Se Negó a Sacar a su Ex de su Vida, Jurando que “Solo Era un Amigo”, Hasta que los Celos y la Verdad Nos Pusieron Contra la Pared


I. EL MENSAJE DE LAS 11:47 P.M.

Yo supe que algo andaba raro aquella noche en que el celular de Camila vibró a las 11:47 p.m. y ella, en lugar de ignorarlo como hacía siempre cuando veíamos una serie, se puso tensa.

Estábamos tirados en el sillón de mi departamento en la Narvarte, CDMX, viendo una película malísima que habíamos puesto nomás por tener ruido de fondo mientras nos acabábamos una pizza de pastor. Teníamos seis meses saliendo “oficialmente”, aunque en la práctica ya vivíamos juntos la mitad de la semana.

Camila estaba recargada en mi pecho, jugando con los cordones de mi sudadera, cuando sonó el zumbido del celular sobre la mesita. Ella se levantó tantito, estiró el brazo y lo tomó.

Yo apenas vi el reflejo de la pantalla: “Andrés”.

El nombre me sonaba.
Demasiado.

Se quedó mirándolo dos segundos de más. Lo que dura una microdecisión.

Luego deslizó el dedo.

—Luego contesto —murmuró, dejando el celular boca abajo.

El corazón se me apretó.

—¿Quién es? —pregunté, en tono casual.

Ella dudó solo un instante.

—Andrés.

Me hizo un pequeño cortocircuito en el cerebro.

Andrés.
Su ex.


La primera vez que escuché ese nombre fue un domingo, cuando apenas empezábamos a salir, en un café de la Condesa. Yo le había preguntado, en plan chisme.

—¿Y hace cuánto que no estás en una relación seria?

Camila se quedó viendo el latte, pensativa.

—Terminé con mi ex hace como año y medio —dijo—. Duramos cuatro años.

—Wow —silbé—. Eso es… mucho.

Asintió.

—Sí. Vivíamos juntos y todo. Pensábamos casarnos, tener un perro, ir a vivir a Querétaro, esas cosas de pareja que cree que va a durar para siempre.

—¿Y qué pasó?

Se encogió de hombros.

—Cosas. Nos dimos cuenta de que queríamos vidas muy diferentes. Él quería estabilidad, yo quería crecer en la chamba, viajar, seguir estudiando. Empezaron las peleas, la presión, los reclamos… y al final fue mejor cortar.

—¿Mal plan? —pregunté.

—Al principio sí —confesó—. Pero con el tiempo… nos llevamos bien. De hecho, creo que hoy somos mejores amigos que cuando éramos pareja.

Lo dijo así: como si fuera lo más natural del mundo.

Yo hice cara de “ah, qué moderno”, pero por dentro algo me hizo ruido. Muy leve. Como un mosquito lejos.

No dije nada.
No quería parecer inseguro.


Seis meses después, el mosquito se convirtió en abeja cuando vi su nombre en la pantalla a las 11:47 de la noche.

Traté de no clavarme.

Pero me conozco.

Soy Emilio.
Treinta y uno.
Jalisciense viviendo en CDMX.
Diseñador gráfico.
Hijo de padres que se divorciaron por infidelidades y secretos.
Exnovio de una chava que me fue infiel con “un amigo del trabajo”.

Digamos que mi autoestima venía del Oxxo, no de Louis Vuitton.

La primera vez que Camila me contó que seguía siendo amiga de su ex, respiré profundo y dije:

—Qué chido que puedan llevarse así.

Lo que quería decir era:

“Suena peligroso, pero no quiero quedar como el vato tóxico”.

Porque eso es lo que nos repiten ahora:
“No seas tóxico, confía, no prohíbas amistades, los celos son inmadurez”.

Y sí, los celos pueden ser inmaduros.

Pero también, a veces, son alarma.


II. “SOLO ES UN AMIGO”

El mensaje de Andrés no fue el primero.
Solo fue el primero que vi.

Unos días después, un sábado por la mañana, Camila salió del baño con el celular en la mano, sonriendo.

—¿Qué? —pregunté, preparando café.

—Nada —se rió—. Andrés me mandó un meme bien pendejo.

—¿Andrés? —quise sonar neutral.

—Sí, mi ex —dijo, tan tranquila como si hablara de su primo.

—Ah.

Me ofreció la pantalla.

El meme era un edit de un perro con gafas de sol en una moto, con un texto que decía: “Cuando por fin te pagan la quincena”.

Me reí por compromiso.

—Qué creativos —dije.

—Es que tú no sabes —Camila apoyó la cintura en la barra—. Andrés siempre ha sido bien chistoso. Es como… —buscó la palabra— un hermano mayor que me molesta todo el tiempo.

Yo me tragué el comentario que quería hacer:

“Pues qué familia tan rara tuvieron, entonces”.

—¿Se ven seguido? —pregunté, casual.

—No —negó—. Bueno, a veces, cuando voy a Guadalajara. Sabes que allá tengo a mis papás, a mis amigas. Él sigue allá. Un café, así. Pero cero drama, Emi, de verdad. Andrés es parte importante de mi vida, pero como amigo. Nada más.

Y entonces llegó la frase.

La frase que iba a escuchar muchas veces.

—“Solo es un amigo”.


La primera vez que mi ex me fue infiel, también había “solo un amigo”.

Sara, mi ex, decía:

—Ay, Emilio, no seas exagerado. ¿Por qué te molesta que salga con Leo? Es solo un amigo del trabajo. Nos llevamos increíble, pero no pasa nada.

Hasta que pasó.

Un día le vi mensajes.
Otro día no llegó a dormir.
Terminó confesando que “se había confundido”.

Desde entonces, cada vez que alguien decía “solo es un amigo”, a mí se me prendía una alarma en el cerebro.

Camila no tenía la culpa de eso.
Yo lo sabía.

Pero mis demonios no pedían permiso.


III. EL LIKE, EL CORAZÓN, EL COMENTARIO

Las redes sociales son un deporte extremo cuando eres celoso.

Camila y yo nos seguíamos en todas partes, por supuesto. Historias, posts, reels, TikToks. Yo veía sus fotos viejas, las que tenía de años antes de conocerla.

Una noche, de masoquista, me metí a stalke… perdón, a revisar sus fotos de hace tres años.

Ahí estaba él.

Andrés.

No era Brad Pitt ni nada.
Pero tampoco era feo.

Moreno claro, barba recortada, sonrisa de “yo sé algo que tú no sabes”. En muchas fotos salía con Camila abrazados en paisajes de Tlaquepaque, en la Minerva, en la playa.

Le había dado like a casi todas.

Y, en algunas, el muy desgraciado había comentado cosas como:
“Mi persona favorita ❤️”
“La niña más chingona del mundo”.

Vi que Camila nunca borró nada.

Ni los likes.
Ni los comentarios.
Ni las fotos.

Y sí, cada quien decide qué hace con su pasado.

Pero a mí me ardía.


Una tarde, mientras ella estaba en la oficina y yo trabajaba desde casa, sonó su notificación en la compu mientras usaba su Spotify. Camila se había dejado logueada su sesión de Facebook en mi laptop.

Yo no soy de revisar cosas ajenas.

Excepto cuando soy.

La vi llegar a la bandeja de entrada, como si fuera el universo dándome chance de resolver mi ansiedad.

“Solo véase, no se toque”, me dije.

Pero la tentación pudo más.

Abrí.

Busqué “Andrés”.

Y ahí estaban.

Meses de conversaciones.

No eran “te amo”, ni “te extraño”, ni “quiero besarte”.

Pero tampoco eran impersonales.

Había chistes internos, referencias a cosas que yo no conocía, pláticas sobre el trabajo de ella, sobre la familia de él.

Él le mandaba fotos de su perro.
Ella le contaba cuando se peleaba con su jefe.

En uno, de hacía tres semanas, leí:

Camila: “A veces extraño lo fácil que era estar contigo. Sabíamos cómo calmarnos el uno al otro.”

Andrés: “Yo también. Pero ya no somos esos. Igual qué bonito recordar sin querer regresar, ¿no?”

Mi estómago hizo un nudo.

“Extraño lo fácil que era estar contigo.”

Le quise arrancar la frase del chat.

Mi respiración se aceleró.

Sentí ganas de escribirle al Andrés ese: “Gracias por participar, pero Cami está conmigo ahora, no contigo”.

Pero no lo hice.

Cerré la laptop de golpe.

Me quedé ahí, en la mesa, mirando el plato de cereal vacío, con la sensación de que me acababan de dar una bofetada invisible.


IV. LA CONVERSACIÓN INCÓMODA (LA PRIMERA)

No aguanté mucho tiempo guardándomelo.

Esa noche, mientras cenábamos tacos de suadero en la esquina, solté la bomba.

—Estuve viendo tus mensajes con Andrés.

Camila casi se ahoga con la salsa verde.

—¿Qué?

—Dejaste tu Facebook abierto en mi compu —aclaré—. Sonó la notificación. Vi el chat.

Se limpió la boca con la servilleta, se quedó callada dos segundos.

—¿Leíste todo? —preguntó, tensa.

—No todo —mentí—. Pero suficiente.

—Emilio… —se masajeó la sien—. Eso no está chido.

—¿Sabes qué tampoco está chido? —sentí el mal humor subir—. Que le pongas “extraño lo fácil que era estar contigo” a tu ex mientras estás conmigo.

Camila apretó los labios.

—No lo dije así.

—Ah, perdón, lo dijiste textual: “A veces extraño lo fácil que era estar contigo. Sabíamos cómo calmarnos el uno al otro” —recité—. Pero tienes razón, no lo dije bien.

Se quedó viéndome, con una mezcla de culpa y enojo.

—Eso fue una conversación honesta con alguien que fue parte importante de mi vida —dijo al fin—. No significa que quiera volver con él. Significa que acepto que en esa relación hubo cosas buenas y ahora no las tengo. Es normal.

—¿Normal para quién? —mi voz sonó más alta de lo que quería—. ¿Normal para ti? Porque para mí es normal que cuando terminas con alguien dejes de decirle cuánto lo extrañas.

—No dije que lo extrañara a él como novio —replicó—. Dije que extrañaba lo fácil. Es diferente.

—Pues se lee igual.

Silencio.

El taquero nos veía de reojo mientras cortaba carne. Otros clientes pretendían concentrarse en sus tacos, pero se notaba que les encantaba el chisme.

Camila respiró hondo.

—Mira, Emilio. Entiendo que te sientas raro con Andrés. Es mi ex. Pero ya te dije mil veces: ahora es mi amigo. Yo no voy a cortar a una persona que ha estado en mi vida tantos años solo porque mi novio actual se siente inseguro.

El golpe fue directo.

—¿Me estás diciendo inseguro?

—Te estoy diciendo humano —suavizó—. Tienes heridas. Te fueron infiel. Lo entiendo. Pero eso no significa que yo vaya a pagarlo. No pienso dejar de hablar con Andrés, ni con ninguna persona, para calmar tus miedos.

Mis oídos zumbaban.

—¿Y qué sí piensas hacer? —pregunté—. ¿Nada?

—Puedo ser transparente —respondió—. Puedes ver mis mensajes cuando quieras, si eso te da paz. Puedo contarte cuando hable con él, qué me dice. Pero cortar la amistad… no. No me parece sano.

Le di una mordida al taco sin sabor.

—O sea, la opción es: te tragas tus celos, Emilio, o te vas.

—No lo dije así.

—Pero así se siente.

Nos quedamos callados un rato, masticando tensión.

Al final, ella dijo:

—No quiero que esto nos separe. Te quiero. Me gusta estar contigo. Pero también quiero ser yo misma, con mi historia, mis amistades, todo. Si no puedes con eso… no sé.

Su sinceridad dolía porque era real.

Yo no quería ser “el novio controlador que prohíbe amigos”.

Pero tampoco quería ser “el novio que se queda callado mientras la morra le escribe a su ex que extraña estar con él”.

Pagamos.
Nos fuimos a mi departamento.

Dormimos juntos.

Pero entre nosotros, en la cama, se acostó también el fantasma de Andrés.


V. CUANDO LOS DEMONIOS NO SON SOLO TUYOS

Decidí hacer algo que jamás pensé que haría:

Ir a terapia.

No nada más por Andrés.
Por mí.

Ya había cargado mucho tiempo con ese combo de abandono, celos y miedo a que me cambiaran. Lo había ignorado, lo había tapado con chistes, con chamba, con otros amores. Pero ahí seguía.

Encontré a una psicóloga recomendada en Twitter, la doctora Beatriz, en la Roma.

Primera sesión, me senté en su sillón gris, viendo las plantas de fondo, y solté:

—Mi novia es amiga de su ex. Dice que “es solo un amigo”. Y yo me estoy volviendo loco.

Ella tomó una libreta.

—Cuéntame de Andrés —dijo.

—Ni lo conozco —me reí, nervioso—. Solo sé que fue su novio cuatro años, que se iban a casar, que vivían juntos. Ahora son “amigos”. Se mandan memes. Se escriben cosas como “extraño lo fácil que era estar contigo”.

—¿Qué sientes cuando ves eso? —preguntó.

—Que… que no soy suficiente —admití—. Que siempre va a haber un pedazo de su corazón que le pertenece a él. Que si un día él le dice “regresemos”, ella se va a ir.

—¿Y ella te ha dicho que quiere regresar con él?

—No.

—¿Te ha dado señales claras de que quiera eso?

Pensé.

—No… claras —dije—. Pero… es que, doctora… ¿por qué seguir hablando con alguien con quien compartiste cama, vida, planes? Yo no le hablo a mi ex. Ni ganas. Ni me pasa por la cabeza escribirle “qué bonito fue”. ¿Por qué ella sí?

Beatriz me miró con calma.

—Porque no todos gestionamos el pasado igual —respondió—. Y porque tú y Camila tienen estilos de apego distintos. Tú tienes miedo a perder. Ella, por lo que cuentas, tiene miedo a ser controlada.

Me quedé callado.

—¿Te obliga a cortar a alguien? —me preguntó.

—No.

—¿Te esconde cosas?

—No del todo… —reconocí—. De hecho, fue bastante directa desde el principio con lo de Andrés.

—Entonces el problema no es solo ella —dijo—. Es lo que esa situación detona en ti. Lo que te recuerda.

Recordé a Sara.
A Leo.
Al “es solo un amigo”.

Me ardieron los ojos.

—Yo sé —dije—. Que no es justo comparar. Pero… ¿y si sí es igual y soy un pendejo si confío?

—La confianza no es ausencia de miedo —contestó—. Es decidir qué haces con ese miedo. Y también… hay algo importante: puedes no querer repetir la historia y aún así poner límites. No se trata de aguantar todo para “no ser tóxico”.

Levanté la vista.

—¿Puedo poner límites? —pregunté—. Porque pareciera que si le digo “no me gusta que le digas eso a tu ex”, soy un controlador machito.

—Depende cómo lo digas y qué estés pidiendo —aclaró—. Un límite no es “prohibirte esto”. Es “esto me duele, me hace sentir inseguro, y no puedo estar en una relación donde pase”. Luego la otra persona decide si puede adaptarse, y tú decides si te quedas.

Me quedé pensando en eso toda la semana.

Que yo también tenía voz.
Que no todo era tragarme los celos o explotar.

Que había un punto medio.


VI. GUADALAJARA, TERRITORIO NEUTRO

La siguiente gran prueba vino en forma de boleto de avión.

—Me invitaron a la boda de Gaby —me dijo Camila una noche—. ¿Te acuerdas? Mi amiga la psicóloga, la que vive en Guadalajara. Se casa en octubre.

—Qué chido —respondí.

—Andrés también va a estar —añadió, como quien anuncia qué clima habrá.

Me dio un mini infarto.

—Ah.

—Y… —mordió un pedacito de tortilla— me gustaría que vinieras conmigo.

No me lo esperaba.

—¿A la boda?

Asintió.

—Sí. Ya es hora de que conozcas mi vida de allá. Mis papás, mis amigos… —hizo pausa— y también a Andrés. Prefiero mil veces que lo conozcas en vivo, que lo veas, que veas cómo nos llevamos, a que siga siendo un fantasma en tu cabeza.

La idea me dio ansiedad y paz al mismo tiempo.

—¿Y él sabe de mí? —pregunté.

—Claro —rió—. Si le hablo de ti todo el tiempo. Está hasta harto de oír “Emilio dijo, Emilio hizo”.

No pude evitar sonreír tantito.

—¿Y qué opina?

—Que si te haces el chistoso, te va a tirar al canal de avenida Patria.

Nos reímos los dos.


Yo no conocía Guadalajara más allá de visitas relámpago de niño. Esa vez, llegar como “el novio chilango de la ex de Andrés” se sentía como entrar a territorio enemigo.

Camila y yo nos quedamos en casa de sus papás, en la colonia Colomos Providencia. Su mamá me recibió con un abrazo y una orden:

—Aquí se come bien, mijo, así que venga con hambre.

Su papá, más seco, me escaneó de arriba abajo.

—¿Entonces tú eres el diseñador? —me preguntó.

—Sí, señor.

—¿Y sí se puede vivir de eso o todavía te mantienen tus papás?

Lo dijo en serio.

Yo me reí, incómodo, explicándole mis campañas, mis clientes, mis horarios. Al final, se quedó medio convencido.

La boda era en un jardín en La Toscana, cerca de Zapopan. Camila se puso un vestido verde oscuro que le quedaba espectacular. Yo me puse traje, corbata, gel en el pelo. Me veía menos yo, pero decente.

En el Uber, ella apretó mi mano.

—Acuérdate: el primer alcohol te lo tomas conmigo, no con mis amigos —bromeó.

—¿Y el segundo?

—Ya veremos.


En la boda, después de saludar a medio mundo, vi a un grupo de hombres acercarse. Uno de ellos, con barba, camisa bien planchada, sonrisa fácil, se acercó a Camila como si hubieran ensayado.

La abrazó.
Le dio un beso en la mejilla, de esos que duran un segundo extra.

—¡Cami! —dijo—. Por fin. Ya creía que no ibas a venir.

Ella sonrió.

—Te dije que sí, tarado. Nada más que Ciudad de México no está a la vuelta.

Él se volvió hacia mí.

—¿Este es Emilio? —preguntó.

Asentí, sintiendo un nudo en el estómago.

—Sí —dijo Camila—. Emilio, él es Andrés.

Nos dimos la mano.

Su apretón fue firme, no agresivo.

—Mucho gusto, güey —dijo, sincero—. Ya me sé chistes tuyos y todo.

—Igualmente —respondí—. Y sí, la mayoría son ciertos.

Se rió.

—No inventes, Cami —la miró a ella—, me debiste presentar a este cabrón antes. Así ya no tendría que escuchar solo tu versión de las cosas.

Todo fue muy cordial.

Demasiado cordial.

Andrés no era el monstruo que yo me imaginaba.

No era un macho alfa, ni un artista atormentado, ni un tipo manipulador. Al contrario: era amable, gracioso, hacía bromas sobre su propia torpeza.

—Soy el ex oficial —dijo, brindando—. Pero no se preocupen, no vengo a arruinar nada. Ya tengo mi terapia avanzada.

Me relajé un poco.

Lo vi interactuar con Camila. Sí había confianza. Sí había cariño. Pero también había algo que no había detectado a distancia: una especie de límite invisible que ninguno cruzaba. No se tocaban de más, no se quedaban solos, no se susurraban secretos en las esquinas.

En un momento, mientras Camila estaba en el baño, Andrés y yo coincidimos en la barra.

—¿Qué tal la ciudad de México? —me preguntó.

—Caótica —respondí—. Pero se deja querer.

Asintió.

—Cuida mucho a Cami, ¿sí? —dijo—. Esa mujer vale oro. Y también sabe mandar muy lejos cuando se siente enjaulada.

—Lo sé —respondí—. Estoy tratando de no ser una jaula.

Él me miró, serio.

—Sé que te incomoda que seamos amigos —dijo—. Yo también me hubiera incomodado hace unos años. Nomás te quiero decir algo, por si te sirve: yo ya tuve mi oportunidad. La tuve cuatro años. Y la regué. No por infidelidades ni nada cliché. La regué porque me dio miedo que ella creciera más que yo. Y la quise detener. Y Cami no se deja detener. Eso te habrá quedado claro.

Asentí.

—Entonces —continuó—, no soy tu competencia. Soy tu advertencia.

Lo dijo con una mezcla de humor y sinceridad que me dejó callado.

Brindamos.


Esa noche, en el hotel donde nos quedó una habitación de cortesía cerca del jardín, Camila y yo nos acostamos, cansados, felices por los novios, medio entonados.

—¿Y? —preguntó, con la cabeza en mi pecho—. ¿Te cayó mal Andrés?

—No —confesé—. Me cayó bien. Me cag… digo, me molesta que me caiga bien.

Se rió.

—¿Te sientes más tranquilo?

—Sí —admití—. Pero todavía… —busqué la palabra— celoso. No tanto de él. De lo que ustedes comparten.

Camila se quedó pensativa.

—Te entiendo —dijo—. Pero espero que esto te haya servido para ver que no hay onda rara. Que lo que hubo, ya fue. Que ahora solo es un amigo.

La frase regresó.

Solo es un amigo.

Esta vez no me sonó a excusa.

Me sonó más a mantra.


VII. LO QUE REALMENTE ME TRONÓ

Después de la boda, pasaron unas semanas tranquilas.

Yo seguía yendo a terapia. Camila seguía hablando con Andrés de vez en cuando, pero ya no me tomaba por sorpresa. Me decía:

—Hablé con Andrés, me contó que va a cambiar de chamba.

O:

—Ve lo que me mandó, está bien menso.

Yo sonreía, respiraba, respondía.

Aprendí a identificar cuándo mi enojo era por algo real y cuándo era mi pasado haciéndome ruido.

Hasta que una noche, el problema ya no fue él.

Fue ella.


Habíamos tenido una semana complicada. Yo traía un proyecto encima con un cliente que quería cambios cada cinco minutos. Camila estaba lidiando con su jefe, un argentino insoportable que le exigía estar conectada hasta las diez de la noche.

Ese viernes, quedamos en vernos en mi depa para desahogarnos. Yo compré vino barato y sushi. Ella llegó casi a las once, con cara de muerto viviente.

—Estoy harta —dijo, tirando la bolsa en el sillón—. Harta del trabajo, harta de la chamba, harta de todo.

La abracé.

—Aquí no es trabajo —le susurré—. Aquí es tu refugio.

Me abrazó fuerte.

Nos fuimos calmando.

Pusimos música, cenamos, nos reímos de nuestros jefes.

Todo iba bien.

Hasta que sonó su celular.

Ella lo tomó, vio la pantalla, frunció el ceño.

—¿Qué pasó? —pregunté.

—Nada —lo volvió a dejar.

—¿Andrés? —aventuré.

—No —dudó—. Bueno, sí. Pero no es eso.

—¿Qué te puso?

Dudó, otra vez.

Y ahí fue donde, por primera vez, la vi esconder algo.

—Nada importante —dijo—. Luego veo.

Algo se me clavó.

—¿Puedo ver? —pregunté, con la voz lo más tranquila posible.

—Emilio… —se incomodó—. Se siente raro que me pidas eso.

—Se siente raro que me escondas la pantalla —repliqué—. Sobre todo después de todo lo que hemos hablado.

Se hizo un silencio tenso.

Al final, bufó y me extendió el celular.

Leí.

Andrés: “Oye, Cami, no sé si te pueda decir esto… pero tenía que sacarlo. Hoy soñé contigo. Fue raro. Te veía en la boda, con tu vestido verde, y sentí cosas bien fuertes. A veces me pregunto si no nos rendimos muy rápido.”

Boom.

Andrés: “Tranquila, no te lo digo para incomodarte. Solo… quería ser honesto. No espero nada. Te quiero mucho. Buenas noches.”

Me sudaron las manos.

Levanté la vista.

—¿Y esto? —pregunté, enseñándole el celular.

Camila se pasó la mano por la cara.

—Por eso no quería darte el teléfono —dijo—. Sabía que te ibas a poner así.

—¿Así cómo? —sentí que me temblaba la voz—. ¿Como alguien que ve cómo el ex de su novia le dice que soñó con ella y que siente cosas fuertes? ¿Y que se pregunta si no se rindieron muy rápido? ¿Cómo esperas que me ponga, Camila, que te aplauda?

—Él está hablando de sus sentimientos —respondió, irritada—. Yo no le dije nada.

—Todavía —rematé.

Ella abrió más los ojos.

—¿Qué estás insinuando?

—Que te gusta —disparé—. Que una parte de ti sigue enganchada. Que por eso no has puesto límites claros.

—¡Eso no es verdad! —alzando la voz—. Yo jamás le he dado alas. Siempre que saca temas así, le digo que ya pasó.

—¿Y por qué no se ve ningún “ya pasó” aquí? —le señalé el chat—. ¿Por qué no le contestaste: “No me mandes estas cosas, me incomodan, tengo novio, respeta”? ¿Por qué te quedaste callada?

Porque sí, vi el detalle: el mensaje no tenía respuesta.

Camila apretó los labios.

—Estaba procesando —dijo—. No sabía qué contestar.

—Te lo pregunto claro —dije, sintiendo que la garganta se me cerraba—. ¿Sigues enamorada de Andrés?

Ella se quedó callada.

Ese silencio fue peor que cualquier “sí” o “no”.

—Respóndeme —insistí.

—No es tan simple —murmuró.

Me reí, pero sin humor.

—Siempre es simple cuando se trata de mí —dije—. O confías o no. O cortas o no. Pero cuando se trata de tu ex, resulta que todo es complejo, profundo, lleno de matices.

Camila se levantó, nerviosa.

—No hables como si yo fuera la mala de la película —dijo—. Yo he sido transparente. Te traje a Guadalajara, te lo presenté, nunca te he engañado.

—La transparencia no quita el impacto —repliqué—. Que estés jugando limpio no significa que no estés jugando con fuego.

Nos miramos.

El ambiente se cargó.

—¿Qué quieres que haga? —preguntó, al fin.

Ahí estaba.
La pregunta clave.

Mis dedos se apretaron en el respaldo del sillón.

Me acordé de lo que la terapeuta había dicho:
“Un límite no es prohibir. Es decir: esto no puedo vivirlo así”.

Tragué saliva.

—Quiero… que le pongas un límite claro —dije—. Que le digas que esos mensajes son una falta de respeto para tu relación. Que no estás disponible para ser su “qué hubiera pasado”. Y que si no entiende, te alejes.

Ella parpadeó.

—¿Quieres que lo bloquee?

—Quiero que tú decidas eso —respondí—. Pero si me preguntas qué necesito para estar tranquilo, sí, necesito que ya no sea una figura constante. Que ya no sea tu confidente. Si lo ves de vez en cuando en reuniones de amigos, ok. Pero esto —levanté el cel— ya no está chido. Y no voy a hacerme el moderno para aplaudirlo.

Se quedó pensativa.

—Siento que me estás pidiendo que corte un pedazo de mi historia —dijo, bajito.

—No —negué—. Tu historia nadie te la quita. Él siempre va a ser parte de tu pasado. Pero yo… no puedo construir mi futuro con alguien que tiene una puerta medio abierta hacia atrás.

Ella respiró hondo.

—¿Y si no puedo? —preguntó, con honestidad brutal—. ¿Y si no estoy lista para eso? ¿Y si al pedirte que confíes, también me estoy diciendo a mí misma que un pedazo mío no se ha terminado de despedir?

A veces, la verdad se siente como un balazo.

Me dolió.
Pero agradecí que lo dijera.

—Entonces tal vez no estás lista para estar conmigo —dije, sintiendo que la voz me temblaba—. No porque seas mala. Porque estás en otro lugar. Y yo ya no quiero competir con fantasmas.

Se hizo un silencio que parecía eterno.

Camila se dejó caer en el sillón.

—No quiero perderte —susurró.

—Y yo no quiero perderme a mí —respondí—. Ya me perdí una vez por aguantar cosas así. No voy a repetirlo.

Nos miramos largo rato.

Estábamos en un callejón sin salida.

¿O sí había salida?


VIII. LA PAUSA QUE PARECÍA FIN

Camila se fue esa noche.

No en plan dramático de novela, pero sí con una maleta improvisada.

—Necesito pensar —dijo—. No quiero tomar decisiones desde el enojo.

—Yo tampoco —le respondí.

Nos abrazamos.

No fue un abrazo de ruptura.
Fue un abrazo de esos que dices “ojalá esto no sea la última vez”.

Cuando se fue, mi departamento se sintió enorme.

Y yo, mínimo.

Me tiré en el sillón, viendo el techo, con la sensación de que todo se me salía de las manos.

Le escribí a la terapeuta.

Yo: “Sé que no es día, pero necesito adelantar la sesión. Siento que me arrancaron algo.”

Me respondió que podía verme al día siguiente.


Esa sesión fue dura.

—¿Qué duele más? —me preguntó Beatriz—. ¿La idea de que ella siga teniendo sentimientos por su ex o la idea de que tú no controlas eso?

Lo pensé.

—Las dos —admití—. Yo sé que no puedo controlar con quién siente qué. Pero… duele pensar que aunque estoy haciendo todo bien, no basta.

—¿Qué es “hacer todo bien”? —preguntó.

Enumeré.

—No revisarle el teléfono (mucho) —intenté bromear—. No prohibirle amistades. Hablar mis celos. Ir a terapia. No explotar. No hacerme el macho.

—Y eso habla muy bien de ti —dijo—. Pero recuerda: aunque hagas todo bien, el resultado no depende solo de ti. Depende también de dónde está la otra persona en su proceso.

—¿Y si su proceso todavía incluye a su ex? —pregunté, con un hueco en el pecho.

—Entonces tú decides si quieres estar con alguien que emocionalmente no está disponible al cien por ciento —respondió— o si prefieres tomar distancia. Ninguna opción te hace débil ni malo.

—Siento que si me voy, estoy perdiendo —confesé—. Como si el ex “ganara”.

Beatriz sonrió.

—No eres un premio que se entregue al final de una competencia —dijo—. Y Camila tampoco. No se trata de quién gana. Se trata de quién puede estar en una relación de forma saludable contigo. A veces, el acto más amoroso, incluso hacia la otra persona, es decir “no puedo seguir aquí”.

Me fui de la terapia con más preguntas que respuestas.

Camila no me escribió ese día.
Ni el siguiente.

Yo tampoco.

Era una guerra fría de silencios.

Mis amigos me decían:

—Mándala a la chingada, wey. ¿Cómo que todavía duda entre tú y el ex?

Pero yo sentía que no era tan simple.

No era un triángulo amoroso de novela barata.

Era una mujer con historia.
Con apegos.
Con miedo a soltar.

Y un hombre, yo, con historia.
Con heridas.
Con miedo a repetir.


Al cuarto día, me llegó un mensaje suyo.

Cami: “Podemos vernos hoy en la noche. En el parque de la esquina. No quiero hablar por mensaje.”

Mi corazón dio un brinco.

Yo: “Sí. A las 8.”

Y así, a las ocho, estaba sentado en una banca junto a un árbol, con las manos sudando, esperando a la mujer que quizá iba a romper conmigo o a construir algo nuevo.


IX. LO QUE ELLA DECIDIÓ

Camila llegó con una sudadera grande, sin maquillaje, el pelo recogido. Ojerosa. Como si tampoco hubiera dormido bien.

Se sentó a mi lado.

—Hola —dijo.

—Hola.

Nos quedamos en silencio un minuto, mirando a un grupo de niños que jugaba con una pelota a unos metros.

—Hablé con Andrés —dijo, de pronto.

Mi estómago se apretó.

—¿Sí? —intenté sonar neutral.

Asintió.

—Le dije que ya no podía seguir como si nada. Que me molestó que me mandara lo del sueño. Que me pareció una falta de respeto para mí y para ti.

—¿Y qué dijo?

—Que tenía razón —se encogió de hombros—. Que estaba siendo egoísta. Que estaba usando nuestra historia como refugio cuando su vida presente le daba miedo. Que no quería perderme ni siquiera como fantasía.

—¿Y tú? —pregunté—. ¿Qué le dijiste de ti?

Respiró hondo.

—Le dije que lo quiero —la palabra me atravesó, pero no me sorprendió—. Que una parte de mí siempre va a quererlo, porque fue mi pareja muchos años, porque compartimos mucho. Pero también le dije que ya no estoy enamorada de él. Que hace tiempo dejé de imaginarme una vida con él. Que lo que extraño a veces no es él, sino la idea de seguridad que creía que tenía.

Se me hizo un nudo en la garganta.

—Y le dije —continuó— que ahora estoy contigo. Que contigo me siento más yo que con nadie. Que contigo tengo miedo, pero del bueno: miedo de crecer, de alcanzar cosas, de que me veas como soy. Y que no puedo tener un pie allá y otro aquí. Que necesito estar completa en un solo lugar.

La miré.

Tenía los ojos llenos de lágrimas.

—Le dije que por eso… necesitaba tomar distancia —añadió—. Que ya no quería ser su confidente. Que si nos vemos será en plan amigos de grupo, si coincidimos, pero que se acabó lo de hablar todos los días, mandarnos cosas, contarnos intimidades.

—¿Y cómo se lo tomó? —pregunté.

—Lloró —admitió—. Mucho. Me dijo que era como perderte dos veces. Al principio me sentí horrible. Como si lo estuviera abandonando. Pero luego… sentí algo distinto. Como si me estuviera regresando a mí misma.

Se le escapó una sonrisa triste.

—Y luego… —me miró— hablé conmigo misma. Y con mi terapeuta.

No sabía que ella también estaba yendo a terapia. Me enteré ahí.

—Me di cuenta —dijo— de que yo también había estado jugando chueco. No contigo, no con Andrés. Conmigo. Queriendo tenerlo todo: la estabilidad emocional de un amor viejo y la emoción de un amor nuevo. Y eso no se puede. O no se puede sin lastimarlos a ustedes y a mí.

Se quedó callada un momento.

—Te dije que no quería perderte —continuó—. Pero también me di cuenta de algo importante: no quiero perderme a mí misma volviendo atrás por miedo. Y lo que quiero hoy, Emilio… eres tú.

Me tardé unos segundos en procesar.

—Entonces… —leen mis ojos.

—Le dije a Andrés que ya no íbamos a ser amigos cercanos —soltó—. Que necesitaba cerrar esa etapa de verdad. Que íbamos a dejar de hablar un tiempo indefinido. No lo bloqueé, no quise hacer eso, porque me conozco y sé que si un día algo pasa, prefiero hablar que desaparecer. Pero sí borré el chat. Saqué sus fotos de mis favoritos. Archivé nuestros recuerdos en lugar de tenerlos ahí, a la mano.

Sacó su celular.

—Y si quieres ver… —me lo extendió—, lo ves. No tengo nada que ocultarte.

No lo tomé.

—Te creo —dije.

Y de verdad, por primera vez, la creí.

No era una maniobra para calmarme.
Era un acto de amor… hacia sí misma y hacia mí.

—No lo hice solo por tus celos —continuó—. Lo hice porque me di cuenta de que yo también merezco estar al cien en lo que elijo. Y hoy te elijo a ti. Con tus miedos, con tus heridas, con todo. Si tú todavía quieres elegirme a mí.

Ahí estaba.

Mi turno.

La vi.
Ojerosa.
Valiente.
Vulnerable.

Recordé a Sara, a Leo, al “es solo un amigo”.
Recordé el chat de Andrés, el vestido verde, la boda, los memes, las noches de dudas.

Y recordé también las veces que Camila me había dado la mano cuando yo me derrumbaba, sus risas, su forma de emocionarse con mis proyectos, la manera en que decía “Emi” cuando estaba contenta.

Respiré hondo.

—No puedo prometer que mis celos van a desaparecer —dije—. No puedo prometer que nunca voy a tener miedo. Pero puedo prometerte que voy a seguir yendo a terapia, que voy a hablar en vez de reventar, que voy a confiar en lo que me estás diciendo hoy. Y que voy a intentar, cada día, verte como eres ahora, no como las personas que me lastimaron antes.

Le tomó un segundo entender.

Luego sonrió, con esa sonrisita chueca que me encanta.

—Entonces… —susurró— ¿seguimos?

—Seguimos —respondí.

Nos abrazamos.

Y en ese abrazo sentí algo que no había sentido en mucho tiempo:
que no estaba luchando contra un enemigo, sino caminando al lado de alguien que también estaba luchando sus batallas.


X. NO ES UN FINAL FELIZ, ES UN INICIO HONESTO

No voy a mentir.

No fue magia.

No es como que desde ese día, jamás volví a sentir celos. O como que Andrés desapareció de la faz de la tierra y nunca más supimos de él.

De vez en cuando, entre amigos, alguien lo mencionaba. Alguna amiga decía:

—Andrés anda con alguien nueva.

Yo sentía un cosquilleo en el estómago.

Camila y yo nos mirábamos.

—Me da gusto por él —decía ella, y se notaba sincera.

Yo asentía.

Poco a poco, el nombre dejó de sonar como amenaza y se volvió lo que siempre debió haber sido para mí: parte de su pasado. No una sombra en nuestro presente.

La diferencia no fue solo que Camila se alejara de él.
Fue que los dos empezamos a hacer algo que en México nos cuesta: poner límites sin hacernos las víctimas.

Yo dejé de creer que “no ser tóxico” era aguantar todo.
Aprendí que podía decir “esto me duele” sin ser controlador.

Camila dejó de creer que “ser moderna” era mantener a todos sus ex cerca.
Aprendió que podía honrar su historia sin tener que cargarla a cuestas.


La última vez que supe de Andrés fue por un mensaje que él mismo me mandó, meses después, una madrugada.

Andrés: “Perdón por el audio a esta hora, güey, ando medio pedo, pero quería decirte algo.”

Adjunto, venía un audio.

Lo escuché al día siguiente.

“Emilio, soy Andrés. Ya sé, qué oso que te hable, pero neta, gracias. Gracias por saber poner un alto sin hacer drama, por no hacerme enemigo cuando pudiste. Y gracias por querer bien a Cami. Cuídamela, pero también déjala volar. Eso fue lo que no supe hacer yo.”

Lo guardé.

No se lo enseñé a Camila hasta tiempo después, una tarde tranquila, cuando estábamos echados viendo el atardecer desde la azotea del edificio.

Se lo puse.

Ella lo escuchó, en silencio, con lágrimas quietas.

—La vida es rara —dijo, al terminar—. Mi ex agradeciéndole a mi novio.

Me reí.

—México mágico —respondí.

Nos quedamos abrazados, viendo cómo el cielo se llenaba de naranjas y rosas.


Si alguien espera de esta historia un “y se casaron, tuvieron hijos y jamás volvieron a pelear”, le voy a quedar mal.

Camila y yo seguimos siendo humanos.

A veces discutimos por tonterías: por quién lava los platos, por qué no me avisó que llegaría tarde, por qué dejo calcetines por toda la casa.

A veces me asaltan fantasmas viejos.

A veces a ella le dan ganas de salir corriendo y huir de toda responsabilidad.

Pero ahora tenemos algo que no teníamos al principio:
un lenguaje compartido para hablar de todo eso.

No se trata de borrar exes, borrar pasados, borrar miedos.

Se trata de decidir cómo convivimos con ellos.

Y sí, todavía hay quien, cuando escucha la historia, me dice:

—Yo no hubiera aguantado. Yo desde el principio la mando a la fregada. Eso de que “somos amigos del ex” no se puede.

Les sonrío.

Porque entiendo de dónde viene.

Pero también porque sé todo lo que me habría perdido si hubiera decidido ser valiente de la forma equivocada: huyendo.

Preferí ser valiente quedándome, pero poniendo condiciones sanas.

Camila prefirió ser valiente renunciando a una comodidad emocional para apostar por una nueva.

Y Andrés… bueno. Él prefirió ser valiente aceptando que hay historias que se terminan, aunque den ganas de escribirles otros capítulos.


Si me preguntan hoy qué pienso cuando alguien dice:

—“Es solo un amigo”.

Ya no contesto con sarcasmo.

Respondo:

—Depende de cómo lo vivan.

Porque sí hay “solo amigos”.
También hay excusas.
Y también hay historias en pausa.

Lo importante no es el título.

Es la honestidad.

Lo aprendí a la mala, lo sé.
Pero lo aprendí.

Y si algo agradezco de esta telenovela mexicana sin patrocinio es que, al menos, al final no hubo villanos caricaturescos, solo personas rotas tratando de hacer lo mejor que podían.

Lo demás, como diría mi abuela, es puro mitote.

Pin