La Niña que Aprendió a Comer con el Celular en la Mano y el Día en que su Papá Despertó Tarde
I. LA FOTO QUE NADIE QUERÍA VER
La imagen daba vueltas por todo el WhatsApp de la familia:
una mesa sencilla, un plato lleno de arroz rojo, frijoles y milanesa,
y una niña de ocho años, Sofía,
con los ojos pegados a la pantalla de un celular,
sin notar ni la comida,
ni la cara cansada de su papá frente a ella.
La foto no la tomó un extraño.
La tomó su propio padre, Javier Rivas, un hombre de treinta y ocho años que trabajaba como supervisor en una maquiladora de Tlaquepaque, Jalisco.
Cuando la sacó, su intención fue medio boba:
—“La voy a subir al Face, se ve chistosa, toda absorta en el celular”— pensó.
Pero al mirarla bien, ya con la imagen congelada en la pantalla,
algo se le atoró en la garganta.
Sofía con la boca medio abierta, la mano sosteniendo el tenedor,
el arroz intacto,
y la otra mano aferrada al teléfono.
No había risas, no había plática.
Sólo el brillo frío de la pantalla iluminando una cara de niña.
—¿Qué estás viendo, Sofi? —preguntó Javier.
—Videos —respondió, sin mirarlo—. De perritos.
—Come, mija, se te va a enfriar.
—Ahorita —contestó—. Nomás acabo este.
“Ahorita” se convirtió en cinco minutos más.
Luego diez.
Luego quince.
Javier vio la foto otra vez.
De repente, ya no le pareció graciosa.
Le pareció un espejo.
II. CÓMO EMPEZÓ TODO: “NOMÁS UN RATITO”
No siempre había sido así.
Cuando Sofía era más chiquita, Javier y Mónica, su esposa, se prometieron que no le iban a dar celular muy pronto.
—Que juegue, que corra, que pinte, que haga ruido como niña —decían.
Pero la vida se impone.
Javier trabajaba casi doce horas al día.
Mónica hacía costuras en casa para una señora de la colonia, además de cuidar a la niña, la casa, las cuentas, el gas, el súper.
Los primeros años, Sofía se entretenía dibujando, jugando con muñecas, armando casitas con cajas de cartón.
Pero conforme creció, también creció el cansancio de los padres.
Todo empezó una tarde de domingo en una fondita de la colonia “Santa Rosalía”.
Sofía estaba inquieta, aburrida, moviéndose en la silla, golpeando la mesa con los cubiertos.
—Mamá, tengo hambre. Mamá, ya tardaron. Mamá, mira. Mamá, mira. Mamá…
Mónica, con la cabeza tronándole de cansancio, sacó el celular.
—Ten, Sofi. Mira unos videos mientras llega la comida.
Javier alzó la ceja.
—¿Ya le vas a dar el cel?
—Es un ratito —respondió ella—. Nada más para que no desespere.
Y fue un ratito.
Ese día.
Luego llegó otro:
Sofía no quería comer verduras.
Mónica:
—Si comes tres cucharadas, te pongo caricaturas en el cel mientras terminas.
Otro día, Javier tenía que terminar un reporte urgente.
Sofía quería jugar.
—Papi, vamos al parque.
—No puedo, mija, tengo trabajo atrasado.
—Ándaleeee.
—Ten el celular, nomás una hora, ¿sí? Luego jugamos.
La hora se volvió costumbre.
El “nomás hoy” se volvió “pues ya”.
Y así, sin mala intención, sin ser “malos padres”,
le fueron entregando la pantalla como báculo,
como chupón digital,
como niñera silenciosa.
III. EL MUNDO EN UNA PANTALLA, LA CASA EN SILENCIO
Con el tiempo, el celular dejó de ser “prestado”.
Se volvió casi un objeto más de Sofía.
—¿Dónde está mi cel? —preguntaba ella.
Y nadie corregía el “mi”.
Javier justificaba:
—Si todos los niños traen, ¿por qué ella no? Además, peor sería que anduviera en la calle. Aquí está segura, en la sala, con su teléfono.
Mónica igual:
—Cuando está con el celular, no se mete en problemas. No anda jalando cables ni trepándose a las sillas. Y así yo avanzo con las costuras…
Y era cierto.
Funcionaba.
La niña se calmaba.
La casa se volvía silenciosa.
Pero ese silencio tenía un precio.
Las comidas se transformaron:
antes eran momentos de plática, aunque fuera poca,
ahora eran tres personas sentadas a la misma mesa,
cada quien mirando su pantalla.
Mónica, viendo videos de recetas en Facebook.
Javier, contestando correos del trabajo.
Sofía, viendo caricaturas o retos virales.
Las risas todavía existían, pero venían de los videos, no de la familia.
—Mira, mami, un perrito que baila —decía Sofía, enseñando la pantalla.
—Ajá, qué bonito —contestaba Mónica, sin despegar los ojos del suyo.
Javier alguna vez alcanzó a pensar:
—“No está bien, pero no sé cómo pararlo”.
Y como no supo, no hizo nada.
IV. LA MAESTRA QUE ENCENDIÓ LA ALARMA
Una tarde, en la escuela primaria “Benito Juárez”, la maestra de Sofía, la maestra Leti, organizó una junta con padres de familia.
—Buenas tardes —dijo, con tono serio—. Les pedí que vinieran porque hay algo que estamos viendo en grupo, y no es sólo con uno o dos niños: la distracción extrema y la dificultad para concentrarse sin pantallas.
Javier y Mónica se miraron.
—Suena conocido —murmuró ella.
La maestra continuó:
—Muchos de sus hijos sólo logran trabajar si tienen música, videos o estímulos constantes. Si les pedimos que se concentren en leer o escribir diez minutos seguidos, se desesperan, se paran, preguntan mil veces. Algunos me han dicho, literalmente: “Profe, póngame el celular mientras hago la tarea”.
Hubo murmullos en el salón.
—Miren —siguió la maestra—, yo no estoy aquí para demonizar la tecnología. No se trata de culpar, sino de pensar. ¿Cuántos de ustedes le dan el teléfono a sus hijos para que coman, para que no lloren, para que no molesten un rato?
Varias manos se alzaron, tímidas.
Entre ellas, las de Javier y Mónica.
La maestra sonrió con amabilidad, pero firme.
—No son malos padres por eso. Sólo están cansados. Todos lo estamos. Pero sí necesitamos asumir que ese comodín tiene consecuencias. Ellos no tienen la culpa; son niños. Los que se lo pusimos en la mano fuimos nosotros.
Javier sintió que la frase se le clavaba como aguja.
“Ellos no tienen la culpa”.
Esa noche, al llegar a casa, vio la escena de siempre: Sofía en la mesa, celular en mano, el plato enfrente, casi intacto.
Y fue cuando tomó la foto.
V. LA FOTO QUE CAMBIÓ TODO
La foto se quedó abierta en la pantalla del celular de Javier mientras él pretendía ver otra cosa.
No podía dejar de verla.
Sofía no se daba cuenta.
Reía de algo que veía en el teléfono.
Javier pensó:
“Yo se lo di para entretenerla.”
“Yo se lo di para que comiera.”
“Yo se lo di para que no hiciera berrinches.”
De repente, las frases de la maestra Leti se mezclaron con su propia voz.
—Mónica —llamó—, ven.
Ella llegó con un trapo en la mano.
—¿Qué pasó?
Le enseñó la foto.
—Mira.
Mónica torció la boca.
—Ay, sí. Así se ve todos los días. ¿Qué con eso?
—Escúchate —dijo Javier—. “Así se ve todos los días”.
La frase se quedó flotando.
Mónica se apoyó en el respaldo de la silla y, por primera vez, miró la escena como un observador externo:
su hija, hermosa, chiquita, ausente,
su plato lleno de comida,
el brillo azul del celular comiéndose toda la atención.
Sintió una punzada de culpa.
—¿Qué hicimos, Javi? —preguntó, en voz baja.
—Lo fácil —respondió él—. Lo que todos. Le dimos el cel para que no nos diera lata. Para que comiera rápido. Para que nos dejara “respirar”.
Se quedaron en silencio un momento.
—¿Se lo quitamos de golpe? —preguntó Mónica, angustiada—. ¿Y si hace berrinche? ¿Y si se trauma? ¿Y si nos odia?
Javier pensó en su propia adicción al teléfono, en cómo él también lo revisaba a cada rato.
—Tal vez no es sólo “quitarle el cel” a ella —dijo—. Tal vez es empezar por nosotros.
VI. LA PRIMERA CENA SIN PANTALLAS
La noche siguiente, Javier tomó una decisión.
Llegó a casa, dejó el celular en la habitación, tiró las llaves en la mesa y entró a la cocina.
—¿Qué hay de cenar? —preguntó.
—Sopa de fideo y quesadillas —respondió Mónica.
—Bueno, pues hoy vamos a intentar algo —dijo Javier—. Hoy, ningún celular en la mesa.
Mónica abrió los ojos.
—¿Ninguno?
—Ninguno —confirmó él—. Ni el tuyo, ni el mío, ni el de Sofi.
En la sala, Sofía estaba viendo videos.
Se acercó.
—Hija, ven a cenar.
—Ahorita —respondió, sin despegar los ojos.
—No, mija, ahorita no —dijo Javier—. Ahorita ya es hora de cenar. Y el celular se queda aquí, en la sala.
Sofía lo miró como si le hubiera dicho una grosería.
—¿Qué? No. Yo como viendo el cel. Siempre así.
Mónica tragó saliva.
Sabía que el momento iba a llegar.
—Hoy no, mi amor —intervino—. Hoy queremos hablar contigo mientras comemos.
—¿Hablar de qué? —se quejó Sofía—. Ni que fuéramos muy interesantes.
Javier respiró hondo.
—De lo que tú quieras. De la escuela, de tus dibujos, de tus amigas. Pero el celular se queda acá.
Extendió la mano.
Sofía dudó.
Sintió esa especie de ansiedad que antes sólo había oído en adultos cuando se les acaba la batería.
—Papá, tantito —rogó—. Nomás lo pongo al ladito.
—No, Sofi. Confía. Nomás en la cena. Luego lo agarras otra vez.
La niña hizo un puchero, estuvo a punto de hacer berrinche.
Pero algo en la mirada de sus papás le dijo que iban en serio.
Dejó el celular sobre el sillón.
Lo vio como si dejara un pedazo de ella misma.
Se sentaron los tres a la mesa.
Los primeros minutos fueron raros, incómodos.
Se escuchaba… el sonido de las cucharas, los platos, la calle, la tele del vecino.
Todo, menos pantallas.
—¿Y cómo te fue hoy en la escuela? —preguntó Javier.
—Bien —respondió Sofía, seca.
Silencio.
—¿Y qué significa “bien”? —insistió Javier—. ¿Aprendiste algo nuevo, te peleaste con alguien, te reíste, lloraste?
Sofía se encogió de hombros.
—La maestra nos habló de hacer una maqueta de un volcán —dijo, al fin—. En equipos. Yo quiero hacer una que sí eche humito.
—Ah, caray —dijo Javier—. Eso suena chido. Yo de niño nunca hice uno con humo. A ver si el domingo nos armamos algo.
Mónica se metió a la conversación.
—Podemos usar una botella, plastilina y mentas con refresco, ¿no? Vi un video de eso.
Los tres se rieron un poco.
Poco a poco, la plática se fue soltando.
Sofía contó un chisme de su salón.
Javier contó de un compañero que casi incendia la maquila por distraído.
Mónica contó que la vecina le pidió recetas y terminó quedándose una hora más de lo debido.
Cuando terminaron de cenar, Sofía se sorprendió al darse cuenta de que… no había extrañado tanto al celular como creía.
—¿Ya lo puedo agarrar? —preguntó, aún así.
—Sí —dijo Javier—. Pero mañana vamos a hacer lo mismo, ¿eh? En la comida o en la cena, mínimo una sin celular.
Sofía rodó los ojos.
—Está bien.
Era un pequeño paso.
Pero era un paso.
VII. LOS ADULTOS TAMBIÉN ESTABAN ATADOS
Intentar cambiar la rutina no fue fácil.
Ni para Sofía, ni para sus padres.
Javier se dio cuenta de que, en el trabajo, cada pausa “libre” la llenaba con el celular: noticias, Facebook, memes, TikTok.
Al llegar a casa, seguía la inercia.
Una noche, Sofía le reclamó:
—Oye, papá, dijiste que no íbamos a usar el cel en la mesa… y tú estás contestando mensajes.
Lo agarró con las manos en la masa digital.
Javier se quedó helado.
—Es que es del trabajo, hija.
—Entonces tú sí puedes y yo no —reviró ella, cruzándose de brazos.
Mónica lo miró, como diciendo: “Y ahora, ¿qué vas a decir?”
Javier se sintió un hipócrita.
—Tienes razón, Sofía —admitió, dejando el cel a un lado—. Si te pido a ti que lo dejes, yo también tengo que hacerlo. Si es importante, me van a volver a llamar después de la cena.
A Mónica también le costó.
Había convertido el teléfono en su ventana al mundo: ver recetas, chismes de artistas, ofertas del súper, tips de limpieza. Y, en ratos, escapaba del cansancio deslizando el dedo por la pantalla.
Un día, en la comida, Sofía la pilló:
—Mamá, se te va a tirar la sopa del plato por andar viendo el cel.
Se rieron, pero el mensaje quedó claro.
Tuvieron que asumir, los dos adultos, que no podían exigirle a Sofía algo que ellos no estaban dispuestos a hacer.
VIII. LA SOBREDOSIS DE PANTALLAS Y EL PRIMER SUSTO REAL
Un sábado, mientras Javier trabajaba horas extra y Mónica adelantaba costuras, Sofía estaba en la sala con el celular viendo videos sin parar.
Videos cortos, uno tras otro.
Retos, bailes, bromas, dibujos animados, anuncios disfrazados de contenido.
Pasaron las horas.
Nadie se dio cuenta de cuánto tiempo llevaba así… hasta que Sofía empezó a quejarse:
—Me duele la cabeza.
Mónica levantó la vista.
—Pues apaga el cel un ratito.
—No —dijo Sofía—. Nada más lo bajo tantito.
Siguió viendo.
A los minutos, el dolor aumentó, mezclado con náuseas.
—Mamá, me siento rara.
Mónica se acercó y le tocó la frente.
—Estás caliente. ¿Desde hace cuánto te duele?
—No sé… desde hace rato.
Cuando Javier llegó, encontraron a Sofía llorando en la cama, con la cabeza enterrada en la almohada.
—¿Qué pasó? —preguntó.
—Le duele mucho —dijo Mónica—. Ya le di paracetamol, pero dice que siente como si le latiera el cerebro.
La llevaron a urgencias.
El médico, joven, con cara de no haber dormido en dos días, la revisó.
—Probablemente es una mezcla de migraña, cansancio visual y deshidratación —explicó—. ¿Cuánto tiempo pasa frente a pantallas?
Mónica y Javier se miraron, incómodos.
—Pues… lo normal —balbuceó Javier—. Como todos los niños hoy.
El doctor levantó una ceja.
—“Lo normal” ahora puede ser seis, ocho horas al día. Eso no es normal para un cerebro en desarrollo. ¿La supervisan? ¿Hacen pausas? ¿Tiene momentos sin pantalla?
Silencio.
—Miren —siguió el médico—, no les voy a dar un sermón, pero sí un dato: cada vez vemos más niños con problemas de atención, sueño y dolores de cabeza por exposición excesiva a pantallas. No es cuestión de satanizar, pero sí de poner límites.
Les dio recomendaciones:
—no pantalla antes de dormir,
—no pantalla en la mesa,
—no pantalla más de cierto tiempo seguido,
—espacios de juego sin teléfono.
Camino a casa, Sofía venía adormilada, pero mejor.
Mónica, con los ojos vidriosos, dijo:
—Nos están regañando por todos lados, Javier: la maestra, el doctor, hasta la niña…
—Pues será por algo —admitió él—. O hacemos algo nosotros, o lo va a hacer la vida a madrazos.
IX. EL PLAN “MESA, MIRADAS Y MENTIRAS BLANCAS”
Una noche de domingo, después de sacar cuentas y ver que el dinero seguía apretado, Javier propuso algo diferente.
—A ver, familia —dijo, en la mesa—. Ya vimos que el celular no va a desaparecer de nuestras vidas. No vivimos en una película. Pero sí podemos ponerle reglas. Y no sólo para Sofía, para todos.
—¿Qué tipo de reglas? —preguntó Mónica, con recelo.
—Primero: una comida o cena al día, sin pantallas. Como ya lo estamos intentando.
Segundo: antes de dormir, media hora sin cel. Ni tú, ni yo, ni Sofi. Platicamos, leemos algo, lo que sea. Pero sin pantalla.
Tercero: el cel no va a servir más de premio para que coma o para que se calle. Ya no. Buscamos otras formas.
Sofía hizo una mueca.
—¿Y si me aburro?
—Pues te aburres —respondió Javier—. El aburrimiento también sirve. De ahí salen ideas, juegos, dibujos.
—Pero mis amigos sí pueden —insistió ella—. Ellos comen viendo videos, juegan con el cel mientras hacen tarea…
Mónica intervino:
—Hija, no siempre lo que hacen los demás está bien. Y nosotros hemos cometido errores dándote el cel para todo. Ahora queremos hacerlo mejor. No porque eres mala, sino porque te amamos.
Sofía se cruzó de brazos.
—Se siente como castigo.
—No lo es —dijo Javier—. Pero si quieres verlo como castigo, que sea un castigo que compartimos también nosotros. No vamos a hacer nada que tú no quieras si no estamos dispuestos a hacerlo también.
Sofía los miró, desconfiada.
Pero vio que los dos hablaban en serio.
—¿Y si mienten? —preguntó—. ¿Y si cuando yo no esté, sí usan el cel en la mesa?
Javier se rió.
—Ah, caray, ni la maestra me revisa así. Te prometo que lo vamos a intentar. Y si fallamos, tú tienes derecho a reclamarnos. Trato.
Dieron la mano los tres, como si fuera un pacto secreto.
De ahí en adelante, las cosas no se volvieron perfectas…
pero cambiaron.
X. REDESCUBRIR LA MESA
Las primeras semanas del “plan” fueron raras.
Hubo días en que alguno se olvidaba y se sentaba con el cel en la mano. Los otros dos lo veían y gritaban:
—¡Multa!
Decidieron que cada vez que alguien rompiera la regla, tendría que lavar los platos de ese día.
—¿Y si nadie rompe la regla? —preguntó Sofía.
—Entonces me toca a mí siempre —dijo Mónica, riendo.
La mesa empezó a llenarse de cosas que antes no cabían:
—pláticas,
—chistes,
—recuerdos,
—quejas del trabajo,
—ideas locas de Valeria, que siempre inventaba historias para entretener a los primos cuando venían (corrijo: Sofía, se me cruzó el nombre, mantengamos Sofía).
En una cena, Sofía dijo:
—Hoy una niña llevó un lunch todo raro. Traía zanahorias, pepinos, jícama y una salsa así, como enchilosa, pero rica.
—Eso se llama “botana sana” —rió Mónica—. Luego te preparo una igual.
En otra, Javier contó un recuerdo de cuando él era niño y no existían smartphones.
—No tenían nada entonces —dijo Sofía, impresionada—. ¿No se aburrían?
—Claro que sí —respondió Javier—. Pero jugábamos con piedras, con pelota, hacíamos títeres de calcetines, cosas así. A veces me gustaría haberte podido dar eso a ti, en vez de tantas pantallas.
Sofía se quedó pensando.
—Todavía podemos, ¿no? —preguntó—. Hacer títeres… aunque también tenga cel.
Había entendido más de lo que parecía.
XI. EL VIDEO VIRAL… PERO AL REVÉS
Un día, la maestra Leti les dejó de tarea hacer un video en familia sobre algo que quisieran cambiar en su casa para mejorar la convivencia.
—Puede ser cualquier cosa —explicó—. Menos “que mis papás me compren un PlayStation”.
Quiero algo realista: “hablar más”, “recoger los trastes”, “no gritar tanto”… lo que ustedes vean.
Sofía levantó la mano.
—Profe, ¿puede ser sobre los celulares en la mesa?
—Claro —dijo la maestra, sorprendida—. Estaría buenísimo.
En la tarde, Sofía llegó emocionada.
—Tenemos tarea de video. Hay que hablar de algo que cambiamos en la casa. Quiero que sea de esto.
—¿De qué? —preguntó Mónica.
—De que antes yo comía viendo el cel, pero era porque ustedes me lo daban —soltó, sin anestesia—. Y ahora estamos intentando hablar más.
Javier levantó las manos.
—Nos va a quemar con la maestra, ya valimos.
Pero, viéndolo bien, era la verdad.
Grabaron el video con el celular, irónicamente.
Primera toma:
Sofía sentada, con el plato enfrente, viendo la pantalla sin voltear a ver a sus papás.
Texto: “Antes”.
Segunda toma:
Los tres en la mesa, carcajeándose porque a Javier se le cayó un pedazo de tortilla en la camisa.
Texto: “Ahora”.
Tercera toma:
Sofía mirando a la cámara.
—Antes mis papás me daban el celular para que comiera rápido o no molestara —dijo—. Yo no sabía que eso me hacía daño. Yo sólo quería videos.
Pero ahora intentamos tener una comida sin pantallas, y la verdad… a veces me canso, pero también está padre.
Y si ven este video, les quiero decir a los papás que no es culpa de los niños. Ustedes son los que nos ponen el celular enfrente.
Mejor si se lo ponen tantito a un lado y nos ven a nosotros.
Javier y Mónica se miraron.
No sabían si sentirse orgullosos o regañados.
La maestra Leti proyectó el video en el salón.
Algunos niños se rieron, otros se quedaron serios.
Hubo uno, Ian, que levantó la mano y dijo:
—Yo también como viendo el tablet. Pero nunca se me había ocurrido que podía… no hacerlo.
Leti sonrió.
—No se trata de prohibir por prohibir —dijo—. Se trata de que ustedes también tengan derecho a que los miren, no sólo a mirar pantallas.
El video se compartió en el grupo de WhatsApp de los papás.
Se hizo pequeño viral entre la colonia.
Y en medio de comentarios morbosos, hubo muchos que dijeron:
—“Sí, nos están dando donde duele.”
—“Yo también se lo paso para que no llore.”
—“Creo que lo estamos usando de muleta.”
XII. EL DÍA QUE LA FOTO CAMBIÓ
Un tiempo después, en un domingo de sol, decidieron comer en una fondita cerca del parque.
Javier sacó su celular para tomar una foto de la comida:
sopa de pasta, enchiladas, aguas de jamaica.
—A ver, Sofi, voltea —dijo.
Ella no tenía el celular en la mano.
Estaba jugando con los cubiertos, inventando historias raras sobre “enchiladas que son espías”.
—Di “queso” —dijo Mónica.
—¡Quesoooooooo! —gritó Sofía, riendo.
Javier miró la foto antes de guardarla.
Ahora se veía:
una niña despeinada, con la boca abierta de risa,
un plato medio desordenado por lo mucho que ya había comido,
y dos adultos mirando a la niña, no al teléfono.
Guardó la foto y se acordó de la otra, la de meses atrás.
Esa que lo había hecho sentirse culpable.
La abrió, la vio por última vez.
Luego la borró.
No para olvidar.
Sino porque ya no era el presente.
XIII. EPÍLOGO: NO SOMOS MONSTRUOS, SOMOS CANSADOS
Con el tiempo, la familia Rivas no se volvió perfecta.
Seguían usando celulares, claro.
Sofía siguió viendo videos, jugando, mandando stickers a sus amigas.
Pero ahora había islas libres de pantalla:
—las comidas juntos,
—la media hora antes de dormir,
—los domingos de parque.
A veces, Javier caía otra vez en la tentación de revisar el chat del trabajo a media cena.
Sofía le decía:
—¡Multa, papá!
Y él, en vez de molestarse, lo agradecía.
Mónica también tenía recaídas.
Se pillaba a sí misma viendo recetas en TikTok mientras Sofía intentaba contarle algo.
—Perdón, hija —decía, dejando el celular—. A ver, ¿qué me estabas diciendo?
No se trataba de ser santos digitales,
sino de ser conscientes.
Una noche, Sofía se metió a la cama de sus papás, como hacía cuando era más chiquita.
—¿Qué pasó, mija? —preguntó Javier.
—Nada —respondió ella—. Nomás… me siento bien cuando cenamos sin cel. A veces me aburro, pero también me gusta que me vean.
Javier la abrazó.
—Perdón por todas las veces que, en lugar de verte, te di una pantalla —susurró.
Sofía se encogió de hombros.
—Pues ustedes también se entretienen con el cel —dijo, con lógica brutal de niña—. No son monstruos. Nomás se cansan.
Mónica rió bajito.
—Somos adultos medio mensos, más bien —dijo—. Pero estamos aprendiendo.
Sofía bostezó.
—Mientras sigan intentando… está bien.
Se acomodó entre ellos dos, rodeada de calor humano…
no de brillo azul artificial.
Javier, en la oscuridad, pensó:
“No se trata de demonizar la pantalla.
Se trata de recordar que, antes de darle un teléfono para que ‘no moleste’,
tengo una niña que merece ser mirada
a los ojos.”
Y con ese pensamiento,
se quedó dormido,
sintiéndose un poco menos culpable
y un poco más responsable.
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