Del éxito con Bronco al dolor del distanciamiento: a los 66 años, Ramiro Delgado por fin acepta sus errores, cuenta su verdad completa y confiesa qué es lo que más extraña de sus antiguos compañeros

La cámara se acercó lentamente a su rostro.
Sombrero bien puesto, bigote perfectamente recortado, el acordeonista que durante décadas hizo bailar a México entero ahora miraba al lente con una mezcla de cansancio y liberación.

—Ramiro, tienes 66 años, una historia marcada por la música, por Bronco, por una salida polémica y hasta por la política —dijo la conductora—. Hoy prometiste decir aquello que nunca habías dicho completo. ¿Estás listo?

Él respiró profundo.
No estaba en un estadio ni en un mitin; era un foro pequeño, de esos programas que se transmiten tarde, cuando el ruido del día baja y la gente se permite escuchar con calma.

—Listo —respondió—. Total… ya viví más de la mitad de mi vida. Es hora de dejar de actuar como si todo siguiera igual.

Hubo un silencio corto, pero intenso.
La frase que soltaría a continuación era la que nadie esperaba escuchar tan clara:

—Sí, me dolió lo que pasó con Bronco… pero también es cierto que yo no conté toda la verdad. Y hoy vengo a admitir algo que muchos ya pensaban: no soy solo víctima en esta historia, también fui terco, orgulloso y me equivoqué.

La conductora bajó la vista a sus tarjetas, desorientada.
Ese no era el guion que tenía preparado.


El hombre detrás del acordeón

Para una generación entera, el nombre de Ramiro Delgado está pegado a Bronco como el fuelle de un acordeón a sus teclas: imposible imaginar uno sin el otro. El músico regio se sumó a la agrupación en los años de despegue y se volvió rostro clave del “Gigante de América”, con su sombrero, su sonrisa y su estilo para adornar cada canción.Wikipedia+1

Más de 20 discos, giras interminables, historietas, película, series… Bronco no era solo un grupo, era una marca, un fenómeno popular que cruzó fronteras. Y ahí estaba él, siempre a la izquierda o a la derecha de Lupe Esparza, haciendo cantar al acordeón como si tuviera voz propia.Wikipedia+1

Pero el cuerpo no es eterno, ni los acuerdos tampoco.
En 2019, todo cambió: Ramiro se apartó de la agrupación alegando problemas de salud —presión alta, dolores de espalda por años de tocar el acordeón— y, poco después, denunció públicamente malos tratos y diferencias económicas con su compadre.Facebook+3El Comercio Perú+3Univision+3

Hubo entrevistas, acusaciones, comunicados, versiones encontradas, una demanda y muchas dudas. El público, como suele ocurrir, se dividió:
– “Yo estoy con Ramiro, lo explotaron.”
– “Bronco es Bronco sin él, que deje de hacer drama.”

Durante meses, el pleito ocupó titulares. Él se defendía, el grupo replicaba, los abogados hablaban. Y después… silencio.
Hasta hoy.


Del escenario a la política… y al vacío

A los 64 años, cuando muchos suponen que los músicos piensan en retiro, Ramiro sorprendió con otro giro: aceptó ser candidato a diputado local en Nuevo León por Movimiento Ciudadano.Grupo Milenio+2DEBATE+2

En las fotos de campaña aparecía con el mismo sombrero, saludando automovilistas, dando discursos, posando junto a la típica lona naranja del partido. Se hablaba de transporte, de becas, de apoyo a los jóvenes. Él aseguraba que quería “ser un puente” entre la gente y el Congreso.Grupo Milenio+2DEBATE+2

—Era un salto muy fuerte —recordó en la entrevista—. De los escenarios a la política. Muchos creyeron que lo hacía por coraje, para “cobrar factura”. Y… no te voy a mentir, una parte de mí sí quería demostrar que podía seguir adelante sin Bronco.

No ganó la diputación.Gale
Terminó la jornada electoral, los espectaculares se bajaron, los jingles de campaña dejaron de sonar, y Ramiro se encontró en su casa, en Apodaca, con algo más difícil que cualquier elección: demasiado silencio.

—Ahí fue donde empezó todo —admitió—. Tenía tiempo de sobra para pensar. Y cuando uno se queda solo con sus pensamientos, ya no hay aplausos ni likes que lo salven.


“Yo también fallé”: la admisión que nadie esperaba

La conductora decidió ir directo a lo que todos querían escuchar.

—Ramiro, cuando te fuiste de Bronco hablaste de injusticias, de malos tratos, de pagos que no eran justos. ¿Te sostienes en todo lo que dijiste?

Él asintió despacio.

—Sí. Lo que viví fue real. Mi salud estaba mal, mi espalda estaba hecha pedazos, mi presión se disparaba, y no sentí el apoyo que esperaba. Hubo cosas que dolieron y eso no lo voy a negar.

Se acomodó el sombrero, como si necesitara un segundo de refugio.

—Pero también voy a admitir algo que nunca dije en voz alta: yo tampoco supe manejar mi orgullo. Me cerré. Me aferré a la idea de que yo era el bueno y los demás los malos, y la vida no es tan simple.

La frase cayó pesada.
No estaba desdiciendo lo que denunció, pero estaba agregando una capa nueva: la autocrítica.

—Pude haber hablado de frente antes, sin cámaras, sin programas, sin demandas —continuó—. Pude haber dicho: “Compadre, me siento mal, siento injusticia, ayudemos a arreglar esto”. Pero elegí explotar cuando ya estaba al límite.

La conductora aprovechó la grieta:

—¿Te arrepientes?

—Me arrepiento de cómo lo hice —respondió—. No de lo que sentía, pero sí del camino. Y sé que mucha gente ya pensaba eso: que el orgullo nos ganó a todos. Hoy lo confirmo.


Lo que todos sospechaban: sí, extraña a Bronco

Hubo un tiempo en que cada nota sobre él incluía la misma pregunta:
“¿Extrañas a Bronco?”

Él se defendía como un buen norteño endurecido:
—Estoy bien, tengo mis cosas, la vida sigue.

Esta vez, a los 66, ya no intentó cubrirse con frases hechas.

—Claro que los extraño —dijo, casi sin pensarlo—. Extraño estar en el camión con los muchachos, las bromas antes de subir al escenario, los nervios de la primera canción. Extraño sentir cómo retumba el acordeón cuando suena “Que no quede huella” y la gente se vuelve loca.

Recordó una escena en particular: una noche en que, haciendo zapping, se encontró con una transmisión de Bronco en vivo en televisión.

—Me quedé viendo el show —confesó—. Vi a otro músico en mi lugar, con mi acordeón, haciendo mis movimientos. Y sentí una punzada fea en el pecho. No de coraje, de nostalgia.

La conductora lo miró con cuidado.

—Muchas personas lo dijeron en su momento: “Se ve que Ramiro extraña al grupo, aunque diga que no”.

Él sonrió triste.

—Tenían razón. Lo que pasa es que uno, cuando está dolido, se pone la coraza: “No los necesito, yo estoy mejor, ya pasó”. Puras mentiras piadosas que uno se cuenta para aguantar. Hoy puedo decirlo sin vergüenza: sí, extraño Bronco. Pero también entendí que mi vida no se acaba porque ya no esté ahí.


El lado B del pleito: el desgaste en casa

En la televisión se veían abogados, comunicados, notas de espectáculos. Lo que no se veía era lo que pasaba puertas adentro.

—Mi familia se cansó —reconoció—. Dondequiera que íbamos, alguien sacaba el tema. En la carnicería, en la iglesia, en la fila del banco: “¿Es cierto que demandaste a Lupe?”, “¿Ya te peleaste con todos?”.

Los nietos, según contó, crecieron escuchando dos palabras pegadas: “abuelo” y “pleito”.

—Una vez, uno de ellos me preguntó: “Abuelo, ¿por qué estás enojado con tus amigos de los caballos?”, porque así llamaba él a Bronco. Y no supe qué contestar.

Fue en esas pequeñas escenas familiares donde empezó a entender que el costo del conflicto no era solo económico o mediático, sino emocional.

—Ahí fue cuando me cayó el veinte —dijo—: había convertido un pleito de trabajo en el centro de mi vida. Y eso sí que fue un error mío, no de nadie más.


Salud, dinero y orgullo: la factura completa

La conductora quiso ordenar todo lo que él estaba soltando.

—Si pudieras hacer una lista, Ramiro… ¿cuál fue el precio que pagaste por todo esto?

Él levantó tres dedos.

—Primero, la salud —empezó—. Ya venía tocado, pero el estrés lo empeoró. Presión alta, espalda destruida, noches sin dormir. Cuando dejé el acordeón, mejoró el dolor físico, pero el de adentro seguía ahí.

—Segundo, el dinero. No voy a hacerme el santo: también me dolió sentir que mi trabajo no había sido valorado como yo pensaba. Y enojado, tomé decisiones legales que, aunque eran mi derecho, también drenaron tiempo y recursos.

—Y tercero, el orgullo —remató—. Ese fue el más caro. Me quedé atrapado en la idea de “tengo que tener la razón” y me olvidé de algo más importante: tener paz.

La admisión era clara:
Sí, hubo cosas que le hicieron daño.
Sí, buscó justicia.
Pero también aceptaba algo que muchos intuían desde afuera: que el pleito se había robado años que pudo haber usado de otra forma.


¿Habrá reconciliación?

La pregunta era inevitable.

—A ver, Ramiro —dijo la conductora—. Con todo lo que nos has contado, con lo que admites hoy… ¿verías posible una reconciliación con Bronco?

Él se tardó más de lo usual en responder.

—No lo sé —dijo al fin—. No depende solo de mí. Yo ya no soy el muchacho de antes; ellos tampoco. Cada quien hizo su camino y merecen respeto.

Se acomodó en el sillón.

—Lo que sí puedo decir es que ya no tengo ganas de seguir peleando. Si algún día nos encontramos y nos damos un abrazo sincero, sin cámaras, sería muy bonito. Si no pasa, también está bien. Lo importante es que yo ya no los llevo como enemigos en mi corazón.

La frase se sintió como un cierre, no del capítulo Bronco, pero sí del capítulo de la guerra.


La política, ¿refugio o distracción?

La conductora regresó al tema de su candidatura.

—Muchos pensaron que te metiste a la política para buscar foco después del pleito —comentó—. ¿Fue así?

Ramiro sonrió, esta vez sin defensas.

—Fue una mezcla —admitió—. Había un deseo sincero de ayudar, porque conozco las colonias, sé lo que se vive en la calle. Pero también había algo de orgullo: “Miren, sigo vigente, ahora de político”.

Cuando terminó la campaña y no ganó, llegó un vacío difícil de explicar.

—Me quedé sin Bronco, sin campaña, sin escándalo. Solo estaba yo, mi casa y un montón de tiempo libre. Y ahí me llegó la verdadera lección: tenía que aprender a estar bien conmigo, sin depender del traje, ni del acordeón, ni de la boleta electoral.


La vida hoy: más sencilla, más honesta

A sus 66 años, la rutina de Ramiro se parece poco a la que tuvo en los noventa y dos miles. Menos carretera, más familia. Menos hoteles, más mañanas de café en Apodaca.Grupo Milenio+1

—Sigo tocando, eh —aclaró—. El acordeón no se fue para siempre. Pero ahora lo hago a mi ritmo: presentaciones más pequeñas, eventos donde puedo convivir cerquita con la gente, sin tanto show.

Habla de proyectos con su hijo, de colaboraciones con músicos jóvenes de la región, de la satisfacción de montar un escenario modesto y ver igual de felices a los asistentes.

—Antes medía mi éxito en el tamaño del público —confesó—. Hoy lo mido en otra cosa: si puedo regresar a casa y dormir tranquilo, sabiendo que no le eché más leña al fuego del pleito, me doy por bien servido.


El mensaje que nadie esperaba escuchar de él

Al final del programa, la conductora le cedió la última palabra.

—Ramiro, hoy admitiste cosas fuertes: que extrañas a Bronco, que el orgullo te ganó, que no contaste la historia completa. ¿Qué le dices a la gente que te vio como héroe o como villano en todo esto?

Él miró a la cámara con una serenidad nueva.

—Les diría que no soy ni héroe ni villano —respondió—. Soy un hombre que se equivocó, que se enojó, que se sintió traicionado y que también dejó que el orgullo hablara demasiado.

Le tembló apenas la voz, pero no se quebró.

—Si algo quiero que se lleven de esta plática es esto: cuando tengas un problema con alguien de tu camino, habla antes de que el rencor se haga tu mejor amigo. No esperes a tener 66 años para darte cuenta de que perdiste tiempo valioso peleando por cosas que pudieron arreglarse hablando.

Hizo una pequeña pausa y añadió, con una sonrisa:

—Y a los que extrañan Bronco como era antes, les digo lo mismo que me digo a mí: la música que hicimos juntos nadie nos la quita. Lo demás… lo está acomodando el tiempo.

Las luces del foro bajaron.
Las redes sociales, esa misma noche, se llenaron de mensajes:
unos celebrando la honestidad, otros recordando viejas heridas, muchos compartiendo videos antiguos donde el acordeón de Ramiro marcaba el ritmo de una época.

Pero, al menos por un momento, lo que más ruido hizo no fue el escándalo, sino la imagen de un hombre de 66 años que, al fin, se atrevió a reconocer lo que todos sospechaban:
que la verdad casi nunca es de un solo lado,
y que la paz, a veces, llega solo cuando uno se mira al espejo y admite sus propias sombras.