“El juez se burló de un campesino por su ropa y sus modales en la corte. Pero lo que no sabía era que aquel hombre humilde conocía las leyes mejor que cualquier abogado del tribunal. Cuando el campesino habló, todos quedaron en silencio… incluso el juez.”
La sala del tribunal estaba llena. Afuera, una llovizna gris caía sobre el pequeño pueblo de Harrison, mientras dentro se respiraba un aire de tensión.
En el estrado, el juez Frederick Hall, un hombre de traje impecable y mirada altiva, revisaba los documentos del caso con impaciencia. Frente a él, de pie, estaba un hombre de manos ásperas y ropa sencilla, con un sombrero en la mano y el rostro curtido por el sol: Samuel Brooks, un campesino.
—¿Es usted el acusado? —preguntó el juez, sin siquiera mirarlo.
—Así es, su señoría —respondió Samuel con voz tranquila.
—Y viene sin abogado, por lo que veo.
—No lo necesito —dijo el campesino—. Conozco mi caso mejor que nadie.
El juez arqueó una ceja.
—¿Conoce la ley, señor Brooks?
—Lo suficiente para defenderme.
El murmullo recorrió la sala. Algunos rieron. El juez sonrió con sarcasmo.
—Esto será rápido —dijo mientras se recostaba en su asiento.

El caso parecía simple: Samuel había sido demandado por una empresa agrícola por “invadir” terrenos que, según ellos, pertenecían a la corporación. Pero Samuel afirmaba que esas tierras habían sido de su familia por generaciones. Sin embargo, sin abogado, nadie creía que tuviera oportunidad alguna.
—Señoría —comenzó el abogado de la empresa—, aquí están los documentos que prueban que mi cliente es el legítimo dueño del terreno. El señor Brooks ha estado ocupando tierras privadas, causando pérdidas considerables.
El juez asintió.
—¿Algo que decir en su defensa, señor Brooks?
El campesino respiró hondo.
—Sí, su señoría. Primero que nada, esos documentos que muestra el abogado… —hizo una pausa, mirando directamente al juez—, son falsos.
El abogado se levantó indignado.
—¡Objeción!
—Tranquilo —dijo el juez, divertido—. Quiero oír en qué basa su acusación.
Samuel tomó un papel arrugado de su bolsillo.
—Porque este terreno fue registrado en 1943 a nombre de mi abuelo, Jacob Brooks. Este es el documento original.
El juez se inclinó hacia adelante, sorprendido.
—¿Y cómo obtuvo eso?
—Mi abuelo me lo entregó antes de morir. Lo guardé en una caja de metal enterrada bajo el viejo roble de la finca.
El abogado bufó.
—No hay prueba de autenticidad. Es un papel viejo, sucio, sin sellos válidos.
—Tiene razón —respondió Samuel—. Pero si mira con atención, verá el sello del registro estatal. Está descolorido, pero se distingue. Y si aún duda, podemos cotejar la firma del notario con los archivos de ese año.
El silencio llenó la sala.
El juez tomó el documento, lo examinó con lupa y palideció. El sello estaba ahí.
Por primera vez, el abogado no supo qué decir.
Samuel continuó, sereno:
—Además, su señoría, la ley 1023 de 1958 establece que ningún contrato de compraventa puede anular un título original si no ha pasado por revisión judicial previa. Lo curioso es que la empresa registró la compra sin esa revisión.
El juez levantó la vista.
—¿Cómo sabe eso?
—Porque la leí —respondió el campesino—. En su biblioteca pública. Tienen los volúmenes de jurisprudencia hasta el año 1970.
Un murmullo de asombro recorrió la sala. El abogado trató de intervenir, pero Samuel no había terminado.
—Y hay más —añadió—. La empresa violó el artículo 24 del Código de Propiedad, al construir sin permiso de impacto ambiental. Tengo las fotos y las fechas.
Sacó de su mochila un montón de hojas impresas y las colocó sobre la mesa del juez.
—Eso significa —dijo— que no solo invadieron mi terreno, sino que además rompieron la ley.
El juez, que minutos antes lo había mirado con desprecio, ahora estaba mudo.
El abogado tragó saliva.
—Su señoría… esto… esto no puede ser—.
—Silencio —ordenó el juez.
El campesino se acomodó el sombrero entre las manos.
—No quiero dinero. Solo quiero que me devuelvan lo que es mío.
El juez lo miró largo rato. Luego volvió a revisar los documentos. Finalmente, golpeó el mazo.
—Caso cerrado. El terreno pertenece legalmente al señor Brooks.
Un aplauso espontáneo estalló en la sala. El abogado de la empresa se hundió en su asiento. El juez, intentando recuperar su compostura, se levantó.
—Señor Brooks… —dijo con voz temblorosa—, permítame disculparme por mi actitud.
Samuel sonrió con humildad.
—No hay nada que disculpar, su señoría. A veces las apariencias engañan.
Cuando el juicio terminó, los periodistas que habían asistido corrieron tras él.
—¡Señor Brooks! —gritó uno—. ¿Dónde aprendió tanto de leyes?
El campesino se detuvo y se volvió hacia ellos.
—Cuando trabajas la tierra —respondió—, aprendes que cada semilla tiene su derecho a crecer. Yo solo aprendí a leer las leyes como leo el suelo: con paciencia.
Semanas después, el juez Hall dio una entrevista en la televisión local.
—Ese hombre me dio una lección de vida —dijo—. Me enseñó que la justicia no está en el cargo que uno tiene, sino en la verdad que uno defiende.
Y en su escritorio, desde aquel día, colocó una frase grabada en madera que decía:
“Nunca midas la sabiduría por la ropa, ni la justicia por el poder.”
Años más tarde, Samuel Brooks abrió un pequeño centro comunitario en su pueblo. Enseñaba a campesinos a leer y entender las leyes que regían sus tierras. En la entrada, colgaba un cartel con una de sus frases más recordadas:
“Un campesino que conoce sus derechos vale más que mil abogados sin alma.”
Y cada vez que alguien le preguntaba cómo había aprendido tanto, él respondía lo mismo, con una sonrisa sencilla:
—El día que un juez me humilló, decidí que nadie volvería a hacerlo… ni a mí, ni a los míos.
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