaban hombres fuertes con camisas arremangadas y ahora solo se veían mujeres, ancianos y algunos niños. Huecos en las mesas, donde los sitios de los que se habían ido seguían vacíos aunque todos sabían que quizá no volverían a ocuparlos.
En el muro de la escuela, una hoja de papel amarillento colgaba bajo un cristal: la lista de los que habían partido. Lida sabía de memoria dónde estaba el nombre de su padre, Iván Mijáilovich, casi en la mitad. A veces pasaba el dedo por encima, como si pudiera tocarlo a través de la tinta.
Los discursos del partido llegaban en forma de altavoces en la plaza, o a través de las visitas del comisario distrital, el camarada Orlov. Él hablaba de héroes, de victorias, de tanques y cañones. Pero en el koljós, la batalla diaria tenía otro aspecto: sacos, arados, bueyes cada vez más viejos, manos llenas de callos.
—La guerra se gana también aquí —repetía Orlov, señalando los campos—. Cada hectárea sembrada y cosechada es un proyectil más que enviamos al frente.
Al principio, en 1941, todavía quedaban hombres para conducir los tractores. Pero a medida que avanzaba el conflicto, las órdenes llegaron como un viento frío: más, más, más reclutados. Los agricultores más jóvenes se fueron, luego los de mediana edad, más tarde incluso los que tenían alguna dolencia.
Hasta que un día, Nina volvió de la reunión del koljós con la mirada apretada.
—Han dicho que las chicas de secundaria tienen que apuntarse al curso de conducción —anunció—. Ya no hay hombres suficientes.
Lida sintió un escalofrío. No era miedo de la máquina, sino de lo que representaba: si ahora eran ellas las que guiaban los tractores, significaba que la guerra se había llevado casi todo lo demás.
El “curso rápido” de tractoristas
La escuela, que antes olía a tiza y libros gastados, empezó a oler también a aceite y gasolina. En el patio, sobre un suelo de barro, un instructor venido de la ciudad abrió el capó de un tractor viejo y oxidado como si estuviera mostrando un tesoro.
—Este es su nuevo camarada —dijo, con una voz grave que intentaba sonar entusiasta—. Él las ayudará a derrotar al enemigo. Si lo saben tratar bien.
Las chicas se miraron entre sí. Eran diez: Lida, su amiga Galina, la tímida Vera, la siempre sonriente Sonia, y otras cuyos nombres se perderían en los meses siguientes entre traslados y ausencias. Llevaban trenzas apretadas, abrigos demasiado grandes heredados de hermanos, botas remendadas una y otra vez.
—¿Cómo se llama? —susurró Galina al oído de Lida, señalando al tractor.
—Dicen que es un “Stalinets” —respondió—. Pero yo creo que mejor le ponemos otro nombre.
Durante las primeras clases, el instructor explicó, con palabras sencillas, lo que en un manual se habría visto como diagramas y fórmulas. Les enseñó a distinguir el embrague del acelerador, a escuchar los sonidos del motor como quien escucha el tono de una voz, a notar cuándo algo no iba bien solo por las vibraciones bajo los pies.
—No se trata solo de girar el volante —repetía—. Se trata de sentir la máquina. Si la fuerzan, las dejará tiradas. Si la respetan, les perdonará errores.
Lida descubrió que tenía oído para esos pequeños ruidos. Donde otras solo oían estruendo, ella distinguía un golpeteo irregular, un ronroneo suave, un jadeo breve.
—Creo que hoy no quiere arrancar —decía, tocando el volante—. Hace falta calentar más el motor.
El instructor, sorprendido, la miraba con respeto creciente.
—Tienes manos de mecánico —le dijo una tarde—. Y cabeza tranquila. Eso vale oro ahora.
En pocas semanas, lo que debía ser un “curso” se convirtió en práctica permanente. Hacía falta arar, sembrar, preparar la tierra para un verano que no esperaba a nadie.
—Ya no son alumnas —anunció el dirigente del koljós—. Son tractoristas. Las primeras de nuestro distrito.
Las mujeres mayores aplaudieron. Algunas lo hicieron con orgullo sincero; otras, con un dejo de preocupación. Los hombres que quedaban asentían en silencio, como si no supieran si alegrarse o lamentar que las cosas hubieran llegado tan lejos.
El peso del campo y del uniforme
Conducir un tractor no era simplemente sentarse y avanzar en línea recta.
Cada día empezaba antes del amanecer. Lida se levantaba cuando el cielo todavía era un borrón gris. Compartía con su madre un trozo de pan y un poco de cebada hervida, se lavaba la cara con agua fría que pinchaba la piel, trenzaba su cabello y salía con un gorro de lana que apenas calmaba el viento.
En el cobertizo, el tractor esperaba como un animal dormido. Lida revisaba el nivel de aceite, el agua del radiador, el estado de las cadenas. Había aprendido a cambiar piezas, a ajustar tornillos, a apretar tuercas. Sus manos, antes pequeñas y delicadas, se llenaron de pequeñas cicatrices, manchas de grasa que no se iban del todo.
—Eres como tu padre —le dijo un día Nina, mirándola mientras se quitaba la mugre de las uñas con una navaja vieja—. Él también hablaba con las máquinas.
En el campo, la responsabilidad era inmensa. Si el tractor se averiaba lejos, todos perdían: se retrasaba la siembra, se desperdiciaba fuerza, se ponía en riesgo la cosecha que debía alimentar a soldados y civiles.
—Recuerda, hija —repetía Nina—: cada surco que abres es pan para alguien. Tal vez para tu padre.
Esa idea se convirtió en la brújula de Lida. Cuando el cansancio le hacía arder los ojos o los dedos se le congelaban sobre el volante, imaginaba un trozo de pan oscuro viajando, quién sabe cómo, hasta un frente lejano, y a su padre partiéndolo por la mitad.
No estaban solos en los campos. Junto a los tractores, caminaban aún algunos bueyes y caballos demasiado necesarios como para enviarlos a otro lugar. Detrás, grupos de mujeres lanzaban semillas, cubrían la tierra, corregían lo que la máquina no podía hacer.
—Míralas —dijo un día el instructor, señalando a las tractoristas—. Son niñas. Pero llevan un ejército detrás.
Propaganda y realidad
La noticia de las “chicas tractoristas” no tardó en viajar más allá del koljós. Un día de junio, cuando el sol empezaba a calentar con fuerza, llegó un coche desde la capital del distrito. De él bajaron dos hombres con abrigos bien cortados y una mujer con un pañuelo rojo impecable. Llevaban cámaras y una libreta.
—Venimos del periódico —explicó uno de los hombres, con sonrisa ensayada—. Queremos mostrar al país el ejemplo de las jóvenes del koljós “Estrella Roja”.
Reunieron a las chicas frente al tractor más presentable. Les pidieron que se colocaran de una forma específica, que levantaran el mentón, que miraran al horizonte con expresión decidida.
—Así —dijo el fotógrafo—, como si estuvieran viendo el futuro.
Lida, incómoda, obedeció. Sintió el peso del tractor a sus espaldas, como un recordatorio de lo que quedaba por hacer después de las fotos.
—¿Puedes subir al asiento, compañera? —le pidió la mujer del pañuelo rojo—. Vamos a escribir que, con dieciséis años, conduces esta máquina mejor que cualquier hombre. Eso inspirará a otras.
Lida subió, se sentó, puso las manos en el volante. Durante unos segundos, se imaginó cómo se vería esa foto en un periódico, tal vez colgada en alguna pared.
—¿Y no van a escribir también cuánto pesa la llave inglesa? —bromeó en voz baja—. O lo mucho que duelen los brazos al final del día.
La mujer sonrió, pero no tomó nota de esa frase.
En el artículo que salió unas semanas después, se hablaba de “las valientes hijas del koljós, que con alegría sustituyen a los hombres ausentes en el frente”. No mencionaba ni el miedo, ni las dudas, ni las noches en las que Lida soñaba con campos interminables de tierra que nunca se acababa.
—Nos usan de ejemplo —comentó Galina, doblando el periódico—. Pero no dicen toda la verdad.
—¿Cuál verdad? —preguntó Lida.
Su amiga se quedó pensando.
—Que no conducimos porque sea divertido —dijo al fin—. Conducimos porque no queda nadie más.
La “verdad” que no cabía en los discursos
La pregunta que años después haría un historiador —“¿Por qué las chicas soviéticas conducían tractores en 1942?”— habría tenido una respuesta sencilla para los discursos oficiales: por patriotismo, por entusiasmo, por convicción.
Pero en el koljós “Estrella Roja”, la verdad era más compleja.
Lida conducía porque su padre estaba lejos.
Galina conducía porque su hermano mayor nunca regresó de la primera ofensiva y su madre no podía con todo.
Vera lo hacía porque, sin esa tarea, la habían mandado a la ciudad a trabajar en una fábrica todavía más dura.
Sonia buscaba en el ruido del motor una forma de silenciar los pensamientos que le venían a la cabeza cuando leía las listas de bajas.
Conducían por necesidad, por inercia, por sobrevivir. Y sí, también por una forma profunda de lealtad hacia algo que iba más allá de las consignas: la idea de que, si ellas abandonaban los campos, el vacío se lo tragaría todo.
Un día, llegó al koljós una carta escrita con tinta corrida. Era del frente. Llevaba el sello de censura y el remitente de Iván Mijáilovich, el padre de Lida.
“Queridas Nina y Lida”, empezaba, “nos dijeron que el pan que comemos viene de los campos que ustedes cuidan. Cuando mastico cada bocado, pienso que quizá fue la mano de Lida la que guiaba el tractor que abrió ese surco. A veces, cuando me asusto antes de un combate, cierro los ojos e imagino el ruido del motor en nuestra tierra. Me recuerda que sigo teniendo un lugar al que volver.”
Lida leyó esa parte una y otra vez. De repente, el cansancio de las madrugadas y el peso del volante parecieron tener sentido. No solo estaba moviendo hierro; estaba tendiendo un puente invisible entre el koljós y el frente.
—La verdad es ésta —pensó—: conducimos para que esa carta tenga sentido.
El invierno que probó su voluntad
El verano trajo polvo y calor. El otoño, lluvias que convertían los campos en lodazales donde los tractores se hundían hasta medio eje. El invierno, en cambio, fue una prueba de otra clase.
En enero de 1943, la temperatura bajó tanto que el aire cortaba la piel. Las manos se pegaban al metal si uno no tenía cuidado. El gasóleo se espesaba y había que calentar los depósitos con braseros improvisados.
—Hoy no salimos —dijo Vera una mañana, viendo el paisaje cubierto de escarcha—. Es imposible.
Pero Lida miró el calendario en la pared del almacén: los días marcados para la preparación previa a la siembra no podían moverse.
—Si no salimos hoy —dijo—, mañana será más difícil. Y pasado, más.
Al final, con capas de ropa una sobre otra, con bufandas enrolladas hasta la nariz, las chicas arrancaron los tractores. El sonido del motor en aquel frío extremo era casi un acto de desafío.
Mientras avanzaba lentamente sobre la nieve, Lida pensó en lo que diría un folletín propagandístico: “Las hijas del koljós desafían incluso al invierno por el bien de la patria”.
Pero en su cabeza, la frase que sonaba era otra: “No tenemos elección. Y precisamente por eso, elegimos seguir adelante.”
Una visita inesperada
Una tarde de marzo, cuando la nieve empezaba a derretirse en charcos brillantes, un joven llegó al koljós con un abrigo elegante y una cartera de cuero. Se presentó como Serguéi Aleksándrovich, investigador del Instituto de Historia.
—Estoy recolectando testimonios —explicó en la asamblea —para explicar al país por qué, en medio de la guerra, las chicas de los koljoses se subieron a los tractores.
Algunos lo miraron con curiosidad; otros, con cierta desconfianza.
—¿No lo sabe ya? —preguntó Nina desde el fondo—. Porque los hombres se fueron.
El investigador sonrió, incómodo.
—Sí, por supuesto —dijo—. Pero queremos contar la parte heroica. El sacrificio, la voluntad, la conciencia socialista.
Serguéi pidió hablar con Lida, por ser una de las tractoristas más jóvenes. Se sentaron en la cocina de la casa de Nina, con una tetera humeante entre ellos.
—Cuéntame —le pidió—, ¿qué sentiste la primera vez que te sentaste al volante?
Lida pensó. Podía responder con la frase que sabía que él esperaba: “orgullo, alegría, deseo de ayudar al frente”. Y en parte era cierto. Pero también había sentido miedo, responsabilidad, una punzada de nostalgia por la adolescencia que ya no tendría.
—Sentí… —empezó, eligiendo las palabras— que el mundo había cambiado tan rápido que ya no me quedaban alternativas. Y que, si no aprendía, el campo se quedaría quieto.
El investigador anotó algo, frunciendo el ceño.
—Eso no suena muy… inspirador —murmuró.
—Tal vez no —respondió Lida—. Pero es la verdad. No nos levantamos un día diciendo “qué ilusión, conducir un tractor”. Nos levantamos con la idea de que, si no lo hacíamos nosotras, nadie lo haría.
Serguéi la miró largo rato. Luego asintió.
—Quizá eso sea lo más inspirador de todo —admitió—. No hacer las cosas porque sean bonitas, sino porque son necesarias.
Meses más tarde, un artículo anónimo aparecería en una revista, hablando de “jóvenes campesinas que, sin palabras grandilocuentes, sostuvieron con sus manos el esqueleto de la patria”. Lida nunca supo si aquella frase había nacido de su conversación con el investigador, pero le habría gustado pensarlo.
Después de la tormenta
La guerra siguió su curso. Hubo más cartas, algunas con buenas noticias, otras con silencios que lo decían todo. Los años pasaron, y las chicas que habían aprendido a conducir tractores siguieron haciéndolo incluso cuando algunos hombres regresaron, cojeando, cansados, más viejos que su edad.
—Ahora te toca descansar —le dijo un día Iván a Lida, de vuelta en el koljós—. Yo me encargo.
Ella lo miró, luego miró el tractor. Había crecido al ritmo del rugido del motor, había aprendido a leer las estaciones en el tono de la tierra.
—Nos encargamos los dos —propuso—. Tú delante, yo detrás. O al revés.
Iván sonrió.
—De acuerdo —aceptó—. Este viejo tractor ya está acostumbrado a tu mano. No seré yo quien lo contradiga.
Años después: la pregunta que vuelve
Décadas más tarde, una nieta de Lida, estudiante de historia, encontró en un archivo digital una fotografía en blanco y negro: un grupo de chicas junto a un tractor, con pañuelos en la cabeza y sonrisas tensas.
—Abuela —preguntó, llevando la imagen impresa a la cocina—, ¿por qué en 1942 las chicas soviéticas conducían tractores? Aquí dice que “por entusiasmo socialista”, pero…
Lida, ya con el cabello completamente blanco, tomó la foto. Se reconoció, más joven, con las mejillas hundidas y los ojos obstinados.
—Mira —dijo—, eso fue parte de la historia. Pero la verdad completa era otra.
Le contó entonces todo: la marcha de los hombres, las listas en la escuela, el primer rugido del motor, el equipo de propaganda, el investigador honesto, la carta de su padre. Habló de hambre sin dramatizar, de cansancio sin victimismo, de orgullo sin adornos.
—Conducíamos —resumió— porque si no lo hacíamos, el campo se quedaba mudo. Y un país sin campo no aguanta una guerra, por muchos tanques que fabrique.
Su nieta anotó cada palabra.
—¿Puedo usar tu historia para mi trabajo? —preguntó.
—Usa lo que quieras —respondió Lida—. Solo te pido una cosa: no olvides decir que éramos chicas de verdad. No solo heroínas de cartel. No nacimos sabiendo conducir ni soñando con gasolina. Aprendimos porque el mundo nos empujó. Y respondimos.
La nieta asintió.
—Creo que eso, precisamente, es lo que “sorprende” —dijo—. No que lo hicieran por una gran idea, sino que lo hicieran por responsabilidad, sin que nadie les prometiera nada a cambio.
Lida sonrió.
—Entonces tal vez, por fin, alguien entenderá la respuesta a esa vieja pregunta —dijo—. No es que las chicas soviéticas condujeran tractores porque fueran especiales. Es que, en aquel momento, para salvar algo de normalidad, tuvieron que serlo.
Fuera, en los campos que habían cambiado de nombre pero no de tierra, otros tractores modernos seguían trazando surcos. Algunas conductoras eran mujeres jóvenes, con auriculares en los oídos y teléfonos en el bolsillo. No sabían que, décadas antes, otras como ellas habían subido por primera vez a un monstruo de hierro con manos temblorosas y corazón firme.
Pero en una cocina tranquila, una abuela terminaba su historia con voz suave y segura, cerrando un círculo que había empezado cuando solo tenía catorce años y el mundo le pidió, sin preguntar, que se convirtiera en tractorista.
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