Entre aplausos, críticas y sospechas de montaje, Mariana Kalt explica cómo tomó la decisión de ser madre a los 64 años, qué papel juega su joven pareja y qué verdad se esconde detrás del impacto mediático.
La noticia no llegó en portada de revista ni filtrada por “una fuente cercana”.
Llegó de la forma más directa, incómoda y poderosa posible: de su propia boca, en un programa en vivo, sin previo aviso.
La legendaria conductora chilena Mariana Kalt, que durante décadas había sido rostro de noticieros, matinales y especiales de alto rating, estaba sentada en un set que conocía de memoria. Había ido, supuestamente, a hablar de su regreso a los medios, de un nuevo proyecto cultural y de su mirada sobre la televisión actual.
Todo transcurría dentro del libreto habitual: recuerdos de sus inicios, anécdotas con compañeros fallecidos, risas por algún chascarro que el público aún recordaba con cariño. Hasta que el conductor, con su sonrisa de siempre, lanzó la pregunta de rigor:
—Mariana, a tus 64 años se te ve distinta, luminosa, más liviana… ¿estás viviendo una etapa especial?
Ella pudo haber seguido el juego con una respuesta genérica: “mis nietos”, “el tiempo libre”, “el jardín”. Pero en lugar de eso, hizo lo impensado.

Tragó saliva, miró a la cámara con esos ojos que el país conocía desde los años noventa, y dijo:
—Sí. Estoy viviendo una etapa especial… porque estoy embarazada.
El silencio en el estudio fue tan denso que casi se podía tocar.
Hubo una risa nerviosa de algún asistente. El conductor parpadeó, incrédulo.
—¿Lo dices en serio? —atinó a preguntar.
Mariana asintió despacio.
—Lo digo en serio. A los 64 años, voy a tener un hijo… junto al hombre con el que comparto mi vida.
Y con esa frase, el país ficticio de esta historia se quedó sin aire.
La mujer que desapareció del mapa… para volver con un terremoto
Para entender el impacto, hay que recordar quién era Mariana Kalt antes de este anuncio.
Durante décadas, fue una figura central en la televisión: seria cuando había que dar noticias difíciles, cercana cuando tocaba entrevistar a familias, firme en debates complejos. Era la mezcla justa entre credibilidad y calidez.
Y de pronto, hace unos años, se fue.
Sin escándalo, sin pelea pública, sin grandes explicaciones. Dijo que necesitaba tiempo para sí misma, para “volver a sentirse persona y no solo rostro”.
Desde entonces, su presencia fue esporádica: una aparición en un programa especial, una charla en una universidad, alguna foto suelta en redes. A veces se la veía caminando sola, otras veces acompañada de un hombre claramente menor que ella, lo que generaba susurros, memes y comentarios maliciosos.
—Debe ser un amigo de la familia.
—No, es su pareja, lo vi en un restaurante con ella.
—Seguro es un periodista joven, o un asistente.
Pocos sabían que se trataba de Tomás, un ingeniero de 44 años, con el que llevaba una relación discreta, estable y sorprendentemente madura. Él no buscaba fama. Ella, por primera vez, no buscaba aparentar nada.
Durante un tiempo, el país olvidó tenerla en pantalla todos los días. Hasta que aquel anuncio a los 64 años los obligó a girar la cabeza de nuevo.
El amor en tiempos de prejuicios: “¿Qué hace con alguien tan joven?”
Cuando Mariana comenzó a aparecer seguida de Tomás, el foco no estaba en su sonrisa, ni en la paz que se notaba en su rostro, sino en la diferencia de edad.
Veinte años son mucho menos escandalosos cuando el mayor es hombre, pensaba más de alguno.
Pero en este caso, era ella la que tenía 60 y tantos; él, apenas cuarenta y pocos.
Las redes hicieron lo que siempre hacen:
Memes crueles.
Comentarios sobre “madres e hijos”.
Chistes sobre “ahijado”, “sobrino”, “nieto adoptivo”.
Pocas personas se pararon a considerar una idea más simple: que dos adultos, con vidas construidas, pudieran haberse elegido sin necesidad de aprobar ante la galería.
Tomás, al principio, se sintió tentado a desaparecer del mapa para no perjudicarla.
—No quiero ser una excusa para que te ataquen —le dijo una noche, mientras lavaban platos juntos.
Mariana dejó el paño, se secó las manos y lo miró con la calma de quien ya sobrevivió muchas tormentas.
—Yo pasé años proyectando una imagen perfecta para que nadie se molestara —respondió—. No pienso volver a hacerlo. Si te elijo, es con todo lo que eso trae.
Así, entre idas al supermercado y paseos a pie sin guardaespaldas, construyeron una relación que casi nadie entendía desde fuera, pero que para ellos se sentía, por primera vez, simple.
Hasta que la vida lanzó una carta que ni ellos mismos tenían en el mazo.
La noticia que llegó cuando ya no se esperaba
A sus 64 años, Mariana ya había hecho las paces con una idea: la de que la maternidad biológica no sería parte de su historia.
Había sido tía, madrina, mentora de generaciones de jóvenes periodistas. Tenía una hija adulta fruto de un matrimonio anterior, y un vínculo muy estrecho con niños y adolescentes a quienes acompañaba en talleres y fundaciones.
El tema de “tener otro hijo” se había tocado alguna vez con Tomás, entre risas.
—Si hubiera llegado antes, tal vez —bromeaba ella—. Ahora me da miedo quedarme dormida en las reuniones de apoderados.
—Bueno, siempre podemos adoptar un gato —respondía él.
Parecía zanjado. Pero el cuerpo tenía otros planes.
Al principio fueron detalles mínimos: más cansancio, una extraña sensación de náuseas, cambios que ella adjudicó a la edad, al estrés, a las hormonas.
Fue su hija quien insistió:
—Mamá, hazte exámenes. No dejes pasar nada. Ya sabes cómo eres para restarle importancia a todo.
Obedeció casi por cariño, no por preocupación. Una mañana, en una consulta cualquiera, con una doctora joven que no sabía muy bien cómo tratar a esa figura televisiva con la que había crecido, llegó el golpe.
La médica miró los resultados, frunció el ceño y luego sonrió con una mezcla de sorpresa y prudencia.
—Mariana… hay algo que tenemos que conversar con calma.
Ella se preparó para lo peor.
Nunca se imaginó lo contrario.
—Estás embarazada —dijo la doctora, midiendo cada sílaba—. Es un embarazo de altísimo riesgo, por tu edad, pero… la prueba es clara.
Mariana se quedó en silencio. Pensó que era una broma de mal gusto, una confusión de laboratorio, un error de sistema.
—¿Embarazada… yo? —repitió—. Tengo 64 años.
—Lo sé —respondió la doctora—. Por eso tenemos que ver esto con un equipo completo. Pero, por ahora, la realidad es esa.
Salió de la consulta con una carpeta en la mano y un torbellino en la cabeza. No sabía si reír, llorar, enfadarse, agradecer o salir corriendo.
Lo único que tuvo claro fue que no iba a tomar ninguna decisión sin hablar antes con Tomás.
La conversación más difícil con su pareja
Esa noche, Tomás la encontró sentada en el sillón, sin tele encendida, sin radio, sin libro inacabado. Solo ella y la carpeta sobre la mesa.
—¿Todo bien? —preguntó, al notar el ambiente extraño.
Ella lo miró con una mezcla de nervios y ternura.
—Tomás… necesito que te sientes.
Él obedeció.
Ella respiró hondo, tanteando la mejor forma de decir algo que ni ella terminaba de creerse.
—Hoy fui al médico —empezó—. Pensé que eran cosas de la edad, algún desajuste. Pero no es eso.
Tomás sintió un nudo en la garganta.
—¿Estás enferma?
—No —respondió—. Estoy embarazada.
Hubo unos segundos absurdos donde él pensó que había escuchado mal. Luego, la frase lo golpeó con toda su fuerza.
—¿Embarazada? —repitió, incrédulo—. ¿De verdad? ¿Estás segura?
—Más de lo que me gustaría —intentó bromear ella, pero los ojos se le llenaron de agua.
Él se levantó, empezó a caminar de un lado a otro del living, como si estuviera dentro de un sueño raro.
—Pero… ¿cómo es posible? ¿A tu edad? —se corrigió de inmediato—. Perdón, suena horrible. Es que… no me lo esperaba.
—Tranquilo —dijo ella—. Yo tampoco. La doctora dice que es un embarazo de alto riesgo, que hay que verlo con especialistas, que tenemos que pensarlo muy bien.
Tomás se detuvo. La miró a los ojos.
—¿Y tú qué quieres?
La pregunta quedó flotando.
Mariana se dio cuenta de que hasta ese momento no se la había hecho a sí misma, con todas sus letras.
—No lo sé —admitió—. Parte de mí tiene miedo. Mucho. Miedo por mi salud, por el bebé, por lo que va a decir el mundo entero. Y otra parte… otra parte no puede evitar sentir que esto es un regalo tardío, improbable, pero real.
Él se sentó de nuevo, tomó su mano.
—A mí no me importa lo que diga el mundo —dijo—. Me importa lo que pase contigo. Si decidimos seguir adelante, vamos a hacerlo con todas las precauciones. Si decidimos que no, lo vamos a enfrentar juntos. Pero quiero que, sea lo que sea, sea una decisión nuestra. No de los titulares.
Mariana asintió. Por primera vez ese día, se permitió llorar con libertad.
La decisión: “Si la vida insistió tanto, al menos la voy a escuchar”
Las semanas siguientes fueron una maratón de exámenes, citas con especialistas, opiniones cruzadas. Algunos médicos eran extremadamente cautos, casi alarmistas; otros, más abiertos, pero igualmente conscientes del riesgo.
—A tu edad —le dijeron—, un embarazo exige una vigilancia constante. No podemos romantizar esto. Hay estadísticas, complicaciones potenciales, limitaciones físicas.
Mariana escuchaba todo, anotaba, preguntaba. No quería engañarse.
Sabía que no era una protagonista de telenovela desafiando al destino con música de fondo, sino una mujer de 64 años tomando una decisión que podía costarle caro.
En una de esas consultas, un geriatra con años de experiencia le dijo algo que la marcó:
—No hay decisión perfecta. Hay decisiones conscientes. La clave es que, pase lo que pase, no sientas que decidiste por miedo al qué dirán, sino por respeto a tu propia vida.
Esa frase se la llevó a la almohada muchas noches.
Habló con su hija, que al principio quedó en shock.
—¿Un hermano a esta altura? —exclamó—. Mamá, esto es mucho.
—Lo sé —respondió Mariana—. Pero quiero que entiendas que no llegó por capricho. Llegó… sin que lo buscara. Y ahora me toca elegir qué hago con eso.
Hubo lágrimas, reproches, abrazos, conversaciones largas.
Al final, su hija dijo:
—Si sigues adelante, voy a estar contigo. Pero tienes que prometerme que vas a cuidarte más que nunca.
Tomás, por su parte, tuvo que ordenarse por dentro. Sabía lo que implicaba:
Renunciar a años “tranquilos” que imaginaba junto a ella.
Aceptar que podría convertirse en padre a los 44 con una pareja de 64, desafiando todos los moldes socialmente cómodos.
Prepararse para críticas, burlas, cuestionamientos.
Una noche, mientras caminaban tomados de la mano, Mariana le dijo:
—Si quieres salir de esto, lo voy a entender. No te quiero arrastrar a una vida que no habías planeado.
Tomás se detuvo.
—Mariana, yo te elegí a ti, no a una biografía estándar —respondió—. Sí, tengo miedo. Pero también tengo ilusión. Y no pienso dejar que el miedo mande más que la ilusión.
Fue ahí cuando ella lo decidió:
“Si la vida insistió tanto, al menos la voy a escuchar.”
El anuncio público: entre la ternura y la tormenta
Podrían haberlo mantenido en secreto hasta el final. Podrían haber dejado que los rumores se agotaran solos. Pero Mariana conocía bien el ritmo de los medios. Sabía que, si no lo contaba ella, alguien lo contaría a su manera.
Así llegó el día del programa.
Antes de entrar al set, una productora joven le susurró:
—¿Estás segura de querer decirlo? Esto va a explotar.
Mariana sonrió con serenidad.
—No quiero que explote —respondió—. Solo quiero dejar de vivir esto como si fuera un delito.
Cuando el conductor le preguntó si vivía una etapa especial, se sintió temblar por dentro. Luego, pronunció la frase que desataría todo:
—Estoy embarazada.
Lo que siguió fue una avalancha: hashtags, teorías, médicos opinando en matinales, panelistas debatiendo si era “responsable” o no ser madre a esa edad, columnas de opinión sobre género, edad y maternidad.
Algunos mensajes eran hermosos:
“Si está acompañada y bien cuidada, que viva su felicidad.”
“La maternidad no tiene una sola cara. Fuerza, Mariana.”
Otros eran abiertamente crueles:
“A esa edad es una locura.”
“Ese niño va a crecer sin madre, qué egoísmo.”
“El joven solo quiere heredar.”
Mariana apagó el celular más de una vez. No porque no pudiera soportar la crítica —llevaba toda una vida lidiando con ella— sino porque ahora no solo se trataba de su historia, sino de una vida en camino.
La ola de reacciones: médicos, moralistas y personas comunes
En los días posteriores, todo el mundo parecía tener algo que decir:
ginecólogos explicando riesgos, psicólogos hablando de vínculos tardíos, sociólogos analizando el fenómeno, moralistas declarando que “hay cosas que simplemente no se deben hacer”.
En un matinal, un panelista lanzó:
—No podemos normalizar esto. A los 64 años el cuerpo no está para embarazos. ¿Qué ejemplo se da?
En otro canal, una mujer de 70 años llamó para decir:
—Si a mí me hubiera pasado, habría tenido miedo… pero también habría sentido que todavía estaba viva.
El país se dividió entre quienes la veían como una irresponsable y quienes la consideraban una valiente. Mientras tanto, ella no cabía en ninguno de esos extremos.
Quería ser prudente, pero también auténtica.
Quería cuidarse, pero también vivir este proceso sin vergüenza.
En una entrevista más tranquila, grabada en su casa, dijo:
—Yo no vengo a recomendarle a nadie que haga lo que yo hice. Solo puedo hablar de mi caso. No lo busqué, no lo planifiqué, no es un capricho. Es algo que pasó, que me sorprendió y que decidí asumir con toda la responsabilidad posible.
Entre la ciencia y el corazón
Los médicos, en esta historia, se organizaron en torno a ella: un equipo de alto riesgo, controles frecuentes, alimentación medida, reposo relativo, chequeos constantes.
—Tu caso no es común —le decía una especialista—. Pero no por eso vamos a tratarlo con ligereza. Necesitamos que estés consciente de los límites del cuerpo.
Mariana lo entendía. No pretendía ser una heroína biológica. Sabía que estaría cansada, que habría dolores nuevos, que el parto —si llegaban a término— probablemente sería quirúrgico, en un entorno multidisciplinario.
Pero también sentía algo que no se puede traducir en gráficos ni en estadísticas: una calma extraña cada vez que oía los latidos en la consulta, cada vez que veía a Tomás acomodar la cuna con torpeza, cada vez que su hija le preguntaba:
—¿Cómo está hoy el poroto?
Su embarazo se convirtió en una mezcla de monitoreo y ternura, de preocupación y alegría.
De un lado, la ciencia. Del otro, el corazón.
El impacto real: más allá del escándalo
Con el tiempo, el furor inicial fue bajando. Los medios encontraron otros temas. La sorpresa dejó lugar a una conversación más profunda: ¿quién decide sobre el cuerpo de quién? ¿Qué papel juega la edad en la crianza? ¿Por qué escandaliza más una mujer mayor embarazada que un hombre de 70 años teniendo hijos con una pareja joven?
Mariana no pretendía responder a todo. Lo que sí hizo fue aprovechar el foco para hablar de algo que consideraba urgente:
—No he venido a decirles “hagan lo mismo que yo” —declaró en una conferencia—. Pero sí quiero que, cuando hablamos de mujeres y edad, dejemos de reducirlo todo a “ya no puede” o “ya no debe”. Las decisiones son complejas. La vida también.
Su historia inspiró a algunas, molestó a otras, incomodó a muchos.
Pero nadie pudo decir que les había sido indiferente.
Un final abierto… como la vida misma
En esta ficción, no adelantamos si todo terminó bien, si el bebé nació sin complicaciones, si la familia se adaptó a esa nueva vida con una madre de 64 y un padre de 44.
Lo que sí sabemos es que, desde el momento en que dijo “estoy embarazada” en ese set de televisión, Mariana Kalt dejó de ser solo un rostro del pasado para convertirse en símbolo de una pregunta incómoda:
“¿Quién tiene derecho a decidir cuándo se acaba la posibilidad de empezar algo nuevo?”
Para algunos, la respuesta será clara: “A esa edad, no”.
Para otros, más matizada: “Depende del contexto”.
Para ella, en cambio, la única respuesta válida fue la que encontró dentro de sí misma, lejos de los focos, con una mano en el vientre y otra entrelazada con la de Tomás.
No sabe cuánto tiempo estará, ni cómo la recordará el futuro hijo, ni qué juicios se seguirán acumulando sobre su decisión.
Lo que sí sabe —y eso, para ella, basta— es que, cuando la vida llamó a su puerta de una manera tan improbable, no respondió desde el miedo a las opiniones externas, sino desde la honestidad de su propio deseo y sus propios límites.
Y quizá, al final, eso es lo que más sorprende, lo que más sacude, lo que nadie vio venir:
no tanto que una mujer de 64 años esté embarazada, sino que se atreva a decirlo en voz alta, sin pedir permiso y sin pedir disculpas.
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