Luchamos como hombres, dijeron ellas: las jóvenes combatientes polacas del Levantamiento de Varsovia que empuñaron armas, soportaron el cautiverio enemigo y años después contaron lo que realmente ocurrió tras su captura
Cuando los periodistas llegaron al pequeño piso de las afueras de Varsovia, la mujer que los recibió no parecía, a simple vista, una leyenda. Tenía el pelo blanco recogido en un moño sencillo, manos surcadas de venas azules y unos ojos grises, tranquilos pero firmes.
—¿Es usted la señora Wanda Kowalska? —preguntó el más joven, ajustando la grabadora.
Ella sonrió, con un gesto apenas irónico.
—Ésa soy —respondió—. Aunque en 1944 nadie me llamaba así. Entonces era “Kruk”, el Cuervo.
Se sentó despacio en una silla junto a la ventana. Afuera, los coches pasaban, la gente caminaba con bolsas de supermercado, los niños reían. Un mundo que no se parecía en nada al suyo de entonces.
—En los archivos —dijo la periodista, abriendo su cuaderno—, aparece una frase suya que usaron como titular: “Luchamos como hombres”.
¿La recuerda?
Wanda miró un punto en el aire, como si lo buscara entre recuerdos.
—Lo recuerdo —asintió—. Y también recuerdo lo que dije después, que casi nadie citó: “Luchamos como hombres, y nos trataron como si no fuéramos ni siquiera personas”.
Hizo una pausa.
—Supongo que de eso quieren que hable, ¿no? De lo que pasó cuando dejamos de disparar y empezamos a ser prisioneras.
Los dos periodistas afirmaron con la cabeza. La grabadora empezó a girar. Y Wanda, sin cambiar el tono sereno, comenzó a abrir la puerta de aquel pasado.

Varsovia, antes de caer
En el verano de 1944, Varsovia era una ciudad que vivía entre la rabia y la esperanza. Llevaba años ocupada, años viendo banderas ajenas en sus edificios y carteles que no estaban escritos en polaco. Pero en las paredes, detrás de los postes y en los susurros de los cafés, otra realidad circulaba: la de una resistencia clandestina que se preparaba para un gran levantamiento.
Wanda tenía diecinueve años. Estudiaba, en teoría, en clases “toleradas”, pero en la práctica su verdadera formación estaba en los sótanos donde se repartían folletos, se copiaban mapas y se aprendía a usar un arma.
—Cuando me preguntan cuándo decidí luchar —contó—, siempre digo que no fue un día concreto. Fue una suma: el vecino que desapareció, el maestro que ya no volvió, el miedo en la cara de mi madre cuando un soldado gritaba en la calle.
Había más chicas como ella. Ania, que había sido exploradora y conocía la ciudad como la palma de su mano. Maria, que sabía primeros auxilios. Zosia, que había aprendido a desmontar un fusil en menos de un minuto.
—Nos dijeron primero que ayudaríamos como mensajeras, como sanitarias —recordó Wanda—. Pero la ciudad necesitaba más que manos para vendar. Necesitaba manos que sostuvieran un arma. Y las nuestras no eran menos capaces que las de los chicos.
El 1 de agosto de 1944, cuando sonó la hora “W” (de “Wybuch”, la explosión, el inicio del levantamiento), Wanda estaba en un edificio de la calle Tamka. Tenía un brazalete blanco y rojo en el brazo, un fusil que les habían entregado la tarde anterior y un corazón que latía tan rápido que casi podía escucharlo por encima del ruido de los disparos.
—No sabíamos cuánto duraría —dijo—. Algunos soñaban con unos días hasta que llegaran los aliados. Otros no se atrevían a soñar nada. Pero todos creímos que, por primera vez en años, Varsovia hablaba con su propia voz.
Durante semanas, las mujeres combatieron en las barricadas, en las azoteas, en los patios. Llevaban granadas, cargaban munición, evacuaban heridos. A veces, la diferencia entre ser “combatiente” y “sanitaria” era solo cuestión de segundos.
—Cuando alguien caía —recordó Wanda—, no preguntábamos si era hombre o mujer. Solo si respiraba. Y si respiraba, lo arrastrábamos hasta la próxima esquina, aunque el suelo estuviera lleno de vidrios.
El levantamiento, sin embargo, no era solo valor. También era hambre, falta de municiones, edificios cayendo uno tras otro bajo el fuego enemigo. Poco a poco, los distritos fueron aislados, las comunicaciones se cortaron, las esperanzas de refuerzos se fueron apagando.
—Al final —dijo—, combatíamos casa por casa. Y cada casa que perdíamos era como perder una parte del cuerpo.
El último día en la barricada
El 2 de octubre de 1944, después de 63 días de lucha, llegó la orden que nadie quería escuchar: capitulación. No era una rendición cualquiera. Se había negociado que los combatientes del levantamiento fueran considerados prisioneros de guerra, no simples rebeldes. Esa diferencia, sobre el papel, podía significar la vida o la muerte.
—Nos reunieron en lo que quedaba de una plaza —recordó Wanda—. Yo tenía la ropa hecha jirones, el fusil casi sin balas y una sensación extraña: por primera vez en semanas, no había disparos en ese momento. El silencio me resultó más aterrador que el ruido.
La comandante de su pequeña unidad, una mujer a la que todos llamaban “Basia”, les habló con la voz quebrada pero firme:
—Nos han reconocido como soldados —dijo—. Eso significa que debemos salir con la cabeza alta. No hemos perdido, hemos resistido más de lo que nadie esperaba.
Alguien murmuró una frase que luego dio la vuelta en muchas memorias:
—Hemos luchado como hombres.
Wanda la escuchó y pensó que era verdad… y que, al mismo tiempo, no lo era.
—Luchamos como personas —aclaró—. Pero en aquella época, decir “como hombres” era la única manera que algunos tenían de reconocer que no habíamos sido adornos ni sombras.
Cuando salieron entre las ruinas, formando columnas, los soldados enemigos las observaban con una mezcla de curiosidad y recelo. No estaban acostumbrados a ver mujeres armadas, con botas llenas de barro y mirada de cansancio orgulloso.
—Recuerdo a uno en particular —contó—. Nos miró y dijo algo así como “Mujeres con fusiles… el mundo está loco”. Yo le sostuve la mirada. No contesté, pero pensé: “El mundo se volvió loco mucho antes de que nosotras tomáramos un arma”.
Les ordenaron formar filas separadas: hombres por un lado, mujeres por otro. Algunos intentaron quedarse juntos, pero los empujones y los gritos lo impidieron.
—Fue la primera señal de lo que venía —dijo Wanda—. Hasta ese momento, éramos simplemente combatientes. A partir de ahí, seríamos otra cosa a sus ojos.
Del combate a la columna de prisioneras
Las sacaron de la ciudad en columnas que parecían no tener fin. Caminaban entre campos, pueblos semiderruidos, carreteras llenas de huellas que no eran las suyas. Las mujeres cargaban mochilas improvisadas, trozos de pan duro, mantas que alguna vecina les había lanzado de última hora.
—Recuerdo el olor a humo que todavía traía el viento desde Varsovia —dijo Wanda—. Y la sensación de que dejábamos atrás no solo una ciudad, sino una parte de nosotras mismas.
En el primer punto de reunión, comenzaron los interrogatorios. Querían nombres de mandos, ubicaciones de depósitos, detalles de túneles.
—Nos veían como fuentes de información fáciles —explicó—. “Son mujeres, hablarán antes”, parecían pensar.
A Wanda la sentaron en una silla frente a una mesa desnuda. Un oficial la miró con una mezcla de impaciencia y desprecio.
—Nombre de guerra —ordenó—. Nombre real. Unidad.
Ella respiró hondo. Habían pactado qué podían decir y qué no. El levantamiento, aunque derrotado, seguía siendo algo que proteger.
—“Kruk” —respondió primero—. El resto… ya no tiene importancia.
El oficial golpeó la mesa con la mano abierta.
—Nosotros decidimos qué tiene importancia —replicó—. No tú.
Durante horas, le hicieron las mismas preguntas con diferentes palabras. Cuando se cansaron de no obtener lo que querían, la enviaron con las demás a un grupo de prisioneras en espera de traslado.
—No nos golpeaban hasta dejarnos inconscientes ni nada así —contó—, pero su forma de tratarnos decía “no valéis nada”. Nos empujaban, se burlaban, comentaban que habíamos jugado a ser soldados y que habíamos perdido.
Se apoyó en el respaldo de la silla y miró a los periodistas.
—A eso me refería cuando dije que nos trataron como si no fuéramos personas. Te quitan el nombre, te sientan en una fila, te miden el valor en función de si les sirves para algo o no.
El campo de prisioneras
El lugar al que las llevaron no era uno de los grandes campos que luego llenarían los libros de historia, sino un campo de prisioneros más pequeño, organizado con rapidez para alojar a quienes habían participado en el levantamiento. Barracones de madera, cercas de alambre, torres de vigilancia.
—Nos dieron un número —dijo Wanda—. Lo cosieron en un trozo de tela y lo gritaron en lugar de nuestro apellido. De un día para otro, dejé de ser “Kruk” y “Wanda” para convertirme en “la 302”.
En los barracones, las literas se apilaban como cajas. Había mujeres de todas las edades: algunas apenas adolescentes, otras que ya habían sido madres, enfermeras, mensajeras, combatientes.
—En las noches —recordó—, si mirabas alrededor, podías ver las sombras de todas esas vidas que habían sido interrumpidas: estudiantes, pianistas, modistas, chicas que habían soñado con viajar y chicas que solo habían soñado con no pasar hambre.
La comida era escasa: una sopa aguada con algún pedazo de verdura, pan duro que había que repartir entre varias. El agua, fría y limitada.
—Pero lo peor —añadió— no era solo el hambre en el estómago, sino el hambre de respeto. Estábamos acostumbradas a que, en las calles de Varsovia, nuestros compañeros nos miraran como iguales. Allí, de nuevo, éramos “apenas mujeres”, pero con un extra de desconfianza por haber empuñado armas.
Los guardias las hacían formar durante horas, incluso en pleno invierno, solo para contarlas, revisarlas, hacerles sentir que su tiempo ya no les pertenecía.
—Había momentos en que pensaba que todo lo que habíamos vivido en la ciudad se estaba borrando —confesó Wanda—. Como si el campo fuera una goma que intentaba borrar el lápiz de la resistencia.
La etiqueta que pesaba más que las cadenas
Cuando los guardias hablaban de ellas, usaban a menudo la misma expresión: “esas chicas de Varsovia”. Lo decían con un tono que mezclaba desprecio y cierto recelo.
—“Lucharon como hombres y ahora lloran como niñas” —recuerdo haber escuchado una vez —contó Wanda—. Lo dijo uno de los guardias. No llorábamos. Pero incluso en su burla, reconocía algo: que habíamos luchado.
Algunas prisioneras, para protegerse, fingían no entender ciertos comentarios. Otras respondían con frases secas.
—Un guardia me preguntó un día —relató— si no me daba vergüenza haber disparado contra soldados. Le dije: “Usted no me hizo esa pregunta cuando sus soldados disparaban contra nuestros vecinos”. No le gustó la respuesta, claro. Pero a mí me recordó quién era.
En el campo, tuvieron que aprender otra forma de valentía: la de no dejar que los redujeran a la caricatura que los enemigos querían.
—Habíamos luchado con fusiles —dijo Wanda—. Ahora tocaba luchar con la memoria, con la dignidad, con las cosas pequeñas del día a día.
Pequeñas luces entre alambradas
A pesar de todo, dentro del campo surgieron formas de apoyo mutuo que, vistas desde fuera, podrían parecer insignificantes, pero que para ellas lo eran todo.
Algunas sabían cantar y, en voz baja, entonaban canciones antiguas para que las otras se durmieran. Otras contaban historias de la ciudad “antes de todo esto”, describiendo olores, colores, plazas llenas de vida.
—Yo dibujaba —contó Wanda—. No muy bien, pero suficiente para hacer pequeños bocetos en trozos de papel que conseguíamos. Dibujaba calles, ventanas, el río. A veces también dibujaba siluetas con brazaletes blanco y rojo. Era mi manera de recordar que no habíamos sido traídas allí como sombras, sino como personas que habían elegido resistir.
Compartían comida cuando alguna se desmayaba, intercambiaban trozos de tela para improvisar bufandas, se turnaban para tapar con sus cuerpos la rendija por la que entraba el viento.
—Podrían habernos hecho enfrentarnos entre nosotras —reflexionó—. Pero en lugar de eso, el haber luchado juntas se convirtió en pegamento. Éramos una pequeña Varsovia detrás del alambre.
El ruido diferente de los últimos días
Con el tiempo, el sonido de la guerra cambió. Se escuchaban explosiones más lejanas, rumores de avances, nombres de ciudades que se mencionaban entre susurros.
—No teníamos periódicos ni radios —dijo Wanda—, pero los soldados que venían de reemplazo hablaban entre ellos, y nosotras sabíamos escuchar. Aprendimos a leer la preocupación en sus caras. Cuando un guardia empieza a mirar más a menudo hacia el horizonte que hacia ti, es que algo se acerca.
Una mañana, los controles fueron más laxos. Menos gritos, menos prisas. Por la noche, se escucharon disparos que no procedían de las torres ni del perímetro.
—Irina… —Wanda se corrigió—, perdón, siempre confundo nombres que ya no están. Una compañera me dijo: “Creo que vienen los nuestros”.
Y, efectivamente, poco después, vieron banderas distintas, escucharon órdenes en un idioma que les era familiar y sintieron que los alambres y las torres dejaban de ser una barrera de miedo para convertirse en un marco sin sentido.
—No fue un momento de euforia desatada —recordó—. Estábamos demasiado cansadas. Pero sí hubo algo… una especie de exhalación colectiva. Como si todas soltáramos un aire que llevábamos conteniendo meses.
Los nuevos soldados miraron el campo con indignación. Hicieron recuento, preguntaron, tomaron nota.
—Nos miraban no solo con compasión, sino con cierto respeto —dijo Wanda—. Supongo que sabían de dónde veníamos. “Varsovia”, decían algunos, como quien pronuncia el nombre de una vieja herida.
Después de la alambrada
Ser liberadas no significó, de inmediato, recuperar sus vidas. Muchas volvieron a una ciudad que apenas reconocían: edificios en ruinas, calles irreconocibles, espacios vacíos donde antes había casas y plazas.
—Cuando regresé —contó Wanda—, caminé durante horas sin saber si estaba en la calle correcta. Al final, encontré el lugar donde se había levantado mi casa. No quedaba nada. Solo un árbol que, de alguna forma, había sobrevivido al fuego. Lo abracé. Sé que suena extraño, pero necesitaba abrazar algo que hubiera estado allí antes de la guerra.
No todas las familias habían sobrevivido. Algunas compañeras vagaban de oficina en oficina buscando nombres en listas, preguntando por hermanos, padres, amigos.
Además, en la nueva realidad política, el Levantamiento de Varsovia era un tema delicado. Algunos lo consideraban un acto heroico, otros una aventura mal calculada. No siempre se recibía con aplausos a quienes venían de esa experiencia.
—Nosotras mismas —dijo Wanda—, las mujeres combatientes, éramos a veces vistas como una rareza. Demasiado fuertes para encajar en la idea tradicional de “señorita”. Demasiado marcadas por la guerra para simplemente guardar silencio y coser.
Sin embargo, con los años, algunas empezaron a hablar. A dar testimonios, a escribir memorias, a aceptar entrevistas.
—No queríamos monumentos para nosotras —explicó—. Queríamos, sobre todo, que se supiera que estuvimos allí. Que cuando se hable del Levantamiento, no se piense solo en nombres masculinos. No por vanidad, sino por justicia.
“Luchamos como hombres”… y como mujeres
La periodista volvió a mirar su cuaderno.
—Volvamos a esa frase —dijo—. “Luchamos como hombres”. Si pudiera cambiarla ahora, ¿lo haría?
Wanda sonrió, con una chispa en los ojos.
—La frase cumplió su función en aquel momento —respondió—. Era una forma de decir: “No nos quedamos en casa, fuimos al frente”. Pero hoy, si tuviera que decirlo de nuevo, lo diría de otra forma.
Se levantó despacio, fue hasta una estantería y tomó una fotografía enmarcada. En blanco y negro, se veía a un grupo de jóvenes con brazaletes blancos y rojos, sonriendo en una calle destruida. Entre ellos, tres mujeres.
—Diría: “Luchamos como personas libres” —dijo, sosteniendo la foto—. Y añadiría: “Y cuando nos capturaron, algunos intentaron tratarnos como menos que personas, pero no lo consiguieron del todo”.
La periodista hizo una pausa antes de la siguiente pregunta.
—¿Qué quiere que recuerden las generaciones más jóvenes de su historia? —preguntó al final.
Wanda guardó silencio unos segundos. Fuera, un pájaro se posó en el alféizar.
—Que obedecer la conciencia puede ser más peligroso que obedecer órdenes —dijo—, pero también más necesario. Que el valor no tiene género, ni edad, ni uniforme perfecto.
Miró la grabadora, como si hablara directamente a quien la escuchara en el futuro.
—Y que la verdadera victoria —añadió— no es solo ganar una batalla, sino impedir que te conviertan en algo que no eres. Pueden encerrarte, pueden numerarte, pueden negarte un plato de comida. Pero si sigues pensando, recordando y ayudando al de al lado, sigues siendo tú.
Se inclinó hacia atrás en la silla.
—Cuando dije “Luchamos como hombres” —concluyó—, tal vez lo que quería decir era: “Luchamos como seres humanos completos”. Y eso, incluso en cautiverio, fue lo que nunca pudieron quitarnos.
La grabadora se detuvo. Los periodistas recogieron sus cosas. Antes de irse, el más joven preguntó, tímido:
—¿Todavía sueña con esos días?
—A veces —respondió ella—. Pero cada vez menos con los gritos y más con las caras de mis compañeras. Eso es lo que quiero conservar. El resto… que lo lleven los libros.
Cuando la puerta se cerró, Wanda se quedó un momento en silencio. Miró la foto de las jóvenes con brazaletes y fusiles, sonriendo como si el mundo no estuviera a punto de caerles encima.
—Luchamos como hombres… —repitió en voz baja, y luego negó con la cabeza—. No. Luchamos como nosotras mismas. Y eso, al final, fue suficiente.
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