“Se mudó con su hija buscando aire puro y paz, pero un llanto humano desde el pozo del patio lo llevó a bajar… lo que vio allí cambiaría sus vidas para siempre”

El pozo que guardaba un secreto imposible

Nicholas se detuvo en el umbral de su nueva casa, una estructura inclinada y maltrecha que había comprado con las últimas monedas obtenidas tras vender su apartamento en la ciudad. Apretaba con firmeza la mano de Sophie, su hija de siete años, que tosía suavemente.

Esa tos era la marca de los últimos dos años: hospitales interminables, medicamentos costosos, deudas y, finalmente, el abandono de su esposa, incapaz de sobrellevar la enfermedad de la niña. La promesa de aire limpio y tranquilidad en aquel pueblo olvidado parecía su última esperanza.

Una nueva vida… al menos por un tiempo

Los primeros días fueron un torbellino de trabajo. Nicholas reparó el techo, sustituyó tablas podridas, arregló la estufa. Sophie, aunque frágil, ayudaba recogiendo clavos o sosteniendo herramientas. Poco a poco, el color regresó a sus mejillas y su tos se volvió menos frecuente.

Por primera vez en años, Nicholas creyó que todo podría mejorar.

El primer llanto

Fue entonces cuando comenzaron los sonidos. Al principio, un murmullo lejano en mitad de la noche. Luego, un llanto prolongado, demasiado humano para ser el viento.

Sophie, con los ojos abiertos en la oscuridad, se metía bajo las mantas y susurraba:
—Papá… alguien está llorando en el patio.

Al amanecer, Nicholas decidió investigar. Recorrió el terreno hasta encontrarlo: un pozo antiguo, cubierto de musgo, con un brocal resquebrajado y una abertura negra que parecía absorber la luz.

El descenso

Durante días, el llanto continuó. Finalmente, Nicholas decidió bajar. Consiguió una cuerda resistente, una linterna y un par de guantes. Sophie, asustada, lo vio anudar la cuerda al tronco de un árbol cercano.

—No salgas de casa, pase lo que pase —le dijo.

El descenso fue lento. El aire se volvía más frío a medida que bajaba, y el eco del llanto se hacía más claro. No parecía un animal; eran sollozos humanos, pausados, como si vinieran de alguien agotado.

Lo que encontró en el fondo

Al llegar al fondo, la linterna iluminó algo que hizo que su piel se erizara: no había agua, sino un túnel estrecho excavado en la tierra. Desde él, provenía el llanto.

Nicholas avanzó agachado, sintiendo el barro adherirse a sus botas. Entonces vio una figura encogida contra la pared de tierra: una niña, no mayor que Sophie, con el vestido hecho jirones y la piel cubierta de suciedad.

Al verlo, la niña levantó la cabeza y sus ojos, enormes y asustados, se llenaron de lágrimas.
—No… no me deje aquí —susurró en voz ronca.

El rescate

Nicholas la cargó en brazos y retrocedió hasta el pozo. Con dificultad, logró subir con ayuda de la cuerda. Sophie esperaba en la entrada de la casa, inmóvil. Al ver a la desconocida, corrió a buscar una manta.

En el interior, Nicholas le ofreció agua y algo de comer. Entre sorbos y bocados tímidos, la niña contó lo poco que recordaba: había sido llevada allí por “un hombre” y dejada en la oscuridad durante días, quizá semanas.

La verdad oculta

Nicholas llamó a la policía local. Los agentes, al escuchar la historia, se mostraron tensos. Uno de ellos admitió que no era la primera desaparición de una niña en la zona en los últimos años. El pozo, cubierto de leyendas entre los vecinos, nunca había sido revisado a fondo.

Gracias a la descripción de la niña, comenzaron una investigación que reveló un rastro inquietante: varios indicios apuntaban a un hombre que vivía a las afueras del pueblo, conocido por “ayudar” en reparaciones y trabajos ocasionales en distintas casas.

Un cierre, pero no un final

La niña fue trasladada a un hospital y, poco después, a un hogar de acogida temporal. Nicholas y Sophie siguieron en la casa, pero el pozo fue sellado por las autoridades.

Las noches volvieron a ser silenciosas, pero Nicholas no olvidó el sonido de aquel llanto ni la mirada de la niña. Y Sophie, aunque no volvió a oír voces en el patio, dormía siempre con la ventana cerrada y una linterna junto a la cama.

Porque en ese pueblo, todos sabían que el pozo no había sido solo un agujero en la tierra… sino una puerta a los secretos más oscuros que alguien quiso enterrar.