Cuando los tanques de Patton superaron al propio Blitzkrieg y Eisenhower, mirando los mapas en silencio, pronunció la frase que convirtió aquella ofensiva relámpago aliada en leyenda dentro y fuera del alto mando

En el cuartel general aliado, el aire olía a café recalentado y a humo de cigarro. Las ventanas estaban cubiertas con cortinas gruesas para que la luz no delatara la posición del edificio. Solo unas lámparas amarillentas iluminaban los mapas extendidos sobre las mesas.

El teniente Robert Hayes, recién llegado al equipo de planificación, se inclinaba sobre uno de esos mapas, tratando de seguir con la vista una línea roja que parecía avanzar demasiado deprisa para ser real.

—No puede ser —murmuró, acercando la nariz a la tinta—. Ayer estaban aquí…

Señaló un punto en el papel, casi en la mitad de Francia.

—Y hoy —continuó, moviendo el dedo varios centímetros hacia el este—, dicen que están aquí.

Frunció el ceño. A su lado, el coronel Thompson, un hombre de mandíbula cuadrada y ojeras permanentes, observaba en silencio.

—Créalo, Hayes —dijo, al final—. Si hay alguien capaz de hacer avanzar tanques a esa velocidad por carreteras medio destruidas y campos llenos de barro, es Patton.

El nombre resonó en la sala como si estuviera cargado de electricidad. El general George S. Patton. El hombre de los cascos brillantes, las botas bien pulidas y las órdenes directas.

—Pero… los alemanes inventaron el Blitzkrieg —replicó el teniente—. Siempre hemos pensado que eran ellos los maestros del movimiento rápido.

Thompson soltó una breve carcajada, sin humor pero con cierta satisfacción.

—Pues parece que, por primera vez, alguien les está enseñando cómo se siente estar al otro lado —respondió—. Y el general Eisenhower quiere cada detalle.

Se giró hacia el otro extremo de la sala, donde un oficial de comunicaciones revisaba un nuevo mensaje.

—¿Y bien? —preguntó el coronel—. ¿Noticias desde el frente de Patton?

El operador levantó la vista, con una mezcla de cansancio y entusiasmo.

—Sí, señor. Más informes de avance. Algunos dicen que los tanques han llegado a puntos donde nuestro suministro casi no los alcanza.

—¿Se están quedando sin combustible? —intervino Hayes, alarmado.

El operador se encogió de hombros.

—Piden más. Pero no han reducido la velocidad.

Thompson negó con la cabeza, medio resignado, medio admirado.

—Ese hombre cree que la gasolina nace de su voluntad —murmuró.


A cientos de kilómetros de allí, el rugido de los motores era una sinfonía constante. En la torreta de un tanque Sherman, el sargento Jack Miller se sujetaba el casco mientras el vehículo saltaba sobre un bache. El mundo exterior era una mezcla de polvo, viento frío y manchas borrosas de paisajes que pasaban a toda velocidad.

—¿Seguro que no estamos corriendo demasiado? —gritó el artillero, un chico de Texas al que todos llamaban “Lucky”—. Esto ya no es avanzar, es volar sin alas.

Jack miró por la mirilla, viendo la columna de tanques extendida delante y detrás de ellos. Eran como una serpiente de acero que se deslizaba por carreteras estrechas y pueblos arrasados.

—¿Te estás quejando de que vamos hacia delante demasiado rápido? —respondió, con una sonrisa torcida—. A principios de la guerra todos decían que los alemanes se movían como rayos. Ahora nos toca a nosotros.

El conductor, un joven de Chicago, añadió:

—De todas formas, si bajamos la velocidad, el viejo Patton nos alcanza a pie y nos arrastra él mismo.

Las risas resonaron dentro del tanque. Sabían que el general, aunque distante en los mapas, era una presencia constante en su manera de combatir. Sus discursos sobre avanzar, no dejar respiro al enemigo y mantener la presión se habían filtrado en cada rincón de la Tercera Armada.

El radio operador ajustó el volumen. Una voz crepitó en los auriculares:

—“Todas las unidades, mantengan el impulso. Repetimos: mantengan el impulso. El enemigo se repliega. No les den tiempo para reorganizarse.”

Jack asintió para sí mismo.

—¿Lo oyen? —dijo—. Si paramos, les damos tiempo. Y si les damos tiempo, nos enseñan otra vez lo que es una ofensiva relámpago.

Lucky murmuró:

—Solo que esta vez somos nosotros los que vamos por delante.


En el cuartel general, Eisenhower caminaba de un lado a otro, con las manos entrelazadas detrás de la espalda. Su mirada iba del mapa sobre la mesa a los reportes que llevaba un ayudante, y de ahí al gran reloj de pared que marcaba el paso del tiempo con un tictac insistente.

—¿Más noticias de Patton? —preguntó, sin detenerse.

El general Bedell Smith, su jefe de estado mayor, levantó un informe.

—Sí, señor. Sus avanzadas han sobrepasado las previsiones del plan original. En algunos sectores estaban destinados a llegar aquí en dos días —señaló un punto en el mapa— y ya informan desde esta zona de más al este.

Eisenhower se inclinó sobre el papel. Sus ojos recorrieron las flechas, los símbolos, los pequeños círculos que indicaban enfrentamientos, cruces de río, ciudades liberadas.

—¿Qué dicen los informes alemanes interceptados? —preguntó.

Smith sonrió levemente.

—Confusión. Están acostumbrados a ser ellos quienes descolocan con velocidad. Ahora se quejan de que no entienden cómo hemos logrado mover tanto material tan rápido. Algunos hablan de “tanques fantasmas” que aparecen donde no se los espera.

Eisenhower dejó escapar un suspiro. Había pasado años estudiando la manera en que el enemigo usaba el movimiento rápido y coordinado: el famoso Blitzkrieg. Tanques, infantería motorizada, aviación, todo combinado para golpear con fuerza y retirarse antes de que el rival pudiera reaccionar.

—Cuántas veces —comentó— tuvimos que estudiar sus ofensivas y preguntarnos cómo frenar algo así.

Se enderezó.

—Y ahora…

—Ahora —continuó Smith—, nuestros propios tanques se están moviendo más rápido de lo que ellos pueden seguir.

Hubo un silencio breve. Eisenhower se acercó a la ventana y, por un momento, apartó la cortina para ver el cielo gris sobre el cuartel general. No se veía el frente, no se veían los tanques ni el humo. Solo nubes.

—Envíeme los informes de logística —dijo, volviendo al mapa—. Si vamos a seguir corriendo, quiero saber si las ruedas de nuestro esfuerzo logístico pueden seguir girando a ese ritmo.

Smith asintió.

—Hay preocupación por el suministro de combustible y de munición —admitió—. Pero cada vez que alguien sugiere que Patton modere la velocidad, llega otro informe diciendo que han liberado otro pueblo, cruzado otro río, desbaratado otra línea.

Eisenhower apoyó ambas manos en la mesa.

—Ese hombre va a obligarnos a reinventar la palabra “avance” —murmuró.


Mientras tanto, en uno de los pueblos que Patton había dejado atrás tan rápido que casi parecía un sueño, una anciana francesa miraba cómo los soldados aliados repartían pan a los niños. El pueblo había cambiado de manos varias veces durante la guerra. Las paredes tenían marcas de disparos, y algunos edificios eran solo fachadas sostenidas por milagro.

Un joven soldado estadounidense, con uniforme polvoriento, se detuvo un momento para beber agua de su cantimplora. La anciana se le acercó, apoyándose en un bastón.

—¿Ya se van? —preguntó, en francés.

El soldado, que apenas entendía el idioma, reconoció la palabra “irse” y asintió.

—Sí, madame —respondió, con un acento torpe—. Los tanques… van hacia el este. Rápido.

La anciana miró la carretera por la que la columna seguía avanzando, levantando nubes de polvo.

—Durante años, el miedo llegó aquí como un trueno —dijo—. Hoy, por primera vez, la esperanza se mueve más deprisa.

El soldado no comprendió todas las palabras, pero sí la sonrisa que acompañaba la frase.


En el cuartel general, un nuevo mensaje llegó. El operador de radio lo transcribió con rapidez y se lo entregó a un capitán, que lo llevó directamente a Eisenhower.

El comandante supremo lo leyó, primero con la calma acostumbrada, luego con una ligera elevación de cejas.

—¿Qué dice? —preguntó Smith.

Eisenhower alzó la vista.

—Dice que los alemanes han intentado una contraofensiva rápida para cortar nuestra penetración —explicó—. Algo en la línea de sus antiguos golpes relámpago.

—¿Y?

—Y que las unidades de Patton ya habían pasado tan lejos cuando comenzó el intento, que la contraofensiva se quedó golpeando aire.

En la sala se hizo un silencio que no era de preocupación, sino de sorpresa.

—¿Un Blitzkrieg que se queda sin objetivo? —murmuró alguien.

Eisenhower dejó el papel sobre la mesa y se quedó pensando unos segundos. En su mente se mezclaban las clases de estrategia que había estudiado durante años con las imágenes recientes de líneas aliadas avanzando, ciudades liberadas, prisioneros de guerra enemigos mirando con desconcierto el ritmo de la ofensiva.

Por fin, habló:

—Díganle a Patton —dijo, despacio, eligiendo las palabras— que durante años el mundo creyó que los alemanes eran los dueños de la velocidad en la guerra.

Smith tomó nota.

—Añada —continuó Eisenhower— que hoy, al leer estos informes, veo algo diferente. Que sus tanques se han movido tan deprisa que han dejado atrás incluso la sombra de la palabra Blitzkrieg.

La sala guardó silencio, escuchando.

—Díganle —añadió, con una leve sonrisa, cansada pero sincera— que si sigue así, tendré que pedirle que reduzca la velocidad solo para que los mapas alcancen a dibujar lo que hace.

Algunos oficiales soltaron una risa breve. Era una broma, sí, pero también un elogio claro.

Smith levantó la vista.

—¿Eso es todo, señor?

Eisenhower miró nuevamente el mapa.

—No —dijo—. Escriba también que el valor está en cada tanque, en cada tripulación, en cada soldado que empuja hacia delante a pesar del cansancio. Que no se trata de rivalizar con el enemigo en su propio juego, sino de demostrar que la determinación y la coordinación también pueden tener su propia forma de relámpago.

Smith asintió, anotando las frases con rapidez.

—Y por último —concluyó Eisenhower—, díganle que, aunque los periódicos hablarán de generales, yo sé que la verdadera velocidad la ponen esos muchachos que ahora mismo están dentro de esos vehículos, mirando una carretera que no saben cómo terminará.


El mensaje tardó en llegar a la línea de frente. Viajó en forma de palabras radiadas, resumidas, traducidas y repetidas. Cuando, por fin, la esencia del mensaje llegó a oídos de Patton, este estaba de pie sobre el capó de un jeep, observando cómo su columna cruzaba un cruce de carreteras.

Un oficial joven se acercó con una libreta.

—General —dijo—, comunicación desde el cuartel general. Es de Ike.

Patton tomó la libreta y leyó. Sus labios se movieron un poco, siguiendo las palabras que Eisenhower había elegido. En su rostro, acostumbrado a la dureza, apareció algo parecido a una sonrisa de orgullo contenido.

—¿Así que hemos corrido más que el propio Blitzkrieg? —murmuró—. No está mal para un ejército que hace unos años aún estaba aprendiendo a subirse a un tanque.

Miró sus hombres: rostros cubiertos de polvo, uniformes arrugados, ojos cansados pero firmes.

—Transmitan esto a las unidades —ordenó—. Díganles que el cuartel general ha visto lo que hacen. Que el enemigo no entiende cómo nos movemos tan rápido, y que el único secreto es que ellos están corriendo por algo más que por ganar terreno: corren para acabar con esto y poder volver a casa.


En el interior de su tanque, el sargento Jack Miller escuchó la versión resumida del mensaje:

—“El comandante dice que hemos dejado atrás a la Blitzkrieg y que los mapas casi no pueden seguirnos.”

Jack soltó una carcajada.

—Pues que manden mapas más rápidos —respondió—. Mientras haya combustible y órdenes de seguir, avanzamos.

Pero cuando se quedó solo un momento, apoyó la cabeza en el frío metal interior y pensó en lo que significaba lo que acababa de oír. No eran solo palabras. Era la confirmación de que allá arriba, en oficinas llenas de papeles y relojes, alguien entendía lo que ellos estaban haciendo a riesgo de la vida.

Sintió un cansancio profundo, mezclado con una esperanza obstinada.

—Si seguimos así —susurró para sí mismo—, quizá esta carrera no sea interminable.


Con el tiempo, los historiadores contarían aquella fase de la campaña como un momento clave: cuando los aliados pasaron de resistir y responder a marcar el ritmo de la guerra. Hablarían de la coordinación, de la logística, de las decisiones de alto mando. Mencionarían nombres, fechas, operaciones.

Pero en el recuerdo de muchos, quedaría también la imagen de algo más sencillo: un comandante mirando un mapa, sorprendido de que sus propias flechas se movieran más deprisa de lo que la prudencia y los cálculos habían previsto.

Eisenhower no fue un hombre dado a exageraciones teatrales. Sus palabras, aquella tarde, quedaron guardadas solo en informes y en la memoria de quienes las escucharon: que por primera vez, los tanques aliados no corrían detrás de una ofensiva enemiga, sino por delante de ella. Que el mito de la velocidad alemana podía ser roto, no copiándolo, sino superándolo con disciplina y decisión.

Para Jack, para Lucky, para el conductor de Chicago, para tantos otros dentro de los tanques, aquella carrera fue sudor, preocupación por el siguiente bidón de gasolina, noches cortas y amaneceres entre humo.

Para los soldados alemanes que vieron pasar columnas de acero donde no esperaban encontrarlas tan pronto, fue una sacudida. Acostumbrados a golpear primero, se encontraron, de repente, calculando cómo frenar un empuje que parecía no cansarse.

Y para Eisenhower, sentado de nuevo frente a sus mapas al final de aquella jornada, fue la confirmación de algo que había querido creer desde el primer día: que, con tiempo, sacrificio y aprendizaje, era posible tomar las lecciones del enemigo y convertirlas en una ventaja propia.

Mirando las líneas que avanzaban hacia el este, pensó en las palabras que había enviado a Patton y sus hombres. No eran poesía, ni buscaban la posteridad. Eran, simplemente, un reconocimiento:

Que sus tanques, por unas semanas decisivas, habían corrido más rápido que el miedo.

Y eso, en tiempos de guerra, era mucho más que un detalle técnico. Era la diferencia entre ver el futuro como una pared o como una puerta que, por fin, empezaba a abrirse.