Pagué 85 mil dólares por la universidad de mi hija; cuando necesité 500 pesos, firmó un papel y se quedó con mi casa


Cuando uno es papá, nadie te dice que el corazón no sólo se rompe por amores, sino por hijos.

Yo me llamo Julián García, tengo 56 años y una casa vieja de dos pisos en Iztapalapa, o… bueno, tenía. La construí a ladrillazos y a pagos chiquitos pero seguros, con mi esposa Lupita, que en paz descanse. Ahí crecieron mis dos hijas: Mariana y Carla.

Si me hubieran dicho que esa misma casa iba a terminar en manos de una de ellas, pero no como herencia, sino como pago de “deuda”, les habría dicho que no chingaran.

Pero la vida, ya sabe, es bien cabrona.


1. La niña de los ojos

Desde chiquita, Mariana, la mayor, fue la aplicada.

Mientras Carla andaba correteando perros en la calle, rascándose las rodillas y regresando con las trenzas chuecas, Mariana siempre estaba sentada en la mesa, con sus cuadernos llenos de estrellitas y sus plumitas de colores.

—Mira nada más a la licenciada —decía Lupita, con orgullo—. Esta niña nos va a sacar de pobres, Julián. Acuérdate de mí.

Yo nada más sonreía y le revolvía el pelo.

—Con que me saque un diez en mate, con eso —le contestaba—. Lo demás viene solito.

Y parecía que sí venía.

Ganaba diplomas, concursos de lectura, olimpiadas de matemáticas. Las maestras la querían, los compañeros la admiraban. Cuando entró a la prepa, la directora me llamó a su oficina.

—Señor García —me dijo, como si estuviera hablando con el presidente—. Su hija tiene un promedio de excelencia. Debería considerar meterla a una universidad privada. Tiene potencial para más que la UNAM, el Poli…

Yo tragué saliva.

—¿Universidad privada? —pregunté, sintiendo cómo se me apachurraba la cartera sólo de imaginarlo—. ¿De cuánto estamos hablando, profa?

Ella mencionó las cifras como quien habla de kilos de jitomate en el mercado.

“Cincuenta mil pesos al semestre”. “Setenta mil si estudia Medicina”.

Me reí, pero de nervios.

—Pues sí está privada, profa —le dije—. Privada de mi presupuesto.

Ella hizo una mueca.

—Hay becas, señor —insistió—. Y su hija las merece. No se cierre.

Esa noche, en la mesa, Mariana nos habló de sus sueños.

—Quiero estudiar Derecho, papá —dijo, con los ojos brillando—. En una buena universidad. Para ayudar a la gente. Para defender a quienes no tienen voz.

Lupita se limpió las manos en el mandil.

—¿Derecho? —repitió—. ¿Así como los licenciados que salen en la tele?

—Sí, ma —respondió—. Los que defienden a las mujeres, a los trabajadores, a los que los patrones explotan. Quiero ser como esa abogada que salió el otro día con Carmen Aristegui.

Yo miré mi plato de frijoles.

—Mira, hija —dije—. Tu mamá y yo no tenemos mucho. Esta casa, mi puesto de refacciones en la Doctores, su venta de tamales… Pero si tú de verdad quieres estudiar, le entramos. No sé cómo, pero le entramos.

Mariana se levantó y me abrazó.

—Yo también voy a conseguir beca, pa —respondió—. No va a ser puro de ustedes.

Y sí.

Se rompió el lomo estudiando, hizo exámenes, entrevistas, entregó cartas, ensayos. Y lo logró: la aceptaron en una universidad cara de Santa Fe, de esas donde todos traen coche, laptop nueva y mochilas importadas.

Le dieron una beca del 50%.

El otro 50% nos tocaba a nosotros.


2. 85 mil dólares y una fe ciega

Yo no sé en qué momento dejé de contar en pesos y empecé a contar en dólares. Supongo que fue el día que el asesor financiero de la uni me dijo, tranquilo, como quien te ofrece un viaje a Acapulco:

—Mire, don Julián, si sumamos inscripción, mensualidades, material, transporte, estamos hablando, más o menos, de 85 mil dólares en toda la carrera. Pero no se preocupe, hay planes de financiamiento.

Yo le vi la cara, luego vi mis manos, callosas, con uñas negras de grasa.

“85 mil dólares”, repetí en mi cabeza. Traducidos, eran como un millón y cacho de pesos. Lo que valía mi casa. Lo que no había visto junto en toda mi vida.

Lupita apretó mi pierna bajo la mesa.

—Si quiere información, nos la llevamos, joven —le dijo al asesor—. Lo tenemos que platicar.

En el camión de regreso, Mariana no paraba de hablar.

—En esa uni tienen intercambios con España, papá —decía—. Y un despacho donde los alumnos hacen prácticas en su último año. De ahí salen directito a trabajar. Es una oportunidad única.

Yo la veía y se me mezclaban el orgullo y el miedo.

En la noche, acostados, Lupita y yo hicimos cuentas en la libreta azul de siempre.

—Podemos pedir un crédito con el banco —dijo ella—. Tú ya tienes historial por el puesto. Y la casa ya está casi pagada. La ponemos de garantía.

—¿Y si pasa algo, Lupe? —pregunté—. ¿Y si me enfermo? ¿Y si se cae la venta? ¿Y si…?

Ella me miró con esos ojos de “no seas cobarde” que siempre me ganaban.

—¿Y si sí puede? —respondió—. ¿Y si nuestra hija termina de licenciada y gana más que nosotros juntos? ¿Y si gracias a eso un día nos compra una casa mejor y nos manda a la playa? ¿Vas a vivir con el “qué tal que sí” toda la vida?

Suspiré.

—Tú siempre tan optimista, vieja —dije—. Y yo tan sacatón.

Al final, firmamos.

Crédito con tasa preferencial. Pagos mensuales. Casa como respaldo.

Yo pasé de dormir ocho horas a dormir cinco.

Entre la jornada en el puesto, la bodega, las entregas, los extras, los trabajos de fin de semana, las desveladas atendiendo clientes borrachos que llegaban a la Doctores con sus coches chocados, me la pasé como zombie.

Pero cada vez que veía a Mariana con su sudadera de la uni, su mochila al hombro, sus apuntes llenos de resaltador, me convencía de que valía la pena.

—Es una inversión —repetía mi cuñado, el Toño—. Como comprarte una camioneta nueva. Tú le metes lana, y luego te la regresa en chamba.

Yo sonreía y asentía, pero por dentro sabía que no es lo mismo una camioneta que una hija.

A la camioneta, si no se quiere mover, la pateas.

A una hija, no.


3. La licenciada y la servilleta

Mariana se graduó con honores.

Traje sastre, toga, birrete, foto con rector, aplausos, música de orquesta. Lupita lloraba con el pañuelo en la mano.

—Mi niña —sollozaba—. Mi licenciada.

Yo la miraba con el pecho inflado.

“Valió cada peso”, pensé.

Después, vino la fiesta.

Hicimos carnitas en la casa, compramos cervezas, invitamos a medio mundo. Los vecinos entraban y salían, la música de banda sonaba, los tíos le daban consejos.

—Ahora no te vayas a olvidar de nosotros —le decía mi hermana Chayo—. Que luego los licenciados ya ni saludan.

Mariana reía.

—Ay, tía, ¿cómo cree? —respondía—. Ustedes son mi familia. Si estoy aquí es por ustedes.

Yo me quedé con esa frase tatuada.

“Si estoy aquí es por ustedes”.

Pasó un año.

Consiguió trabajo en un despacho grande de Reforma, con ventanales enormes y recepción de mármol.

Empezaron a salirle casos, poco a poco.

Subió de becaria a asociada junior.

—Papá —me decía por teléfono—. Hoy conocí a un magistrado. ¡Un magistrado! Y el otro día nos invitaron a una comida en Polanco. Estoy conociendo gente que jamás pensé.

Cada que podía, nos llevaba cosas.

Unas luces nuevas para la sala.

Una pantalla plana.

Una estufa de parrillas de acero inoxidable.

—Para que mi mamá ya no se queme con la vieja —decía.

Lupita, toda orgullosa, se paraba frente a la estufa como si fuera altar.

—Gracias, hija —decía—. Dios te multiplique.

“Dios, y el banco”, pensaba yo, viendo el estado de cuenta donde los intereses seguían ahí, como comezón eterna.

Pero bueno, la chamba seguía.

Lupita seguía vendiendo tamales en la mañana, yo seguía con mi puesto. Poco a poco íbamos pagando.

Hasta que llegó la enfermedad.


4. 500 pesos y una noche en urgencias

Lupita siempre había sido fuerte.

Ni cuando se resbaló en la banqueta y se pegó en la cadera dejó de vender tamales.

—¿Dolor? —decía—. Ay, Julián, el dolor es para los ricos. Uno tiene que seguirle.

Pero esa noche de febrero, algo fue distinto.

Estábamos viendo la novela en la tele cuando de repente la vi ponerse pálida.

—¿Qué tienes, vieja? —le pregunté.

—Me falta el aire —susurró, llevándose la mano al pecho.

Se levantó y casi se cae.

La agarré.

—¡Dani! —gritéle a mi hija menor, que estaba en su cuarto—. ¡Tráete las llaves! ¡Nos vamos al hospital!

El camino al Hospital General de Iztapalapa fue eterno.

En urgencias, el olor a cloro y a humanidad doliente se mezclaban.

Los doctores iban y venían, con cara de cansancio.

—¿Qué siente la paciente? —preguntó una doctora joven, de lentes.

—Dolor en el pecho —respondí—. Y le falta el aire.

Le pusieron oxígeno, le tomaron la presión, la conectaron a un monitor.

—Señor, vamos a hacerle un electrocardiograma y unos estudios —me dijo la doctora—. Hay que descartar un infarto.

Mi corazón se fue al piso.

—¿Infarto? —repetí.

—No se adelante —agregó—. Pero más vale prevenir.

Pasaron horas.

Yo caminaba de un lado a otro del pasillo, viendo a los otros familiares dormirse en las bancas, con chamarras como cobijas, con vasos de unicel como almohadas.

Dani se quedó dormida en mi hombro.

Yo no podía cerrar los ojos.

Cada vez que veía la luz encenderse en el cubículo donde estaba Lupita, mi estómago se hacía nudo.

Al amanecer, la doctora salió.

—¿Familiares de Guadalupe Ramírez? —llamó.

Me acerqué, con las piernas de gelatina.

—¿Cómo está, doctora? —pregunté.

—Tuvo un episodio hipertensivo grave —dijo—. No fue infarto, por suerte. Pero tiene el corazón muy cansado. Y los riñones… —frunció el ceño—. Vamos a necesitar más estudios. Tiene que quedarse hospitalizada.

—¿Cuánto va a costar eso? —pregunté, con el miedo de quien pregunta cuánto cuesta un funeral.

—El hospital es público, señor —respondió—. Pero hay medicamentos que no cubre el Seguro. Vamos a necesitar algunos que son caros. Una medicina en particular… —buscó en su lista—. Son dosis diarias, y no siempre la tenemos.

—¿Caro cuánto? —pregunté.

—Como 500 pesos la dosis —dijo—. Por lo menos unos diez días.

En mi cabeza, 500 pesos era lo que gastábamos en despensa, lo que costaba un par de tenis sencillos, lo que se iba en una ida a comer tacos con la familia.

En ese momento, 500 pesos era la diferencia entre que el corazón de Lupita aguantara o no.

Metí la mano a mi cartera.

Tenía 200 pesos arrugados y una tarjeta de débito con quién sabe cuánto.

“Se chingó el carro de la tortillería, no pagaste la luz, compraste medicinas la semana pasada”, me recordé.

No alcanzaba.

Ahí, en medio de urgencias, rodeado de gente que estaba igual o peor que yo, tomé una decisión que me costaría más caro que cualquier crédito:

Le iba a pedir dinero a Mariana.


5. Una llamada y un tono

Eran las nueve de la mañana cuando salí del hospital a la calle a buscar señal.

El sol ya pegaba fuerte.

Saqué el celular.

Mariana, “Mi Licenciada”, aparecía con su foto de perfil en la pantalla: traje sastre, sonrisa triunfante frente a un edificio de cristal.

Marqué.

Sonó dos, tres, cuatro veces.

—¿Bueno? —contestó por fin, con voz de oficina—. Pa, ¿todo bien?

Tragué saliva.

—Hija… —dije—. Tu mamá está internada.

Silencio.

—¿Cómo que internada? —preguntó.

Le expliqué, a medias, porque no quería alarmarla demasiado.

—El caso es que… —terminé—. Nos pidieron unos medicamentos que no cubre el Seguro. Necesitamos 500 pesos para empezar. Yo te los pago el viernes, cuando me paguen el pedido de refacciones.

Del otro lado, escuché teclazos, murmullo de oficina, el ruido de la ciudad filtrándose por la ventana.

—Pa… —dijo ella, al fin—. Ahorita no tengo.

Me quedé frío.

—¿Cómo que no tienes? —pregunté, sin poder controlar el tono—. ¿No te depositaron ayer tu quincena?

—Sí, pero… —titubeó—. Ya tengo todo apartado, pa. La renta, la tarjeta, el gimnasio, el plan del celular… No puedo desacomodar eso así nomás.

—¿El gimnasio? —repetí—. ¿El plan del celular?

—Sí, pa —respondió, a la defensiva—. Esos son mis gastos. Yo también tengo cosas que pagar.

Cerré los ojos.

—Hija —dije, despacio—. Tu mamá está en el hospital. No estamos hablando de una salida al cine. Son 500 pesos. Te los pago.

Suspiró.

—Es que no es tan fácil —dijo—. Además, pa… —bajó la voz—. A veces siento que ustedes siguen pensando que soy su cajero automático. Ya pagué mucho.

El golpe me entró como puñalada.

“Ya pagué mucho”.

En mi cabeza, se proyectaron imágenes:

Yo firmando el crédito de su universidad.

Yo quedándome sin comprarme zapatos nuevos en Navidad para pagar su inscripción.

Yo descosiéndome la espalda cargando cajas para pagarle el camión a Santa Fe.

“Ya pagué mucho”.

Tragué saliva, para que no se me saliera el coraje.

—No te estoy pidiendo que pagues una carrera, ni un viaje, ni nada —dije—. Te estoy pidiendo que me prestes 500 pesos para tu mamá. Si no puedes, dime ya. No te voy a rogar.

Hubo un silencio incómodo.

—Déjame ver qué puedo hacer —dijo al fin—. Te llamo más tarde, ¿sí? Es que ahorita voy a entrar a una audiencia. Ya cobré, pero también tengo que pensar en mi futuro, pa.

—Tu futuro —repetí—. Está bien, hija. Haz lo que tengas que hacer. Aquí vemos cómo le hacemos.

Colgué antes de que escuchara la temblorina en mi voz.

Regresé al hospital.

Le pedí prestado a mi cuñado Toño, a mi hermana Chayo, a don Beto el de los tacos.

Juntamos los 500.

Compré la primera dosis.

Lupita mejoró un poco.

Mariana, ese día, no volvió a hablar.


6. Un papel sobre la mesa

Pasaron dos días.

Mariana llegó por fin al hospital, con su traje, sus tacones, su cara arreglada.

Traía una bolsa cara colgada del brazo.

La vi entrar y se me mezclaron las ganas de abrazarla con las de reclamarle.

Se acercó a la cama.

—Ma… —dijo—. ¿Cómo sigues?

Lupita sonrió, débil.

—Ya mejor, mija —respondió—. Con el favor de Dios, los doctores son bien buenos.

Mariana la besó en la frente.

Luego se voltéo hacia mí.

—Pa, ¿podemos hablar afuera? —preguntó.

Me limpié las manos en el pantalón y salimos al pasillo.

—Perdón por no venir antes —dijo—. He tenido mil cosas en el despacho. Y lo de los 500 pesos… perdón, pa. Te deposité ayer en la noche. Fueron 700, por si ocupas más.

Saqué el celular.

Ahí estaba.

Depósito de 700 pesos.

Me sorprendí.

—Gracias, hija —dije—. Nos sirve mucho.

—Pero… —agregó—. No podemos seguir así.

—¿Así cómo? —pregunté.

Se acomodó el saco.

—Yo también tengo que pensar en mí —dijo—. En mi patrimonio. En lo que he construido. Yo sé que ustedes hicieron mucho por mí. Nunca lo voy a negar. Pero tampoco puedo vivir toda la vida respondiendo por todos sus gastos. No soy el Seguro Social.

Sentí que me hervía la sangre.

—Te estamos pidiendo 500 pesos, Mariana —respondí—. No que nos mantengas. No te pedimos que pagues la luz, ni la renta, ni el súper. Es una emergencia.

—Ahorita, sí —dijo—. Pero ¿y mañana? ¿Y pasado? ¿Y cuando la operación? Porque la van a operar, ¿no? ¿Y si tú te enfermas también? No me alcanza, pa. No soy millonaria.

Me recargué en la pared del pasillo.

—Entonces, ¿qué propones? —pregunté.

Sacó una carpeta de su bolsa.

—Yo… —dijo—. Estuve platicando con unos compañeros. Y hay opciones.

Abrió la carpeta.

Sacó unos papeles.

Los puso frente a mí.

—Mira, pa —explicó—. Ustedes ya no están jóvenes. Esta casa… —se corrigió—, nuestra casa, la de Iztapalapa, vale bastante. Si la ponemos a mi nombre, yo puedo sacar un crédito con mejores condiciones, pagar sus deudas, asegurarme de que no les falte nada y de paso proteger el patrimonio de todos. Así dejamos de estar a salto de mata.

La miré.

Luego miré los papeles.

Era una escritura.

Un contrato de donación simple.

Léase: la casa, que estaba a nombre de Lupita y mío, pasaba a nombre de Mariana.

—Aquí lo firmamos —señaló—. Luego vamos con el notario. No es caro. Yo conozco a uno que nos hace precio.

Sentí que el piso se me movía.

—¿Quieres que te pase la casa? —pregunté, sin dar crédito.

—No es “pasar” —respondió, con esa paciencia condescendiente que usaba con sus clientes ignorantes—. Es asegurar el patrimonio. Si un día tú o ma necesitan algo, yo respondo. Yo tengo ingresos formales, historial. Ustedes no. Y si un día yo… —vaciló—. No sé. Me caso. Tengo hijos. La casa ya está protegida. No les pueden hacer nada.

“Patrimonio”. “Protegida”.

Palabras bonitas para disfrazar lo que en el fondo era: “Dame la casa”.

Me la quedé viendo.

—¿Y qué tiene que ver esto con los 500 pesos? —pregunté.

—Pues que no quiero que sientan que cada peso que les doy es un favor —dijo—. Si la casa está a mi nombre, es responsabilidad compartida. Yo me encargo de todo lo que implique. Pero necesito la certeza de que estoy construyendo sobre algo.

Me reí, incrédulo.

—¿Responsabilidad compartida? —repetí—. ¿Compartida con quién, si la dueña serías tú? Hoy te pido 500 pesos y me dices que “ya pagaste mucho”. Mañana, con la casa a tu nombre, ¿qué vas a decir? ¿Que “ya nos hace el favor de dejarnos vivir ahí”?

—¡No seas dramático, pa! —saltó—. ¡Soy tu hija! Jamás los dejaría en la calle.

—Yo tampoco pensé que me fueras a decir que no tenías 500 pesos para tu mamá —rebatí—. Y mira.

Se cruzó de brazos.

—No es tan sencillo —dijo—. Yo también tengo una vida. Una renta. Un coche. Proyectos. No puedo cargar con todo.

—No te estamos pidiendo que cargues con todo —repetí—. Te estamos pidiendo que no te quieras quedar con lo único que tenemos a cambio de 500 pesos.

Se puso tensa.

—No es por los 500 —dijo—. Es por todo. Por la universidad, por los años, por lo que han invertido en mí. Yo no puedo devolverles los 85 mil dólares en efectivo, pa. ¿Con qué? Pero sí puedo garantizarles un techo y que no se les vayan encima los bancos.

La frase me pegó.

“Yo no puedo devolverles los 85 mil dólares, pero sí puedo…”

Ahí estaba.

La factura, según ella.

—¿Eso es lo que piensas? —pregunté, con la voz ronca—. ¿Que te estamos cobrando la universidad? ¿Que cada vez que te pedimos algo te estamos pasando la cuenta?

Se mordió el labio.

—No lo quiero ver así —dijo—. Pero a veces… sí lo siento. Todo el tiempo me dicen “si estoy aquí es por ustedes”. ¿Y yo qué? ¿Cuándo va a ser “ustedes están ahí por mí”?

Me quedé en silencio.

Recordé las veces que, orgulloso, decía en las fiestas “yo pagué la universidad de la licenciada”.

Las veces que, sin querer, quizá, la hice sentir que me debía algo.

Respiré hondo.

—Mira, hija —dije—. Tú no nos debes nada. Nada. Lo que hicimos por ti, lo hicimos porque quisimos, porque eres nuestra hija, porque te amamos. No fue una inversión para que nos lo regresaras. Fue un regalo. Un sacrificio voluntario. Que tú hoy seas licenciada, que tengas un buen trabajo, que vivas mejor, es nuestro premio. No nuestra factura.

Se le aguaron los ojos.

Pero enseguida endureció la mirada.

—Entonces, ¿por qué cada que pasa algo me dicen “acuérdate quién te pagó la uni”? —soltó—. ¿Por qué cuando digo que quiero irme a vivir a otro lado, ma se amarga y dice “ay, pero tus papás se van a quedar solos”? Siento que, haga lo que haga, siempre voy a estar en deuda.

Entendí, en ese momento, que el resentimiento no era sólo mío.

Era de ella también.

Se me bajó un poco el coraje.

—A lo mejor sí te hemos hecho sentir eso —admití—. Y si lo hicimos, perdón. No fue con esa intención. Uno, como papá, se agarra de lo que puede para no sentir que se va a quedar solo. Pero no es justo cargarte eso.

Ella parpadeó, sorprendida.

—Entonces… —dijo—. ¿Qué hacemos?

Señalé los papeles.

—Esto, no —dije—. La casa, no. No así.

—¿Y si luego el banco…? —empezó.

—El banco es mi bronca —la corté—. No tuya. Si un día quieres ayudarnos, qué bueno. Si quieres aportar para la luz, el agua, lo que sea, se agradece. Pero la casa no está en venta. Y menos a cambio de tu tranquilidad.

Se cruzó de brazos.

—Pa… —murmuró—. No entiendes. El mundo no es como antes. Sin papeles, no eres nadie. Si mañana te demandan, si mañana te enfermas más, si mañana…

Le puse la mano en el hombro.

—El mundo no ha sido fácil nunca —dije—. Ni antes ni ahora. Pero hay cosas que no se negocian. Esta casa la construimos tu mamá y yo, con nuestras manos. Es tu herencia, sí. Algún día, cuando nos vayamos, será tuya y de tu hermana. Mientras tanto, no es moneda de cambio.

Sus ojos se llenaron de lágrimas.

—¿Y si yo no quiero esa herencia? —soltó—. ¿Y si no quiero cargar con ustedes? ¿Y si quiero vivir mi vida sin sentir que fallo si no les resuelvo todos sus problemas?

Me dolió, pero la entendí.

—Estás en tu derecho de querer tu vida, hija —respondí—. Y nosotros estamos en el nuestro de querer conservar nuestra casa.

Se quedó callada.

Guardó los papeles en la carpeta.

—Entonces, no hay nada más que hablar —dijo, fría—. Pero que quede claro: no puedo seguir respondiendo por todo. Ayudaré en lo que pueda, cuando pueda. Pero no quiero que me reclamen si no puedo.

Asentí, con un nudo en la garganta.

—Está bien —dije—. Nunca fue obligación. Siempre fue un regalo.

Mariana me miró un segundo, como si buscara algo en mi cara.

Luego se dio la vuelta y se fue.

Yo me quedé en el pasillo, con el cuerpo pesado.

Había evitado entregar mi casa.

Pero había perdido algo también.

Algo que no se arregla con escrituras ni con medicinas.


7. La casa, la hermana y la palabra “traición”

Lupita, después de dos semanas, salió del hospital.

Más medicinas.

Más citas.

Más miedos.

Dani, la menor, que trabajaba en una estética, empezó a aportar más.

—Yo me encargo de la luz y el gas, pa —dijo—. Para que tú te enfoques en el crédito.

—Pero tú también tienes tu vida, hija —respondí.

—Sí, pero ahorita mi vida es que mi mamá respire bien —dijo—. Ya después veo.

Mariana venía poco.

Cuando venía, lo hacía con cosas.

Una bolsa de despensa.

Una caja de medicinas.

Un sobre con dinero.

—Para que no digan que no apoyo —decía, con una medio sonrisa.

Yo quería decirle tantas cosas.

Que no se trataba del dinero.

Que lo que más me dolió no fue el “no tengo”, sino el “ya pagué mucho”.

Pero cada que la veía, con sus ojeras, sus preocupaciones, sus responsabilidades, me mordía la lengua.

No quería que pareciera chantaje.

Un día, seis meses después del episodio del hospital, sonó el timbre.

Era un notificador.

Traía un sobre amarillo, con sellos.

—¿Señor Julián García? —preguntó.

—Él es —respondí.

—Tiene que firmar de recibido —dijo, tendiéndome el sobre—. Es una notificación de la Secretaría de Finanzas.

Se me apachurró el estómago.

Firmé.

Abrí.

“Se le informa que, derivado de la falta de pago de su crédito hipotecario durante los últimos tres meses, se iniciará proceso de embargo…”.

Sentí que se me iba la sangre a los pies.

Claro.

Entre las medicinas, las idas al hospital, las ventas bajas en el puesto, había dejado de pagar tres mensualidades del crédito que habíamos sacado años atrás para la uni de Mariana.

—Lupita… —llamé, con la voz quebrada—. Nos quieren embargar la casa.


8. La jugada final

La noticia cayó como bomba en la familia.

Toño, mi cuñado, decía que nos vayamos a vivir a su azotea mientras arreglábamos.

Mi hermana Chayo proponía ir a Profeco, a ver si conseguíamos algo.

Dani estaba lista para ir a pararse afuera del banco con una cartulina que dijera “no roben casas”.

Lupita, cansada, sólo lloraba.

—Yo no me quiero ir de mi casa, Julián —sollozaba—. Aquí te di tus hijas. Aquí velamos a mi mamá. Aquí… —la voz se le quebraba.

Yo me sentía culpable hasta la médula.

Fue entonces cuando Mariana reapareció, pero esta vez no con una bolsa de despensa ni una caja de medicinas.

Sino con la misma carpeta de la otra vez.

Nos sentamos en la sala.

Ella puso los papeles sobre la mesa.

—Les dije —empezó— que esto iba a pasar si no hacíamos algo. El banco no perdona. No entiende de “me enfermé” o “se cayó la venta”. Sólo entiende números.

Yo apretaba los puños sobre las rodillas.

—Ahora sí ya no hay opción —continuó—. Si no hacemos algo ya, en tres meses vienen y los sacan. Y no quiero ver a mi mamá en un cuarto prestado, ni a ustedes en la calle.

—¿Qué propones ahora? —preguntó Dani, cruzada de brazos.

Mariana la miró.

—Lo mismo que antes —dijo—. Poner la casa a mi nombre. Pero ahora no para “proteger el patrimonio” nomás, sino para refinanciar, negociar con el banco, parar el embargo. Yo puedo hacerlo. Tengo los contactos, el lenguaje, la experiencia. Ustedes no.

Guardó silencio, esperando.

Lupita, con la voz rota, habló.

—¿Y si la ponemos a nombre de las dos? —preguntó—. De ti y de tu hermana. Para que no haya dudas.

Mariana vaciló.

—Eso complica las cosas —respondió—. Los bancos se enredan cuando hay varios propietarios. Es más fácil si es una sola. Y la que tiene los ingresos formales, el historial, soy yo.

—Pero la casa es de todos —saltó Dani—. Yo también he ayudado. No quiero que un papel diga que sólo tú vales aquí.

—No se trata de valer —replicó Mariana, exasperada—. Se trata de quién puede hacer algo ahorita. Tú ni siquiera estás dada de alta en Hacienda, Dani. No puedes negociar con nadie.

La discusión subió de tono.

—Ah, pero para cortar el listón cuando inauguraste tu depa, ahí sí nos invitaste a todos, ¿no? —espetó Dani—. Ahí sí querías familia.

—Ya vas a empezar con tus celos —bufó Mariana—. Siempre siento que estás esperando a que me vaya mal para decir “te lo dije”.

Lupita golpeó la mesa con la mano.

—¡Ya! —exclamó—. ¡Basta las dos! Aquí el problema no es quién tiene la razón, sino que nos van a sacar de nuestra casa.

Se hizo silencio.

Todos nos miramos.

Yo sabía que, sin la intervención de alguien como Mariana, íbamos a perder.

Pero también sabía que, si ponía la casa a su nombre en esas condiciones, iba a quedar una herida difícil de cerrar.

Cerré los ojos un segundo.

“¿Qué es más grande?”, me pregunté.

¿El miedo a perder la casa?

¿O el miedo a perder a la hija?

Cuando los abrí, tomé aire.

—Mariana —dije—. Agradezco que quieras ayudar. En serio. Gracias. Pero no voy a firmar nada así. No sin garantías, no sin claridad, no sin que tu hermana también esté tomada en cuenta.

Ella frunció el ceño.

—¿Qué garantías quieres? —preguntó—. ¿Un contrato entre nosotros? ¿Qué no les voy a correr? Eso es ofensivo, pa. Soy su hija.

—Ya vimos que ser hijos no es garantía de nada —soltó Dani, con veneno—. Ni de que te presten 500 pesos.

Mariana se volteó hacia ella.

—¿Vas a seguir con lo de los 500 pesos? —espetó—. Ya te dije que estaba en una mala racha.

—Sí —respondió Dani—. Y nosotros en la de la muerte. Y aún así nos arreglamos sin tu “patrimonio”.

El ambiente se puso pesado.

Lupita empezó a llorar otra vez.

Yo sentí que me temblaba la quijada.

—Ya —dije—. No vamos a pelear por esto. Voy a ir al banco. Voy a hablar con ellos. Si después de eso vemos que no hay salida, volvemos a hablar. Pero no voy a tomar una decisión así, en caliente, con todos encabronados.

Mariana se levantó.

—Muy bien —dijo—. Vayan al banco. A ver qué les dicen. Cuando se estrellen contra la pared, acuérdense de que les ofrecí una salida.

Recogió sus papeles.

—Y si al final deciden firmar, háganlo pronto —añadió—. Porque yo también tengo tiempos. No puedo estar esperando a que ustedes se decidan mientras el embargo avanza.

Se fue.

Dani se derrumbó en el sillón.

—Pinche licenciada —murmuró—. Todo lo ve como contrato.

Lupita, secándose las lágrimas, murmuró:

—Cuando la parí, nunca pensé que un día me iba a doler así.

Yo no dije nada.

Porque en el fondo, el que más culpa sentía era yo.

Yo había alimentado la idea de que la licenciada era nuestra salvación.

Yo había puesto la casa de garantía sin medir.

Yo había llenado su cabeza de “todo lo que hicimos por ti”.

Y ahora, ese “por ti” se nos regresaba como boomerang.


9. El banco, la sorpresa y la decisión

Fui al banco.

Me senté frente a una ejecutiva de sonrisa automática y uñas largas.

Le expliqué la situación.

Me miró como se mira a un niño que rompió el jarrón favorito de la tía.

—Mire, señor García —dijo—. Tenemos algunas opciones. Podemos reestructurar su deuda, alargar el plazo, ajustar la mensualidad. Pero para eso necesitamos un coacreditado con buen historial y comprobantes de ingresos formales. ¿Su esposa trabaja en una empresa?

—No —respondí—. Vende tamales.

—¿Alguna de sus hijas? —preguntó.

Ahí estaba, de nuevo, la sombra de Mariana.

—Sí —admití—. La mayor.

—Pues ella podría ser coacreditada —dijo—. No hace falta cambiar la propiedad de la casa. Sólo que firme como responsable solidaria.

Abrí los ojos, sorprendido.

—¿No tenemos que poner la casa a su nombre? —pregunté—. Nos dijeron que sí.

La ejecutiva negó con la cabeza.

—No necesariamente —respondió—. La propiedad puede seguir como está. Lo que cambian son los compromisos de pago. Claro, habría que revisar su caso en específico. Pero, en principio, no es obligatorio el cambio de titular.

Salí del banco con la cabeza hecha un nudo.

Mariana… ¿sabía eso?

¿O de verdad creía que la única forma era poner la casa a su nombre?

¿Alguien le había dicho otra cosa?

¿Había malentendido?

¿O… había visto la oportunidad de amarrar legalmente lo que sentía que “le debíamos”?

En la noche, se lo conté a Lupita y a Dani.

—¿Así que no era necesario que la licenciada se quedara con todo? —dijo Dani, furiosa—. ¿Nada más quería tenernos en la mano?

—No hables así de tu hermana —la regañó Lupita, aunque se le notaba la decepción.

—Yo no digo nada que no sea cierto —respondió Dani—. Una cosa es ayudar, otra aprovecharse.

Yo me quedé callado.

Porque, por primera vez, el pensamiento que había estado dando vueltas, tímido, se plantó en mi mente:

“¿Y si mi hija… sí quería quedarse con la casa?”

No como villana de telenovela.

Sino como alguien que no sabe distinguir ya entre “patrimonio” y “amor”.

Entre “seguridad” y “control”.

La vida la había vuelto dura.

Yo la había criado con el miedo a la pobreza.

Quizá, en su cabeza, firmar la casa a su nombre era la forma de que todo ese sacrificio “valiera la pena”.

Pero yo no estaba dispuesto a pagar ese precio.

Volví a llamarla.

—¿Sí, pa? —contestó.

—Fui al banco —dije—. No tenemos que pasar la casa a tu nombre. Puedes ser coacreditada. Con eso reestructuramos la deuda.

Hubo un silencio largo.

—¿Quién te dijo eso? —preguntó—. ¿La señorita de ventanilla?

—Una ejecutiva —respondí.

—Pa… —dijo, con ese tono que usaba cuando explicaba conceptos legales—. Esas opciones pueden sonar bonitas, pero a la larga son peores. Te endrogas más, pagas más intereses. Es patear el bote.

—Patear el bote es mejor que patear a tu familia a la calle —repliqué—. Y al menos así la casa sigue siendo de nosotros. No tengo problema en que seas coacreditada. Que pongas tu nombre, tu firma, tu responsabilidad. Pero no voy a firmar la donación.

Suspiró.

—¿Y si después ustedes dejan de pagar? —preguntó—. ¿Y si yo me quedo con la deuda?

—Lo mismo puedes decir si la casa está a tu nombre —respondí—. ¿O tú crees que con cambiar la escritura mágicamente desaparece la obligación?

Se quedó callada.

—Está bien —dijo al fin—. Si esa es la única forma en la que aceptas ayuda, lo haré. Pero quiero que quede claro: no lo hago por gusto. Lo hago porque son mis papás. Y porque no quiero que los embarguen.

—Con eso me basta —respondí.

Quedamos en vernos en el banco, los tres.

Yo, Mariana y Lupita.

Dani no quiso ir.

—Si vuelves a firmar sin leer bien, te mato —me dijo—. Pero no puedo estar ahí. Me conozco. Le voy a decir cosas.

Fui con miedo.

Pero, por primera vez en muchos meses, sentí que la decisión que estaba tomando era mía.

No del banco.

No de la universidad.

No de la culpa.

Mía.

Firmamos la reestructura.

Mariana puso su firma junto a la mía.

Lupita lloró en el cubículo, discretamente.

La ejecutiva nos explicó los nuevos plazos, las nuevas cantidades.

—Es más tiempo —dijo—. Pero menos riesgo.

Salimos.

En la banqueta, Mariana prendió un cigarro.

No sabía que fumaba.

—Gracias, hija —dijo Lupita—. Te debemos otra.

Mariana exhaló el humo.

—No me deben nada, ma —respondió—. De verdad. No quiero que sientan que esto es una deuda eterna.

Me le quedé viendo.

—Entonces, deja de hablar de la casa como si fuera tu garantía —dije—. Es nuestro hogar. El tuyo también. Pero no es tu rescate.

Ella me miró, cansada.

—Voy a terapia, pa —soltó, de pronto—. Desde hace meses. Porque todo esto me rebasa. Porque no quiero seguir reaccionando como niña herida. Porque cuando pienso en la universidad, en lo que costó, en lo que ustedes dejaron, me lleno de culpa. Y la culpa me hace querer controlarlo todo.

Me sorprendió.

—No sabía —dije, suave.

—Nunca te dije —respondió—. Pensé que te ibas a enojar. “¿Cómo que vas al psicólogo? ¿Estás loca?”. Así son los papás.

Lupita interrumpió.

—Yo nunca diría eso, hija —dijo—. Yo apenas y sabía que existían los psicólogos pa’ gente como nosotros. Si a mí me hubieran mandado con uno cuando se murió tu abuela, otra cosa sería.

Sonrió, triste.

Mariana apagó el cigarro.

—Mi terapeuta me dijo que, a veces, cuando los papás hacen grandes sacrificios, los hijos sienten que no tienen derecho a fallar —dijo—. Que cualquier decisión que tomamos tiene que “valer la pena” lo que hicieron. Y eso es una carga brutal.

La miré.

—¿Sientes eso? —pregunté.

Asintió.

—Sí —respondió—. Y cuando me pediste los 500 pesos, sentí… —se tomó el tiempo—. Sentí que nunca iba a ser suficiente. Que por más que les diera, siempre habría algo más que pagar. Y me asusté. Y reaccioné como culera.

Se le quebró la voz.

—Perdóname —dijo—. No fue sólo por el dinero. Fue por todo eso que traigo encima.

Sentí que algo en mí se ablandaba.

Le puse la mano en el hombro.

—Yo también te pido perdón, hija —dije—. Por haberte hecho sentir que estabas en deuda. Por haber sacado la universidad como bandera cada que discutimos. Por no ver que tú también estabas cargando algo pesado.

Lupita asintió.

—Yo también, mija —dijo—. A veces, cuando te digo “acuérdate quién te pagó la uni”, no es por cobrarte, es por no sentir que me dejaste. Pero está mal. No quiero que te quedes por culpa, sino porque quieres.

Mariana lloró.

Nos abrazamos los tres, ahí, en la banqueta del banco, con los coches pasando, los vendedores gritando, el cielo de la ciudad cubierto de smog.

No fue un abrazo de película.

Fue torpe, incómodo, lleno de mocos.

Pero fue un abrazo honesto.


10. Epílogo: la casa sigue en pie

Hoy, dos años después, sigo viviendo en la casa de Iztapalapa.

Las paredes están más viejas.

Las escaleras crujen.

El tinaco a veces falla.

Pero sigue siendo mía.

Nuestra.

Mariana, la licenciada, sigue en su despacho.

Ahora da pláticas sobre derechos laborales y, de vez en cuando, toma casos pro bono para gente que no puede pagar.

Un día, la vi en la tele, hablando de fraudes hipotecarios.

—Hay bancos que se quieren quedar con las casas sin avisar —decía—. Y hay despachos abusivos. Pero también hay herramientas para defenderse. Lo importante es leer todo antes de firmar. Y no tomar decisiones desde el miedo.

Sonreí.

“Aprendió”, pensé.

No sólo en la universidad.

Aprendió de nosotros.

De nuestros errores.

Dani abrió su propia estética.

Se llama “Hermanas García”.

Mariana puso la mitad del dinero para el local.

—Para que no digas que no me acordé de ti —le dijo—. Pero el trabajo es tuyo. Yo sólo pongo lo que tengo.

Lupita sigue con sus tamales, pero menos.

Los doctores le dijeron que se cuidara.

Ahora sólo vende en la mañana y se echa sus novelas en la tarde.

Cada mes, Mariana deposita una cantidad fija en una cuenta que abrimos para emergencias médicas.

—Para que no me vuelvan a pedir 500 pesos a gritos —bromea.

Yo sigo en el puesto de refacciones.

Menos horas.

Más experiencia.

A veces llega gente a preguntarme por asesoría legal.

—Me dijeron que usted es el papá de la abogada que sale en la tele —dicen.

Yo me hincho de orgullo.

—Sí, joven —respondo—. Esa licenciada salió de esta casa. Pero los papeles de la casa siguen a mi nombre, ¿eh? —añado, riendo—. No todo se lo voy a regalar.

Nos reímos.

He aprendido a no medir el amor en pesos.

Ni el sacrificio en escrituras.

He aprendido que uno puede pagar 85 mil dólares por una universidad y aún así tener que aprender las lecciones más duras en la banqueta de un hospital.

Y he aprendido que a veces los hijos fallan.

Y los padres también.

Y que el chiste no es nunca fallar, sino no quedarse atorado en esa falla.

Cuando le cuento esta historia a la gente del puesto, siempre se quedan con la parte del “casi le pasa la casa a la hija y ella se la quería quedar”.

Se indignan.

La llaman interesada, malagradecida.

Yo, a veces, también la llamé así, en mi cabeza.

Pero luego me acuerdo de la banqueta, del abrazo, de las lágrimas.

De su terapia.

De la cuenta de emergencias.

De su mano firmando como coacreditada.

Y entiendo que nuestra historia no es de villanos y héroes.

Es de humanos.

De mexicanos comunes que se equivocan con papeles, con créditos, con culpas.

Pero que también saben, cuando toca, sentarse a la mesa, dejar los documentos a un lado y recordar que, antes que casas, carreras y deudas, lo que hay son vínculos.

Y esos no se escriben ante notario.

Se escriben en la memoria.

En los domingos de comida.

En los “buenos días, ma”.

En los “perdóname, pa”.

La casa donde estoy escribiendo esto es la misma donde Mariana dio sus primeros pasos.

Donde se sentó en la mesa de la cocina a hacer su tarea de primaria.

Donde un día, a sus dieciocho, me dijo: “pa, me aceptaron en la uni”.

Y donde, años después, casi firmo para entregársela a cambio de 500 pesos y una falsa sensación de seguridad.

No lo hice.

Y me alegro.

Porque esa casa, al final, nos enseñó más con sus paredes que la universidad con sus salones.

Nos enseñó a defenderla.

Y a defendernos.

Nos enseñó que el amor no se compra ni se hipoteca.

Se cuida.

Se reestructura.

Se renegocia.

Pero sin perder de vista, nunca, lo más importante:

Que no es la casa la que hace a la familia.

Es la familia la que hace hogar, aunque sea con goteras.

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