Cuando el golpe de un hijo despierta a un padre: una noche en Iztapalapa que rompió generaciones de silencio y violencia
En Iztapalapa, al oriente de la Ciudad de México, las noches se llenan de perros ladrando, reguetón a lo lejos y el olor a aceite quemado de los puestos de quesadillas. Era martes, pero en la calle de la familia Hernández todo sonaba como fin de semana: la vecina de al lado lavando trastes con la música a todo volumen, el vendedor de tamales gritando su pregón, y unos chavos aventando cohetes a media cuadra.
Dentro del pequeño departamento de interés social, el ambiente era distinto: más denso, más tenso. La televisión estaba prendida en una telenovela que nadie miraba, la luz del foco del comedor parpadeaba de vez en cuando y el reloj, colgado algo chueco, marcaba las 9:20 de la noche.
En la mesa se sentaban cuatro: Eduardo, el papá; Marisol, la mamá; Ximena, la hija de quince; y Diego, el niño de ocho años, que tenía frente a él un plato con sopa fría de fideo, un vaso de agua a medio tomar y un celular entre las manos.
—Diego, ya apaga el teléfono y come —dijo Marisol, sin despegar la vista de su propio celular.
El niño ni la escuchó. Con los audífonos puestos, los dedos moviéndose rápido en la pantalla, estaba metido en su juego. La luz azul del teléfono se reflejaba en sus ojos.
Eduardo, que hasta ese momento se había quedado callado, respiró hondo. Tenía la camisa todavía desabotonada del cuello, manchas de grasa del taller mecánico en las manos y una molestia atravesada en la garganta desde la mañana.
—Diego —repitió, esta vez con voz más firme—, que ya apagues eso. Es hora de cenar.
El niño lo miró de reojo, hizo una mueca y volvió a la pantalla.
Ximena soltó una risita nerviosa, más por costumbre que por verdadera gracia. En esa casa todos se habían acostumbrado a hacer como que no pasaba nada.
Eduardo sintió cómo algo se encendía dentro de él. No sabía si era coraje, cansancio, o las dos cosas juntas. Recordó la frase que había escuchado en la radio de la combi camino al taller esa mañana: “Si tu hijo te pega, no lo tomes a la ligera. Ese es el momento perfecto para actuar…”. En ese momento se le había hecho exagerado. Ahora no estaba tan seguro.
—A ver, ya —dijo, empujando la silla hacia atrás y poniéndose de pie—. Dame el celular. Vas a comer.
Extendió la mano hacia Diego.
El niño, sorprendido, jaló el teléfono hacia su pecho y lo apretó como si fuera un tesoro.
—¡No! —gritó—. ¡Es mío!
Los ojos de Marisol se alzaron, por fin, de su pantalla. Ximena hizo una mueca de “ya valió”.
Eduardo dio la vuelta a la mesa con paso rápido. No gritó, pero en su rostro se notaba la tensión.
—Te dije que me lo des, Diego —repitió, esta vez con voz baja, peligrosa, esa voz que cuando niño él mismo había aprendido a temer.
Cuando su mano se acercó al celular, Diego reaccionó sin pensar. Con la rapidez de alguien acostumbrado a defender lo suyo, soltó el teléfono a un lado, se levantó de golpe y, con la cara roja de coraje, le soltó un manotazo a Eduardo en el brazo. Luego otro en el pecho, más fuerte.
—¡Déjame! ¡No me mandas tú! —chilló, los ojos llenos de lágrimas y furia.
El golpe no fue tan fuerte como para lastimarlo físicamente, pero a Eduardo le atravesó algo más profundo. No era el dolor del brazo lo que le ardía, sino el significado. Ese momento exacto se le quedó grabado como una fotografía borrosa, pero dolorosa: su hijo de ocho años, con los puños cerrados, pegándole.
Ximena abrió mucho los ojos.
—¡Diego! —gritó Marisol—. ¡No le pegues a tu papá!
Pero lo dijo tarde, lo dijo flojo, lo dijo como quien sabe que nadie la va a escuchar de verdad.
Eduardo se quedó congelado. Un lado de su cabeza le gritaba lo que su padre le habría dicho en esa situación: “¿Ya viste? ¡Te salió respondón porque eres muy blando! A esos chamacos les hace falta una buena chinga para que respeten.”
Y casi sin darse cuenta, la imagen de su papá —don Lalo, con el cinturón en la mano, los ojos inyectados de coraje y cerveza— le cruzó por la mente como un relámpago.
Por un segundo, Eduardo sintió cómo su propia mano se tensaba, como si quisiera responder el golpe con otro golpe, más fuerte, más claro, más definitivo.
El cuarto pareció hacerse pequeño. El ruido de la calle se apagó. Sólo escuchaba su propia respiración y el eco de esa frase de la radio: “Si lo normalizas hoy… mañana será un problema más grande. La violencia no se corrige sola, necesita guía, presencia y límites claros.”
Eduardo respiró hondo. Cerró la mano en un puño y luego la aflojó. No fue fácil. Era ir en contra de todo lo que le habían enseñado desde niño.
Diego, con el pecho agitado, lo miraba, esperando la respuesta que toda su corta vida le había dicho que venía después de un golpe.
Pero no vino.
Lo que vino fue la voz de Eduardo, ronca, temblorosa.
—No vuelvas a pegarme, Diego —dijo, despacio—. Eso no se hace. No te voy a permitir que me pegues.
—Tú me quieres quitar mi celular —respondió el niño, como si eso justificara todo.
Eduardo no contestó. Le quitó el teléfono con un movimiento firme, pero sin brusquedad. Luego lo puso sobre el refrigerador, donde Diego no llegaba.
—Te sentarás a comer —agregó—. Y mañana vamos a hablar de esto.
Se dio la vuelta, se sentó de nuevo, tomó la cuchara. La sopa ya estaba casi fría.
Marisol lo miraba como si no lo reconociera.
—Viejo… —murmuró—. No se puso tan grave. Está chiquito, ya sabes cómo es…
Eduardo clavó la mirada en el plato. No quería explotar. No ahora. No delante de los niños.
—Justamente porque está chiquito, Mari —dijo—. Por eso.
Ximena, que había visto demasiadas discusiones en esa casa, trató de romper la tensión.
—¿Me pasas las tortillas, ma? —preguntó, forzando una sonrisa.
Pero nadie la escuchó.
Esa noche, cuando los niños ya estaban en sus cuartos, Eduardo se quedó sentado en el sillón de la sala, con la televisión apagada. Sólo la luz azul del poste de la calle se colaba por la ventana y dibujaba sombras en la pared.
Marisol salió del cuarto que compartían.
—¿No vienes a dormir? —preguntó, acomodándose la playera grande que usaba como pijama.
Eduardo se pasó las manos por la cara.
—Mari… —dijo, con voz cansada—. ¿Te diste cuenta de lo que pasó hoy?
—Ay, viejo —respondió ella, encogiéndose de hombros—. Exageras. Nomás te dio un manotazo. Los niños a veces hacen berrinche, ya sabes.
Él se le quedó viendo con incredulidad.
—No fue cualquier berrinche. Me pegó, Marisol. Me pegó como si fuera normal.
Ella hizo una mueca, incómoda.
—Pues… es que tú también te enojas mucho, Eduardo. Se asusta, no sé. Además, tú ya sabes, mi papá siempre nos decía: “más vale un manazo a tiempo que un problema después”. Y mira, aquí estamos.
Eduardo sintió un nudo en el estómago.
—¿Y crees que eso nos hizo bien? —preguntó, serio.
Marisol se quedó callada. Por un momento, en su mente apareció la imagen de su madre, llorando en la cocina mientras su padre golpeaba la mesa, borracho, exigiendo la cena caliente. Recordó los gritos, las amenazas, los manazos que nunca faltaban.
Pero no quería ir ahí. No esa noche. No con todo el cansancio encima.
—No sé, Eduardo —dijo, evadiendo—. Yo nada más digo que tampoco hay que hacer un drama. Luego la gente se entera y empiezan con que “violencia intrafamiliar” y quién sabe qué tanto. No quiero problemas.
Eduardo se levantó del sillón. Caminó hacia la ventana, viendo las luces de los edificios alrededor.
—¿Y no crees que ya tenemos un problema? —preguntó, sin voltearla a ver—. Nuestro hijo de ocho años cree que está bien pegarle a su papá cuando no consigue lo que quiere. ¿Qué va a hacer a los quince? ¿A los veinte?
Marisol apretó los labios.
—Pues… se le habla, ¿no? —balbuceó—. Se le dice que no lo vuelva a hacer y ya.
Eduardo recordó de nuevo la frase de la radio. Como si el locutor estuviera ahí, sentado frente a él.
—No —dijo, convencido—. No es “y ya”. Algo tenemos que hacer. No quiero repetir lo mismo que viví con mi papá. No quiero que Diego crezca creyendo que los golpes son la forma de arreglar todo.
Marisol lo miró con mezcla de miedo y escepticismo.
—¿Y qué vas a hacer? ¿Llevarlo al psicólogo? No tenemos ni para arreglar la fuga del baño, Eduardo.
Él respiró profundo.
—No sé. Pero voy a buscar algo. Mañana voy a preguntar en la secundaria de Ximena. La otra vez vi un cartel pegado en la reja, de unos talleres para padres. A lo mejor…
Marisol rodó los ojos.
—Ay, talleres… Luego salen con cosas bien raras, viejo. Que que no les grites, que que los escuches, que que los dejes decidir… Y uno termina como sirviente de los chamacos.
Eduardo volteó a verla, serio.
—Pues aunque sea quiero escuchar qué dicen. Porque así como vamos, esto se nos va a salir de las manos.
Marisol se quedó callada. No estaba convencida, pero tampoco tenía fuerzas para discutir más.
—Haz lo que quieras —dijo al final—. Nomás no me vayas a dejar como la mala, ¿eh?
Y se metió al cuarto.
Eduardo se quedó un rato más, escuchando de fondo las risas lejanas de los vecinos y el motor de una moto que pasaba. Sintió un cansancio viejo, de esos que no vienen sólo del trabajo, sino de la vida.
La violencia no se corrige sola, recordó. Necesita guía, presencia y límites claros.
Se preguntó si de verdad sería capaz de ofrecer eso, cuando nadie se lo había enseñado.
Al día siguiente, al dejar a Ximena en la secundaria, vio el cartel pegado en la reja de la entrada: “Taller gratuito para madres y padres: Límites sin violencia. Organiza DIF Iztapalapa y Escuela para Familias.”
Debajo, el horario: sábados, 10 a.m. Salón de usos múltiples.
Eduardo se quedó mirándolo, sintiendo una mezcla rara de vergüenza y curiosidad.
—¿Qué ves, pa? —preguntó Ximena, ajustándose la mochila.
—Nada, hija. Un cartel —respondió rápido.
Ella siguió con la mirada y leyó en voz alta.
—“Límites sin violencia”… —dijo—. A la mamá de Sofi la mandaron ahí porque le gritaba bien feo a sus hijos. Sofi me contó que se enojó un buen, que decía que no necesitaba que nadie le enseñara a educar.
Eduardo tragó saliva.
—¿Y luego? —preguntó.
—Pues… dice Sofi que como que sí cambió poquito —respondió Ximena—. Antes le aventaba el chanclazo en frente de todos, y ahora ya no. Nomás les hace cara de “ya verás en la casa”. —Soltó una risita.
Eduardo no supo si reír también o no.
—¿Tú crees que…? —empezó a decir, pero se detuvo.
—¿Qué? —preguntó Ximena, mirándolo con curiosidad.
—Nada, hija. Que… a lo mejor me doy una vuelta el sábado.
Ximena frunció el ceño.
—¿Tú, a un taller de papás? —preguntó, entre sorprendida y divertida.
Eduardo se encogió de hombros.
—Pues… alguien tiene que aprender a lidiar con tu hermano, ¿no?
Ximena sonrió un poco.
—Sería raro, pero estaría chido —dijo—. Luego los papás creen que ya se las saben todas.
Él sintió un pequeño pinchazo de orgullo, pero también algo parecido a esperanza.
—Vete, hija. Se te hace tarde —dijo, dándole un beso en la frente.
Cuando Ximena se fue, se quedó un momento más viendo el cartel. Luego le tomó una foto con su propio celular. No quería admitirlo, pero un poco le daba miedo que los demás lo vieran anotando el número.
El sábado, Eduardo se paró temprano, se bañó, se puso su mejor pantalón de mezclilla y una playera casi sin manchas de grasa. Marisol lo miró desde la cama, confundida.
—¿A dónde vas tan arreglado? —preguntó, medio dormida.
—Al taller ese de padres —respondió él, mientras se ponía los tenis.
Marisol se talló los ojos.
—¿De verdad vas a ir? Pensé que se te iba a olvidar.
Eduardo se encogió de hombros.
—No se me olvidó —dijo, serio.
Diego, que estaba tirado en la sala con una cobija, viendo caricaturas, volteó.
—¿Vas a jugar fútbol, pa? —preguntó, al ver los tenis.
Eduardo lo miró.
—No —respondió—. Voy a aprender a ser mejor papá. A ver si así ya no me pegas.
Diego hizo una mueca, incómodo. No sabía si su papá estaba bromeando o hablando en serio.
—Yo no te pego —murmuró, bajito.
Eduardo pensó en responder algo, pero se contuvo.
—Luego platicamos —dijo solamente—. Pórtate bien con tu mamá.
Y salió.
El salón de usos múltiples olía a café de olla y pan dulce. Había unas veinte sillas doblables, acomodadas en círculo. Algunas madres hablaban entre ellas, con niños pequeños en brazos. Había pocos hombres. Eduardo se sintió fuera de lugar desde que cruzó la puerta.
Una mujer de unos treinta y tantos, de cabello rizado recogido en una coleta y lentes grandes, se acercó con una sonrisa.
—Buenos días —saludó—. Bienvenido. ¿Primera vez?
—Sí —respondió Eduardo, un poco cortado.
—Soy Lucía, psicóloga del DIF —dijo ella, tendiéndole la mano—. Gracias por venir. No todos los papás se animan.
Eduardo apretó su mano, incómodo.
—Pues… aquí andamos —respondió—. A ver qué aprendo.
Lucía asintió.
—Con eso basta por hoy —dijo—. Pasa, si quieres café hay en la mesa de allá. Vamos a empezar en unos minutos.
Eduardo tomó un vaso de café, más por tener algo en las manos que por ganas. Se sentó en una silla en la orilla del círculo, tratando de hacerse pequeño.
Cuando el taller comenzó, Lucía se presentó formalmente y pidió que cada quien dijera su nombre y por qué estaba ahí, si se sentían cómodos.
Eduardo tragó saliva cuando el turno se acercó. Escuchó historias de madres que venían porque sus hijos no les obedecían, porque los maestros se quejaban, porque sentían que se les “subían a las barbas”. Algunas admitían, en voz baja, que a veces se les “salía la mano”.
Cuando le tocó a él, se aclaró la garganta.
—Soy Eduardo —dijo, sin levantar mucho la mirada—. Trabajo en un taller mecánico. Tengo dos hijos. Vine porque… porque mi hijo me pegó.
Se hizo un silencio breve.
—¿Cuántos años tiene tu hijo, Eduardo? —preguntó Lucía, con tono neutro.
—Ocho —respondió él.
Algunas personas abrieron los ojos con sorpresa. Otros hicieron pequeños gestos de “ay, sí pasa”.
—Y… ¿cómo te sentiste? —continuó Lucía.
Eduardo pensó en el manotazo, en la mirada de Diego.
—Me ardió —dijo, sincero—. No tanto el golpe. Eso, la verdad, casi ni dolió. Pero aquí —se tocó el pecho— sí dolió. Me dio coraje. Y… vergüenza.
—¿Vergüenza de qué? —preguntó Lucía.
Eduardo dudó un momento.
—De sentir que lo he hecho tan mal que mi hijo cree que puede pegarme —respondió—. Y también vergüenza de que lo primero que me dieron ganas fue de regresarle el golpe. De hacer lo mismo que hacía mi papá conmigo.
Lucía asintió, despacio.
—Gracias por compartirlo —dijo—. Lo que estás diciendo le pasa a mucha gente, más de la que se anima a decirlo. Y justo de eso se trata este taller: de entender que cuando un hijo pega, no es algo “X” ni un detallito. Es una señal. No para que lo golpeemos más fuerte, sino para que pongamos límites claros y revisemos lo que está pasando en casa.
Eduardo escuchaba, pero la palabra “señal” le resonó. ¿Señal de qué?
Durante la siguiente hora, Lucía habló sobre cómo muchos niños usan el golpe como última herramienta cuando sienten que nadie los escucha o cuando han aprendido que así se resuelven las cosas. Explicó la diferencia entre autoridad y autoritarismo, entre miedo y respeto. Mostró algunos ejemplos de situaciones típicas: la tarea, el celular, las salidas.
Eduardo se fue reconociendo en varias de esas historias. No se sentía un monstruo, pero sí un hombre cansado que, muchas veces, reaccionaba con gritos y portazos cuando sus hijos lo desbordaban.
—La violencia no se corrige sola —repetía Lucía, subrayando las palabras—. La idea de que “con el tiempo se le va a quitar” es falsa. Al contrario: si un niño entiende que pegar funciona para conseguir lo que quiere, lo va a repetir. Por eso necesitamos estar presentes, poner límites firmes, pero sin golpes, sin humillaciones.
Una madre levantó la mano.
—¿Y cómo le hago si ya me falta el respeto? —preguntó—. Mi hijo hasta groserías me dice. Si no le grito, no me hace caso.
Lucía sonrió, con empatía.
—No se trata de dejar de poner límites, sino de cambiar la forma —respondió—. Vamos a ver estrategias concretas. Pero lo primero es una decisión interna: “no voy a responder violencia con más violencia”. Suena fácil, pero no lo es, sobre todo cuando crecimos en hogares donde el golpe era lo normal.
Eduardo sintió que esas palabras eran para él.
Al final del taller, Lucía repartió unas hojas con ejercicios para la semana: observar situaciones en las que sus hijos se enojaran, anotar qué hacían ellos como padres, cómo respondían, y pensar en una alternativa sin gritos ni golpes.
—No esperamos perfección —dijo Lucía antes de despedirlos—. Esperamos presencia. Que no se hagan de la vista gorda. Que no normalicen la violencia, ni la de ellos hacia ustedes, ni la de ustedes hacia ellos. Lo que no se corrige hoy, se vuelve más grande mañana.
Eduardo guardó la hoja en la bolsa del pantalón. De camino a casa, pensó en Diego, en sus berrinches, en el celular, en cómo muchas veces él mismo había soltado un manotazo en la mesa para “callarlo”.
Tal vez Diego sólo estaba copiando lo que veía.
Los días siguientes fueron difíciles.
Eduardo intentó hablar con Diego el domingo por la tarde.
El niño estaba en el cuarto, tirado en la cama, viendo videos en el celular que Marisol le había devuelto “para que no diera lata”.
Eduardo se recargó en el marco de la puerta.
—¿Puedo pasar? —preguntó.
Diego encogió los hombros.
—Ya estás adentro —murmuró, sin despegar la vista de la pantalla.
Eduardo respiró hondo.
—Quiero hablar contigo de lo que pasó el otro día —dijo.
Diego hizo una mueca.
—¿De qué? —preguntó, aunque sabía perfectamente.
—De cuando me pegaste —respondió Eduardo.
El niño apretó los labios.
—Tú me querías quitar mi celular —dijo, a la defensiva.
—Sí —admitió Eduardo—. Porque era hora de cenar y no estabas comiendo. El celular no va en la mesa, Diego.
—Pero yo quería terminar mi partida —reclamó—. Siempre me quieres quitar las cosas.
Eduardo se sentó al borde de la cama, con cuidado.
—Escúchame bien —dijo, tratando de hablar despacio—. Entiendo que estabas enojado. En serio lo entiendo. Pero pegar no es opción. Nunca. A nadie. Ni a tu hermana, ni a tu mamá, ni a mí. Menos a mí.
Diego cruzó los brazos.
—Tú también pegas a veces —soltó, alzando la mirada por primera vez—. Cuando te enojas, le pegas a la mesa, a la puerta. A veces me das un zape.
Eduardo sintió que algo se le hundía en el pecho.
—Tienes razón —admitió, tragando saliva—. Y eso no está bien. Te pido perdón por las veces que te he pegado o que he gritado de más.
Diego lo miró, confundido.
—¿Me pides perdón? —repitió.
—Sí —dijo Eduardo—. Porque los papás también nos equivocamos. Pero que yo me haya equivocado no justifica que tú me pegues. Lo que vamos a hacer es cambiar los dos. Yo voy a trabajar para ya no pegar ni gritarte. Y tú vas a aprender a decir lo que sientes sin golpes. ¿Va?
Diego se quedó callado un momento. No estaba acostumbrado a que un adulto le pidiera perdón. Algo en él se ablandó, aunque no lo mostrara del todo.
—¿Y si me enojo mucho? —preguntó, en voz baja.
—Entonces me lo dices —respondió Eduardo—. “Estoy muy enojado, pa”. Y si necesitas irte al cuarto un rato, te vas. Pero no me pegas.
Diego bajó la mirada.
—No quiero que te enojes conmigo —susurró.
—Me voy a enojar a veces —dijo Eduardo—. Así son las familias. Pero enojado o no, te quiero. Eso no cambia. Lo que sí cambia es que no voy a dejar pasar que me faltes al respeto con golpes. Ahí sí me vas a ver muy serio, pero sin pegarte.
Diego asintió, despacito. No estaba convencido del todo, pero tampoco quería que su papá se fuera del cuarto enojado.
—Bueno —murmuró—. Ya no te voy a pegar.
Eduardo sonrió un poco.
—Te lo voy a recordar si se te olvida —dijo—. Y tú me recuerdas si yo grito de más.
Por primera vez en mucho tiempo, Diego soltó una risita genuina.
—Va —respondió.
El problema fue que la vida real no se parecía a las hojas del taller ni a las conversaciones tranquilas.
El lunes, Diego regresó de la primaria con una nota grapada en la libreta.
—Que viene de parte de la maestra —dijo Marisol, con el ceño fruncido—. ¿Qué hiciste ahora?
Diego se encogió de hombros.
—Nada —murmuró.
Eduardo tomó la libreta y leyó en voz alta:
“Estimados padres de familia: el día de hoy Diego empujó y golpeó a un compañero durante el recreo. Ya habíamos tenido incidentes similares. Es importante que platiquen con él sobre el respeto y la resolución pacífica de conflictos. Atentamente, Profa. Teresa.”
Eduardo sintió una punzada en el estómago.
—¿Golpeaste a un compañero? —preguntó, mirándolo fijo.
Diego apretó los labios, listo para defenderse.
—Él empezó —dijo—. Me dijo “enano llorón” porque no me salió un gol. Y luego me empujó.
—¿Y entonces tú…? —insistió Eduardo.
—Yo nomás me defendí —respondió Diego—. Le di un empujón y… pues se cayó.
Marisol resopló.
—Siempre es lo mismo contigo —se quejó—. Desde el kínder te andas peleando. ¿Qué no puedes portarte como los demás niños?
Diego se sintió pequeño, atacado. Sus manos se cerraron en puños, pero se acordó de la plática con su papá. No quería volver a pegarle. Pero en la escuela… era diferente.
Eduardo respiró hondo.
—A ver, Diego —dijo—. Vamos a hacer algo. No te voy a gritar. No te voy a pegar. Pero tampoco voy a hacer como que no pasó nada. Golpear a tus compañeros no se vale. Mañana voy a ir contigo a hablar con la maestra.
Diego abrió mucho los ojos.
—¿Conmigo? —preguntó, alarmado—. No, pa, qué pena.
—Pues ni modo —respondió Eduardo—. Yo también tengo que hacerme responsable. No se trata de regañarte aquí y ya. Se trata de entender qué está pasando.
Marisol lo miró como si estuviera hablando en otro idioma.
—¿Y qué le vas a decir a la maestra? ¿Que nuestro hijo es agresivo? —preguntó—. Se va a quedar con la idea.
Eduardo negó con la cabeza.
—Le voy a decir que estamos trabajando en eso —respondió—. Que no lo estamos dejando pasar.
Marisol chasqueó la lengua.
—Ay, Eduardo… —murmuró, cansada.
Al día siguiente, Eduardo se presentó en la primaria, con Diego al lado, arrastrando la mochila.
La profesora Teresa —una mujer de unos cuarenta años, lentes al borde de la nariz, expresión severa pero cansada— los recibió en el salón vacío, después de la salida.
—Buenas tardes —saludó Eduardo—. Vengo por la nota que nos mandó sobre Diego.
La maestra asintió.
—Gracias por venir, señor Eduardo —dijo—. No todos los padres se toman el tiempo. La verdad es que Diego es muy listo, pero también muy impulsivo. Cuando algo no sale como él quiere, reacciona con golpes.
Diego bajó la mirada, sintiendo que lo exhibían.
—Estamos trabajando en eso —respondió Eduardo—. En casa… también hemos tenido situaciones. No quiero justificarlo, pero sí quiero que sepa que no lo estoy dejando pasar.
La maestra lo miró con interés.
—¿El taller del DIF? —preguntó—. He oído que varios papás están yendo.
Eduardo se sorprendió.
—Sí —respondió—. Apenas voy empezando, pero quiero cambiar las cosas.
La maestra respiró hondo.
—Mire, señor —dijo—. Yo no quiero etiquetar a Diego como “el niño problema”. Pero también tengo treinta y cinco alumnos. Cuando uno golpea, los demás se fijan. Si no ponemos un alto, se convierte en ejemplo.
Eduardo asintió.
—Entiendo —dijo—. ¿Qué propone?
La maestra lo pensó un momento.
—Quiero que Diego se responsabilice de lo que hizo —respondió—. Le pedí que le pidiera disculpas a su compañero, pero lo hizo murmurando y con mala cara. Necesitamos que entienda que pegar no es forma. ¿Podría hablar con él usted también? Que le quede claro que usted está de acuerdo en que haya consecuencias.
Eduardo volteó a ver a su hijo.
—Diego —dijo—. ¿Quieres decir algo?
El niño sintió que la cara le ardía.
—No quería tirarlo —murmuró—. Nomás… me dio coraje.
—Sentir coraje no te da permiso de pegar —dijo la maestra, sin dureza, pero sin suavizar—. Todos nos enojamos. La diferencia está en cómo reaccionamos.
Eduardo se inclinó un poco hacia su hijo.
—Hijo —dijo—. ¿Te acuerdas de lo que hablamos? De decir lo que sientes sin golpes.
Diego asintió, apenas.
—Pues hoy vas a practicar —continuó Eduardo—. Vas a hablar con tu compañero, le vas a decir que te equivocaste. Y aquí la maestra y yo vamos a estar. No te voy a regañar delante de él, ni te voy a pegar después. Pero sí voy a estar contigo, porque esto es importante.
Diego tragó saliva. No le gustaba la idea de disculparse. Pero tampoco quería ver esa mezcla de tristeza y coraje en la cara de su papá.
La maestra llamó al otro niño, un pequeño de lentes llamado Luis. Cuando entró al salón y vio a Diego, frunció el ceño.
—No quiero que me vuelva a pegar —dijo, antes de que nadie hablara.
—No te va a volver a pegar —respondió Eduardo—. ¿Verdad, Diego?
Diego sintió las piernas flojas.
—Perdón —dijo, casi sin voz.
—Más fuerte —pidió la maestra, pero sin regaño.
Diego inspiró.
—Perdón, Luis —repitió, esta vez mirando al otro niño—. No quería tirarte. Me enojé.
Luis lo miró, dudando.
—Mi mamá se enojó mucho —dijo—. Dijo que si me volvían a pegar iba a venir a la escuela a gritar.
—Y tiene razón en enojarse —admitió Eduardo—. Si le vuelves a pegar, voy a hablar con tu mamá y con la dirección. No porque quiera castigarte, sino porque esto es serio, hijo.
Diego sintió el peso de esas palabras. No eran amenazas vacías. Sonaban a límites reales.
Luis, después de unos segundos, se encogió de hombros.
—Bueno —dijo—. Pero ya no me pegues, ¿sí?
Diego asintió.
—Ya no —prometió.
En casa, sin embargo, no todo era tan ordenado.
Esa misma semana, en una comida familiar por el cumpleaños de la abuela Doña Chela, la situación se desbordó.
Habían ido al pequeño departamento de la abuela, también en Iztapalapa. Los tíos, los primos, las tías gritonas, el pastel de tres leches, el pozole servido en platos de plástico. Los niños corrían por el pasillo estrecho, chocando con sillas, tirando globos.
En un momento, Diego y su primo Brandon, de nueve años, empezaron a jugar luchitas en la sala. Nadie les hizo mucho caso, hasta que el juego dejó de ser juego: un empujón más fuerte, un codazo sin medir, un grito.
—¡Ay! —chilló Brandon—. ¡Me pegaste en la cara, güey!
—Tú empezaste —respondió Diego, en automático.
Brandon se le lanzó encima. Empezaron a jalonearse de verdad. En menos de un minuto, Brandon cayó sobre la mesita del centro, tirando un vaso de refresco que se quebró en el piso. El ruido hizo que todos voltearan.
—¡Ya estuvo, chamacos! —gritó la tía Lorena, levantándose de la silla—. ¡Siempre igual ustedes!
Corrió hacia ellos y, sin pensarlo dos veces, le soltó un manazo en la cabeza a Brandon.
—¡Te dije que no jugaras aquí! —le gritó—. ¡Siempre con tus cosas!
La abuela Chela se levantó también, alarmada.
—¡No le pegues al niño en frente de todos! —regañó a su hija—. Luego por eso anda todo respondón.
Eduardo, que venía del baño, vio a Diego con los puños cerrados, temblando de coraje.
—¡Él tuvo la culpa! —gritaba Diego—. ¡Él me empujó primero!
Los adultos comenzaron a discutir entre sí, cada quien defendiendo a su hijo, sin escuchar realmente.
—Pues el tuyo siempre anda bien agresivo —soltó la tía Lorena, mirando a Eduardo—. Desde chiquito empuja, avienta, muerde. Tienen que ponerle un alto, primo, porque después va a creer que puede pegarle a cualquiera, hasta a ustedes.
La frase le pegó a Eduardo donde más le dolía. Sintió cómo la sangre se le subía a la cara.
—Estamos trabajando en eso —respondió, tratando de mantener la calma—. Y no, no puede pegarle a cualquiera.
Diego los escuchaba, sintiéndose el centro del huracán. El ruido se mezclaba: los gritos de los adultos, el llanto de Brandon, los reclamos de la tía, los suspiros de la abuela.
De pronto, Diego sintió que no aguantaba más. Agarró un plato de plástico con pozole que estaba a media mesa y lo aventó contra la pared. El pozole se esparció, manchando la pintura.
Todos se quedaron en silencio un segundo.
—¡DIEGO! —rugió Marisol, furiosa—. ¡¿Qué te pasa?! ¡Mira lo que hiciste, chamaco!
Se levantó de golpe, con intención clara de darle una nalgada frente a todos.
Eduardo, instintivamente, se interpuso.
—¡Ya! —dijo, alzando la mano, pero no para golpear, sino para detener a Marisol—. ¡No lo vas a golpear aquí delante de todos!
Marisol lo miró, indignada.
—¡No me digas qué hacer con mi hijo! —gritó—. ¡Si no entiendes con palabras, entiende con golpes! ¡Así nos educaron a nosotros!
La abuela Chela se llevó la mano a la boca.
—Ay, hijos… —susurró—. No se peleen.
Eduardo sintió que el corazón se le salía del pecho. Todos lo miraban. La tía Lorena, con cara de “ya ves”, los primos en silencio, los niños con los ojos enormes.
Diego estaba jadeando, como si hubiera corrido un maratón. Tenía lágrimas en los ojos, pero no de tristeza: de rabia.
En la mente de Eduardo, la escena se partió en dos tiempos: el presente y un recuerdo.
Recordó cuando tenía diez años y había tirado sin querer la cazuela del mole que su mamá había hecho para la fiesta de un tío. Su papá lo había jalado del brazo, lo había sacado a la calle y le había pegado con el cinturón frente a los vecinos. Recordó la vergüenza, el ardor en las piernas, las risas de algunos.
Podía repetir la historia, casi paso por paso.
O podía hacer algo distinto.
Respiró hondo. Muy hondo.
—Diego —dijo, con la voz lo más firme que pudo—. Vámonos. Ahorita. No vas a quedarte aquí como si nada. Vamos a hablar tú y yo en la casa.
Diego lo miró, desconfiado.
—¿Me vas a pegar? —preguntó, en un hilo de voz.
La pregunta le dolió más que cualquier golpe.
—No —respondió Eduardo—. Pero tampoco voy a dejar que sigas aventando cosas y rompiendo cosas. Vámonos.
Marisol frunció el ceño.
—¿Y el pastel? —preguntó, como si eso fuera lo más importante.
—El pastel puede esperar —respondió Eduardo—. Nuestro hijo no.
Hubo murmuraciones, comentarios a media voz. Pero él ya no los escuchó. Tomó a Diego del hombro —no con violencia, pero tampoco con caricias— y lo dirigió hacia la puerta.
Diego se dejó llevar, aún temblando.
De regreso en el departamento, el silencio era espeso.
Diego se sentó en el sillón, encogido. Eduardo se quedó de pie frente a él.
—Lo que hiciste en casa de la abuela fue muy grave —empezó Eduardo—. Aventar un plato, tirar la comida… Podías lastimar a alguien con eso. Y además, humillaste a tu abuela en su fiesta.
Diego bajó la mirada, pero no dijo nada.
—No te voy a pegar —continuó Eduardo—. Y no te voy a gritar. Pero sí va a haber consecuencias. No vas a usar el celular en toda la semana. Ni videojuegos. Ni tablet. Y vas a ayudar a tu abuela a limpiar la pared, mañana, cuando vayamos a disculparnos.
Los ojos de Diego se llenaron de lágrimas.
—¡No! —gritó—. ¡Es injusto! ¡Brandon también me pegó y a él no le hacen nada!
Eduardo apretó los puños, conteniendo el impulso de gritar “¡BASTA!”.
—Lo que haga tu tía con Brandon es asunto de ellos —dijo, lo más calmado que pudo—. Lo que tú haces, y lo que yo hago contigo, es lo que me toca. En esta casa ya no vamos a arreglar nada con golpes. Pero tampoco sin límites.
Diego se levantó de golpe.
—¡Te odio! —soltó, con la cara roja—. ¡Siempre estás conmigo! ¡Siempre me regañas a mí! ¡Ximena sí puede hacer lo que quiera!
Eduardo sintió el golpe de esas palabras. No era un golpe físico, pero dolía igual.
—Entiendo que estés enojado —respondió—. Pero no acepto que digas que me odias. Estás molesto conmigo, eso sí. Y está bien. Puedes enojarte. Lo que no puedes es aventar cosas, pegar o decir “te odio” a la primera. Eso no.
Diego lo miró con rabia, con lágrimas escurriendo.
—¡Entonces no quiero hablar contigo! —gritó—. ¡Déjame en paz!
Y se encerró en su cuarto de un portazo.
Eduardo se quedó ahí, parado, escuchando cómo el niño lloraba al otro lado de la puerta.
Por dentro, algo en él también quería llorar. Se sintió un fracaso, un improvisado.
¿De qué sirve ir al taller si esto sigue así? pensó.
Pero luego recordó algo que Lucía había dicho la semana anterior: “Cuando empezamos a poner límites distintos, los niños muchas veces se descontrolan más al principio. No porque esté saliendo mal, sino porque el sistema está cambiando. La clave es sostenerse: ni ceder por culpa, ni explotar.”
Se sentó en la mesa del comedor, se llevó las manos a la cara y respiró.
No iba a ser fácil. Pero al menos estaba intentando una ruta diferente.
Con el tiempo, Eduardo empezó a asistir cada sábado al taller. Fue conociendo a otros padres que, como él, cargaban historias de golpes hacia atrás y hacia adelante: lo que recibieron de niños, lo que habían dado sin pensar a sus propios hijos.
Lucía insistía una y otra vez:
—Poner límites no es ser “mala onda”. Es decirle al niño: “te quiero lo suficiente como para no dejar que destruyas lo que hay a tu alrededor, ni que te destruyas tú.” Y esos límites tienen que ser claros, constantes e iguales para todos en casa.
Eduardo se dio cuenta de que había sido duro con Diego, pero permisivo con Ximena en algunas cosas. Que a veces cedía por cansancio, que otras explotaba por estrés.
Empezó a hacer pequeños cambios: quitar el celular de la mesa a la hora de comer —incluyendo el suyo y el de Marisol—, establecer horarios para los videojuegos, apagar la televisión una hora antes de dormir.
No todo salió bien. Hubo días en que terminó gritando, otros en los que cedió más de lo que quería. Pero poco a poco, algo empezó a moverse.
Diego siguió teniendo arranques, pero cada vez eran menos destructivos. Empezó a usar palabras como “estoy muy enojado” o “no me gusta” en lugar de ir directo al manotazo. A veces se le olvidaba y levantaba la mano, pero Eduardo estaba ahí, atento, sujetando la muñeca antes de que el golpe saliera, mirándolo a los ojos.
—No —decía—. Acuérdate. No pegamos.
Y luego lo guiaba a respirar, a calmarse. No siempre funcionaba, pero a veces sí. Y esos “a veces” eran pequeñas victorias.
Marisol al principio se resistía. Decía que eran “cosas de psicólogos”, que en la vida real no había tiempo para tanta delicadeza. Pero un día, al ver a Diego detenerse a medio berrinche, respirando agitado pero sin aventar nada, algo en ella hizo clic.
—¿Y si sí está sirviendo? —se preguntó, en silencio.
Poco a poco, empezó también a escuchar los audios que Lucía mandaba por WhatsApp al grupo de padres. Empezó a corregir frases como “si sigues llorando te voy a dar una buena” por otras como “entiendo que estás llorando, pero no te voy a contestar mientras me grites”.
No fue magia. Hubo recaídas, gritos, portazos. Pero la dirección había cambiado.
El momento más duro llegó un jueves por la noche, varias semanas después.
Eduardo tuvo un día especialmente difícil en el taller. Un coche no quedaba, el jefe lo regañó, un cliente se puso pesado y le dijeron que, si seguían los errores, iban a recortar gente. Llegó a la casa con la cabeza hecha un nudo.
Al abrir la puerta, encontró la sala hecha un desastre: juguetes tirados, la mochila de Diego abierta, la televisión a todo volumen, el celular de Diego en sus manos. El reloj marcaba las diez de la noche.
—¿Por qué no estás dormido? —rugió, sin filtro.
Diego pegó un brinco.
—Mamá dijo que ahorita —balbuceó.
Marisol estaba en el cuarto, hablando por teléfono con una amiga.
Eduardo sintió que se le juntaban todos los corajes del día.
—¡Quedamos en que a las nueve se apagaban las pantallas! —gritó—. ¿Qué no entiendes, Diego?
El niño, ya a la defensiva, replicó:
—Tú llegaste tarde. No te toca mandar.
Fue como echarle gasolina al fuego.
Eduardo sintió la rabia subirle de golpe, sin pasar por el filtro de lo aprendido.
—¡Mira cómo me hablas! —gritó, dando un paso hacia él—. ¡Siempre haciéndote el chistoso, el respondón!
Diego se hizo hacia atrás, con los ojos muy abiertos. El rostro de su papá era el de antes, el de los gritos.
—Pa… —murmuró, asustado—. No me pegues…
Eduardo levantó la mano. La levantó de verdad. Sintió los dedos tensos, la palma lista. Un milímetro más y habría cruzado la línea.
En ese instante, como un eco en su cabeza, escuchó la voz de Lucía: “La violencia no se corrige sola. Necesita que alguien decida frenarla, aunque tenga toda la ‘justificación’ del mundo para repetirla.”
La mano se quedó en el aire.
Por un segundo, el silencio fue absoluto.
Luego, en lugar de bajar la mano sobre Diego, Eduardo la bajó sobre su propia pierna, dejándola caer al costado. Se dio la vuelta, jadeando. Sintió que se le iba el aire.
Se apoyó en la pared y resbaló hasta quedar sentado en el piso, en la esquina de la sala.
Diego lo miraba, confundido, temblando todavía.
—Pa… —volvió a decir, esta vez en voz más suave.
Eduardo se cubrió la cara con las manos. No lloró a gritos, pero las lágrimas se le escaparon silenciosas.
—Estuve a nada… —murmuró—. A nada, Diego.
El niño se acercó con cautela, como quien se acerca a un animal herido.
—No te pegué, ¿viste? —dijo Eduardo, levantando al fin la mirada—. Te grité, sí. Y eso no está bien. Pero no te pegué. No quiero pegarte nunca más.
Diego se le quedó viendo, con el corazón latiéndole fuerte.
—Yo… yo también quería pegarte —confesó—. Cuando gritaste. Pero me acordé que dijiste que no. Y… se me quedaron las manos así —enseñó sus puños apretados.
Eduardo soltó una risa triste.
—Los dos frenamos en seco —dijo—. Ganamos los dos.
Diego frunció el ceño.
—¿Ganamos? —preguntó.
—Sí —asintió Eduardo—. Le ganamos a eso que nos quiere hacer pegar, que nos quiere hacer repetir lo que vimos. No fue perfecto, pero hoy ganamos.
Diego dudó un momento y luego se sentó a su lado, en el piso.
—¿Sigues enojado conmigo? —preguntó.
—Sí —admitió Eduardo—. Un poco. Porque rompiste la regla del horario. Pero también estoy orgulloso. Porque no me pegaste. Y yo no te pegué.
Se quedaron así, un momento, respirando juntos.
—Vamos a hacer algo —propuso Eduardo—. Apagamos todo, te lavas los dientes, te vas a dormir. Mañana vemos qué consecuencia ponemos. Hoy ya estamos muy cansados los dos para decidir bien.
Diego asintió, aliviado.
—Va —dijo.
Y esa noche, por primera vez en mucho tiempo, Eduardo se durmió con la sensación de que, aunque había estado a punto de caer, se había sujetado de algo distinto al cinturón con el que lo habían criado.
Pasaron los meses.
No hubo un día mágico en el que todo se arreglara, pero sí hubo una acumulación de pequeños cambios.
Diego seguía siendo un niño impulsivo, pero ya no andaba repartiendo golpes como antes. En la escuela, las notas de la maestra sobre incidentes de violencia empezaron a espaciarse. En las reuniones de padres, la profesora Teresa comentaba que estaba “más tranquilo, más dispuesto a dialogar”.
En casa, las peleas existían, pero con menos gritos. El celular seguía siendo motivo de conflicto, pero ahora había reglas más claras: horarios, lugares, consecuencias acordadas.
Marisol, poco a poco, empezó a admitir que los golpes que había recibido de niña no la habían hecho más fuerte, sino más miedosa. Un día, incluso, se animó a ir con Eduardo al taller de padres. Se sentó al fondo, con los brazos cruzados al principio, como a la defensiva. Pero bastaron dos o tres testimonios de otras madres para que sus ojos se llenaran de lágrimas.
—Nunca me habían pedido que pensara en cómo me sentía yo de niña cuando me pegaban —dijo, al final de la sesión—. Siempre me dijeron que “era por mi bien”. Y nunca se sintió como “bien”.
Lucía la escuchó, con respeto.
—Y hoy tú tienes la oportunidad de hacer que tus hijos no tengan que tragarse esa misma frase —respondió.
Marisol no cambió de un día para otro, pero sí empezó a detener la mano cuando quería soltar la nalgada automática. A veces fallaba, y se arrepentía. Aprendió a pedir perdón también. No era fácil: sentía que perdía autoridad. Pero veía cómo, poco a poco, la mirada de sus hijos cambiaba, de miedo desconfiado a respeto verdadero.
En una de las últimas sesiones del taller, Lucía les pidió que pensaran en la frase con la que querían cerrar su historia familiar, esa historia de golpes normalizados.
Eduardo levantó la mano.
—Yo quiero que mis hijos digan, cuando sean grandes: “Con mi papá también hubo gritos, también hubo errores… pero un día decidió cambiar. Y no se quedó igual.” —dijo—. Quiero que, si alguna vez recuerdan un golpe, recuerden más fuerte el día en que esa cadena se rompió.
Lucía sonrió.
—Las cadenas no se rompen de un jalón —respondió—. Se astillan, se abren, se desgastan. Pero lo importante es que, en tu familia, ya no se están reforzando. Y eso, Eduardo, es enorme.
Eduardo pensó en Diego, en Ximena. Pensó en la noche del manotazo en el comedor, en el plato de pozole contra la pared, en el casi-golpe que no llegó. Pensó también en las veces que prefirió hablar, respirar, aguantar la tentación de repetir.
Recordó la frase que había escuchado ese primer día, en la radio: “Si tu hijo te pega, no lo tomes a la ligera. Ese es el momento perfecto para actuar…”
Ahora entendía que “actuar” no significaba regresar el golpe con más fuerza, ni gritar “aquí mando yo”. Significaba detenerse, mirarse hacia adentro y decidir algo distinto.
Una noche, ya casi un año después de aquel primer manotazo, estaban los cuatro cenando en la mesa.
La sopa, el agua fresca, las tortillas envueltas en un trapo. Los celulares, todos, descansaban en un pequeño canasto sobre la barra de la cocina. Esa había sido una regla nueva: en la mesa no había pantallas.
—Hoy en la escuela un niño me empujó —contó Diego, entre bocados—. Porque dije que el América era mejor que el Cruz Azul.
Ximena soltó la carcajada.
—Pues claro que te empujó —dijo—. ¡Por mentiroso!
Diego hizo cara de ofendido, pero se rió también.
Eduardo lo miró.
—¿Y qué hiciste? —preguntó, no con tono de interrogatorio, sino de interés genuino.
Diego se encogió de hombros.
—Sentí que le quería pegar —admitió—. Pero… me acordé de que la miss dijo que antes de hacer algo contáramos hasta diez. Conté hasta diez… bueno, hasta seis —se corrigió, honesto—. Y luego mejor le dije que nada más era un juego.
Marisol sonrió, orgullosa.
—¿Y funcionó? —preguntó.
—Pues sí —dijo Diego—. Ya luego nos pusimos a jugar fútbol otra vez. Me ganó, pero no me empujó.
Eduardo sintió un calor extraño en el pecho, algo parecido a felicidad mezclada con alivio.
—¿Te das cuenta de lo que hiciste? —dijo—. Cambiaste el golpe por palabras. Eso es bien grande, hijo.
Diego sonrió, intentando disimular el orgullo.
—Ximena también me ayudó —agregó—. El otro día me dijo que pegar es de gente que no sabe qué decir. Que mejor diga lo que siento.
Ximena se hizo la ofendida.
—Ay, ya, cállate —murmuró, pero se le notaba la sonrisa.
Eduardo miró a sus tres amores: Marisol, Ximena y Diego. La luz del foco seguía parpadeando de vez en cuando, los ladridos de los perros se colaban por la ventana, el pregón del tamalero sonaba a lo lejos. Nada era perfecto. No vivían en un anuncio de televisión. Había cuentas por pagar, problemas en el trabajo, tareas pendientes.
Pero algo sí era distinto: en esa mesa, los golpes ya no eran el idioma principal.
Eduardo recordó al niño de ocho años que le había pegado aquella noche, y al hombre que casi responde con la misma moneda. Recordó al Eduardo que se sentía atrapado, destinado a repetir.
Y miró al Eduardo de ahora, cansado pero consciente, dispuesto a seguir aprendiendo.
La violencia no se corrige sola, pensó. Pero sí se puede corregir, si alguien se atreve a ver de frente el golpe de su hijo y decide que ese es el último “aviso” antes de cambiar el rumbo.
Diego, sin darse cuenta de los pensamientos de su padre, estiró la mano hacia el canastito de los celulares.
—¿Ya acabamos de comer? —preguntó—. ¿Puedo ver mis videos?
Eduardo sonrió.
—Sí —respondió—. Pero acuérdate del horario. Media hora y luego a la tarea.
—Va —dijo Diego, agarrando el celular—. Pero te voy a enseñar un video, pa. Hay uno de un señor que dice que si tu hijo te pega, no es chistoso. Que es momento de poner límites. Me acordé de ti.
Eduardo lo miró, sorprendido.
—¿De mí? —preguntó.
Diego asintió.
—Sí —dijo—. Porque tú sí me pusiste límites. Y ya no nos pegamos.
Las palabras fueron sencillas, pero para Eduardo sonaron como el final de una historia larga y el principio de otra.
Sonrió, con los ojos un poco brillosos.
—Entonces algo estamos haciendo bien —respondió.
Y mientras en la pantalla del celular comenzaba el video del “señor que hablaba de límites”, en la vida real, alrededor de esa mesa en Iztapalapa, una familia que había crecido entre golpes empezaba, por fin, a aprender a vivir sin que la violencia fuera el personaje principal.
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