“Cuando el jefe del Cártel de la Sierra Roja fue traicionado por su mano derecha y terminó amarrado como animal en su propio rancho”

CAPÍTULO 1: EL REY DE LA SIERRA ROJA

En la sierra de Durazales, Sonora, donde las montañas parecen cuchillos verdes y el polvo se queda pegado en la lengua, había un hombre al que nadie llamaba por su nombre real.

Para la gente de los pueblos, para los que trabajaban para él y hasta para sus enemigos, era simplemente:

“El Jaguar”.

Su verdadero nombre era Tomás Armenta Villalobos, nacido en un caserío pobre, con una madre que vendía tamales y un padre que se perdió entre borracheras y deudas. Tomás creció con un puñado de coraje en el estómago y una decisión que lo marcó desde niño:

“Nunca más me va a volver a faltar nada.”

Años después, lo cumplió… pero a un precio que no se mide en pesos.
Fundó y consolidó el Cártel de la Sierra Roja, un grupo que empezó como pandilla de ladrones de combustible y terminó controlando rutas, pueblos enteros y voluntades ajenas.

Tenía ranchos, casas de seguridad, camionetas último modelo y hombres armados con la lealtad comprada a punta de miedo y billetes.

Pero había algo que el Jaguar siempre repetía:

—En este negocio, más que dinero, lo que importa es a quién le confías la espalda.

Y él se la había confiado, por años, a un solo hombre.

Su mano derecha.

Su hermano del monte.

Ramón “El Güero” Salcedo.


CAPÍTULO 2: EL GÜERO, EL HOMBRE QUE NADIE SOSPECHABA

El Güero no era güero de verdad. Tenía la piel curtida por el sol de la sierra y el cabello negro, pero de niño le decían así porque nació más clarito que sus hermanos. El apodo se le quedó pegado como polvo.

Tomás y Ramón se conocían desde que jugaban con resorteras, correteando gallinas. Robaron juntos la primera camioneta viejita de un gringo descuidado. Se repartieron la primera bolsa de billetes robados como si fuera tesoro de piratas.

Cuando el Jaguar empezó a subir en el mundo del crimen, el Güero siempre estaba a su lado:
conducía, disparaba, negociaba, callaba.

—A ti te doy mi vida, cabrón —le dijo una noche, abrazándolo, con la música a todo volumen en un rancho lleno de luces y botellas—. Si un día me traicionas tú… es porque ya se acabó el mundo.

Ramón brindó, riendo.

—Yo sin ti no sería nada, Tomás —respondió—. Si un día te fallo, que me caiga un rayo aquí mismo.

Y el trueno que sonó a lo lejos no fue suficiente para advertir a ninguno de los dos.


CAPÍTULO 3: EL RANCHO LAS JACARANDAS

El centro del poder del Jaguar estaba en un rancho llamado Las Jacarandas, no por los árboles —porque apenas había un par— sino porque su madre, en paz descanse, siempre decía que así se llamaría la casa que se comprara “cuando saliéramos de jodidos”.

Nunca vio el rancho, pero el nombre ahí quedó, clavado como culpa.

Las Jacarandas tenía:

Una alberca inmensa, aunque casi nunca se metían.

Un salón con cabezas de venado colgadas en la pared.

Un cuarto lleno de pantallas donde se monitoreaban cámaras en caminos, brechas y entradas al pueblo.

Una capilla con la Virgen de Guadalupe, San Judas y un santo sin nombre al que todos le ponían veladoras “por si acaso”.

Y en medio de todo eso, una mesa de cedro donde el Jaguar se sentaba a hacer cuentas, planear rutas, recibir emisarios.

Aquella noche, la atmósfera estaba pesada.

No por el calor, ni por el tequila, ni por el humo de los cigarros.

Sino por una noticia.

Habían perdido un cargamento.

Y no uno pequeño.

El Jaguar golpeó la mesa con el puño.

—¡Me están viendo la cara de pendejo! —rugió.

Los hombres alrededor bajaron la vista.

Solo el Güero se atrevió a sostenerle la mirada.

—Ya preguntamos con todos, Tomás —dijo—. Nadie vio nada, nadie escuchó nada. Desapareció en la carretera, como si se lo hubiera tragado la tierra.

—La tierra no se traga cajas con veinte cabrones armados —respondió el Jaguar—. Eso fue alguien de adentro.

La palabra “traidor” flotó en el aire.

—Puede que haya sido otra gente —intervino uno de los jefes de zona, El Cholo—. Los de la costa andan queriendo meterse más pa’ acá…

—Esos no se moverían sin avisar —dijo el Jaguar—. Y menos a mí. No. Aquí hay gato encerrado. Alguien está haciendo trato por debajo del agua.

Preguntó, uno por uno, a los presentes.

Los ojos, las manos, las voces.
Nada lo convencía.

Pero la espina se le quedó clavada.

Y cuando una espina se clava en la mente de un hombre como él, empieza a infectarlo todo.


CAPÍTULO 4: LA OFERTA DEL OTRO LADO

Lo que el Jaguar no sabía era que su sospecha iba en dirección equivocada.

El traidor no estaba entre los jefes de zona, ni entre los halcones, ni entre los choferes.

Estaba sentado a su derecha.

El Güero llevaba meses recibiendo mensajes cifrados, llamadas cortas, reuniones discretas en moteles baratos y restaurantes de carretera.

No del gobierno.
No de otro cártel.

De una combinación de ambos.

Un grupo de “gente de arriba” que quería reacomodar el tablero. Les convenía un líder más manejable, menos orgulloso. Uno que aceptara porcentajes claros y órdenes directas.

Y el Jaguar no era ese tipo de hombre.

—Te estamos dejando pasar muchas cosas, Ramón —le dijo una vez el licenciado de traje gris, manos suaves, sonrisa fría, sentado en una mesa de billar—. Pero tu amigo se está creyendo dueño del estado. Eso un día va a explotar y los va a embarrar a todos.

—Ustedes también le han ganado billetes —respondió el Güero, bebiendo cerveza—. No se hagan los santos.

El licenciado sonrió.

—La diferencia es que nosotros no salimos en narcocorridos —dijo—. Mira, el trato es simple: tú nos ayudas a entregar al Jaguar… y nosotros hacemos que tú quedes como su sucesor “natural”. “Que las cosas sigan iguales”, pero con menos pleito.

Ramón se quedó callado.

—¿Y cómo chingados van a hacer que la gente me vea a mí como jefe, si saben que lo entregué? —preguntó—. Aquí la traición pesa más que el plomo.

El licenciado encendió un cigarro caro.

—El secreto está en cómo se cuenta la historia —respondió—. Si tú sales como el que “se sacrificó” para que no nos llevaramos a todos, como el que “negoció” que solo fuera él… vas a quedar como héroe. Y el mundo ama a sus héroes trágicos.

El Güero apretó la lata de cerveza.

—¿Y si me arrepiento?

—Ya empezaste —dijo el licenciado—. El cargamento que tumbamos la otra vez fue con tu información. No hay vuelta atrás.

Ramón sintió un frío en el estómago.

Sabía que estaba enredado.

Y, sin embargo, cuando pensaba en las mansiones, en los coches, en la posibilidad de ser él el que diera las órdenes, sin tener que cargar siempre con la sombra del Jaguar… algo en su ego decía:

“¿Por qué no tú?”

Porque, al final, hay traiciones que no nacen del odio, sino de la ambición.


CAPÍTULO 5: LA FIESTA DE CUMPLEAÑOS

El cumpleaños número cuarenta del Jaguar se celebró en grande.

En Las Jacarandas hubo banda, mariachis, carne asada, mujeres, tequila, luces de colores y disparos al aire que se confundían con cohetes.

Llegaron jefes de plaza, compadres, políticos encubiertos, gente que fingía no conocerlo, pero que le debía favores.

En la entrada, hombres armados revisaban a todos.

Menos a uno.

El Güero entró con camisa blanca, botas bien boleadas y una sonrisa que escondía un terremoto interno.

Sabía que esa noche sería clave.

No sabía si para su gloria… o para su condena.

—¡Mi hermano! —lo abrazó el Jaguar, con olor a whisky y a tabaco—. Hoy se bebe hasta que salga el sol. ¡Nada de preocupaciones!

Ramón sonrió.

—Eso, Tomás —respondió—. Hoy no hablamos de negocio. Hoy nomás celebramos que sigues vivo, cabrón.

La frase sonó rara hasta para él mismo.

El Jaguar rió.

—Seguiré vivo un buen rato más —dijo—. Mientras tenga a gente como tú cuidándome la espalda.

Las palabras le dolieron al Güero, como vidrios.

Durante la noche, bailaron, brindaron, cantaron corridos que hablaban del Jaguar como si fuera un rey de leyenda. En uno de ellos, incluso mencionaban su mirada “amarilla y fría, como de tigre de la sierra”.

Ramón se sirvió un vaso tras otro.

No para celebrar.

Para callar la voz de conciencia.

A media noche, se acercó a él El Licenciado de traje gris, disfrazado de invitado cualquiera: camisa fuera del pantalón, un sombrero prestado.

—Es hoy —susurró, mientras se servía whisky—. Ya está todo listo.

—¿Seguro? —preguntó el Güero.

—Las patrullas van a tardar en llegar —respondió el licenciado—. Primero entran los “otros muchachos”, los que ya sabes. Se arma el circo, todos corren, y en el desmadre, tú quedas como el que “trató de defenderlo”.

Ramón tragó saliva.

—¿Y si sale mal?

—Ya salió mal desde que empezaste —dijo el licenciado, con media sonrisa—. Nomás decide de qué lado quieres caer.

Ramón lo vio alejarse entre la gente.

Miró al Jaguar, levantando la botella, gritando chistes, rodeado de risas.

Y por primera vez en muchos años, sintió que no lo conocía.

O que ya no era el mismo.


CAPÍTULO 6: LOS PERROS LADRAN ANTES DE LA TORMENTA

Cerca de las tres de la mañana, el ambiente se volvió raro.

Los perros del rancho empezaron a ladrar, al principio aislados, luego todos juntos, como si un monstruo invisible se acercara.

El Jaguar, ya medio tomado, frunció el ceño.

—¿Qué traen esos animales? —preguntó.

—Seguro es un venado —respondió alguien—. O una patrulla perdida.

El Güero sintió un escalofrío.

Sabía lo que venía.

Pero cuando escuchó el primer disparo seco, fuera del ritmo de la música, supo que ya no había marcha atrás.

Los focos de la entrada se apagaron de golpe.

Unos segundos de oscuridad total.

Luego, ráfagas.

Gritos.

Cuerpo contra el piso, mesas volteadas, botellas rotas.
Los músicos dejaron los instrumentos tirados y se tiraron al suelo.

—¡Nos cayeron! —gritó alguien.

El Jaguar se agachó instintivamente, sacando el arma de la cintura.

—¡Posición! ¡Todos! —gritó—. ¡Que no entren al salón!

Pero los que entraron no eran desconocidos.

Eran hombres con pasamontañas, sí, pero la forma de caminar, la manera de agarrar el arma, el lenguaje de manos…
eran demasiado familiares.

Hombres suyos, pero de otra parte.
Reacomodados.
Prestados a un plan más grande.

El Jaguar disparó hacia la puerta, sin ver bien.

El Güero lo vio.

Y supo que ese era el momento.

Podía quedarse a su lado, disparar, morir con él o por él.

O podía hacer lo que ya había prometido.

Corrió hacia donde estaba Tomás, lo tomó por el hombro.

—¡Por acá! —gritó—. ¡Vamos al cuarto de las cámaras!

Lo jaló hacia un pasillo.

El Jaguar, confiando ciegamente, lo siguió.

Mientras corrían, un disparo rozó la pared cerca de ellos.

—¡Hijos de su madre! —rugió Tomás.

Entraron al cuarto de las pantallas.
Ramón cerró la puerta con seguro.

Los tiros se escuchaban más lejos, mezclados con gritos.

El Jaguar respiraba agitado.

—¿Qué chingados está pasando, Güero? —preguntó—. ¿Quién se atrevió a tanto?

Ramón tragó saliva.

Ese era el momento de decirle la verdad.

De confesar.

De pedir perdón.

En lugar de eso, se acercó lentamente por detrás.

El Jaguar alcanzó a ver su reflejo en una pantalla apagada.

Y en ese reflejo, vio algo que no le gustó.

Demasiado tarde.

Un golpe seco en la nuca, con la culata del arma.

Todo se volvió negro.


CAPÍTULO 7: ATADO COMO ANIMAL

Cuando el Jaguar despertó, sintió la tierra en la cara.

No la de su rancho.
No la de los caminos que conocía.

Era tierra húmeda, pegajosa, fría.

Intentó moverse, pero los brazos no respondían bien.

Estaban atados hacia atrás, con una cuerda gruesa que le cortaba la piel.
Las piernas, también.

Trató de hablar.
Sintió un sabor metálico en la boca.
Sangre seca en los labios.

Escuchó un murmullo de hojas.

Y voces.

Conocidas.

—Míralo nada más —dijo una voz—. El gran Jaguar… ahí tirado como perro.

Abrió los ojos.

La luz del amanecer lo cegó un instante.

Cuando la vista se aclaró, vio lo que menos esperaba.

Al Güero.

De pie, frente a él.

Con el mismo rostro de siempre… y otros ojos.

Fríos.

Detrás de él, un par de hombres armados, con rostro cubierto.

El Jaguar intentó incorporarse, pero la cuerda se lo impedía.

—¿Qué… hiciste, cabrón…? —logró decir, la voz ronca.

Ramón se acercó, se agachó a su altura.

Lo miró a los ojos.

Y por un segundo, pareció dudar.

—Lo que tenía que hacer —respondió, al fin—. Antes de que tú nos arrastraras a todos a la tumba.

Tomás intentó escupir, pero la boca no le obedecía bien.

—Siempre fuiste malo pa’ las excusas —dijo, burlón—. Si me vas a traicionar, mínimo ten los huevos de decir que es por ambición, no por el bien de nadie.

El Güero apretó la mandíbula.

—¿De qué te sirvió hacerte el rey, Tomás? —preguntó—. Cada vez más enemigos, más pleitos, más balazos. Esto tarde o temprano iba a pasar. Más vale que seas tú solo, que todos.

El Jaguar rió, aunque le dolió.

—¿Y tú qué, güerito? —escupió—. ¿Tú eres el salvador? ¿El mártir? ¿El que va a “proteger” a todos entregándome?

Ramón no respondió.

Tomás miró el entorno.

Estaban en una barranca cerca de un arroyo seco, a unos veinte minutos del rancho, por brechas que cualquiera de los dos podría recorrer con los ojos cerrados.

—¿Ellos quiénes son? —preguntó, señalando con la barbilla a los armados—. ¿De los tuyos o de “los otros”?

—Son de todos —dijo el Güero.

Uno de los hombres intervino:

—Date prisa, Ramón —dijo—. La gente de arriba no quiere que lo tengamos mucho tiempo. Nomás tú y él, unos minutos, y vámonos.

El Jaguar soltó una carcajada amarga.

—¿La gente de arriba, eh? —dijo—. Así que ya eres perro con dos dueños.

Ramón se agachó más, casi frente a frente.

—Te lo digo por la última vez, Tomás —susurró—. Si no los hubiera ayudado, ellos se llevan a todos. A tu gente, a tu familia, a tus pueblos. Así… solo te llevas tú el peso.

El Jaguar lo miró fijamente.

Y ahí, en esos ojos que conocía desde niño, vio algo que no había querido ver antes:

miedo.

No odio.
No ambición pura.

Miedo.

—Te vendiste por miedo —dijo, en voz baja—. Y por un lugar en la mesa.

Ramón quiso mirarlo hacia otro lado, pero no pudo.

Tomás sonrió, aunque le costó.

—Te tengo una mala noticia, Güero —dijo—. Al que se sienta en la silla que me quites… tarde o temprano, le van a poner la misma cuerda.

Ramón sintió un escalofrío.

Porque, en el fondo, sabía que era verdad.


CAPÍTULO 8: EL ACUERDO FINAL

El licenciado de traje gris llegó unos minutos después, en una camioneta con vidrios oscuros y placas limpias.

Bajó como quien llega a una junta, no a una barranca.

—Veo que ya despertó nuestro invitado —dijo, acomodándose la corbata.

El Jaguar lo miró con desprecio.

—¿Y tú quién eres, cabrón? —preguntó—. ¿Otra rata que se esconde detrás de un escritorio?

El licenciado sonrió.

—No soy nadie —respondió—. Esa es la ventaja. Usted, en cambio, es famoso. Y eso ya no nos conviene.

Se agachó un poco, sin ensuciarse los zapatos.

—Mire, señor Armenta —continuó—. Las cosas cambiaron. Arriba ya no quieren jefes con corridos, con fotos filtradas, con videos disparando al aire. Quieren gente más… discreta.

—¿Como él? —Tomás señaló al Güero con la barbilla.

Ramón miró al licenciado, incómodo.

El licenciado sonrió de nuevo.

—Él… se ofreció a cooperar —dijo—. A hacer que esta transición fuera menos sangrienta.

El Jaguar soltó una carcajada seca.

—¿Menos sangrienta? —repitió—. No me digas que conmigo se acaba la violencia. Ni tú mismo te tragas eso.

El licenciado se incorporó.

—No vine a discutir filosofía —dijo—. Vine a cumplir un trato.

Miró al Güero.

—Es tu momento. ¿Algo que quieras decirle antes de que nos lo llevemos?

Ramón tragó saliva.

Sentía que tenía un hierro caliente en el pecho.

Se acercó a Tomás, otra vez.

—Yo nunca quise llegar a esto —dijo, con voz tensa—. Pero tú ya estabas jugándole al intocable. No escuchabas a nadie. No veías el reloj. Yo… yo solo encontré una forma de que no nos borraran a todos.

El Jaguar lo miró, con una calma casi insultante.

—Siempre hay otra forma —dijo—. Nomás que no siempre te deja rico.

El silencio los envolvió unos segundos.

Al final, Tomás habló de nuevo.

—Te voy a decir algo, Ramón —susurró—. No te odio. No me da tiempo. Pero sí me das lástima. Porque no hay cadena más culera que la que uno se pone solo… por miedo.

Ramón sintió que se le quebraba algo por dentro.

Quiso decir algo más.
Pedir perdón, asegurarse de que su versión de la historia sería distinta.

No pudo.

El licenciado dio una palmada.

—Ya —dijo—. Se acabó el tiempo del sentimentalismo. Súbanlo.

Lo levantaron entre dos, como si fuera un costal.

El Jaguar no opuso resistencia.

—¿Me van a matar aquí? —preguntó, casi curioso.

El licenciado negó.

—No —respondió—. Sería demasiado fácil. Y nosotros no hacemos las cosas fáciles para nadie.

Tomás sonrió, cansado.

—Entonces háganlas rápido —dijo—. Que ya tengo sueño.

Lo subieron a la camioneta.

Ramón se quedó afuera, viendo cómo se alejaba el vehículo por la brecha.

Uno de los hombres le puso una mano en el hombro.

—Felicidades —dijo, con sarcasmo—. Eres el nuevo número uno.

El Güero sintió náuseas.


CAPÍTULO 9: EL REGRESO AL RANCHO

Días después, el rancho Las Jacarandas se sentía distinto.

El Jaguar ya no estaba.

No se sabía exactamente qué le habían hecho, ni dónde había terminado.
Solo que no volvería.

En su lugar, en la cabecera de la mesa de cedro, se sentaba ahora el Güero.

La primera vez que lo hizo, todos lo miraron con atención.

No como a un rey.

Como a alguien que se había ganado el lugar… pero no el respeto.

El Cholo, el jefe de zona, fue el primero en hablar.

—Pues ni modos, compa —dijo, alzando una cerveza—. El negocio no se para. Si tú eres ahora el que manda, hay que seguir jalando.

Pero en sus ojos no había brillo de lealtad.

Solo cálculo.

—Las reglas son las mismas —dijo el Güero, tratando de sonar firme—. Se respetan las rutas, se reparten los billetes como siempre. Y todos hacemos como que nada cambió.

Uno de los más jóvenes murmuró:

—Cambiaron los amarres…

Alguien le dio un codazo.

El Güero lo oyó.

Se aclaró la garganta.

—Solo una cosa sí cambia —añadió—. No quiero corridos con mi nombre. No quiero cámaras. No quiero videos. Mientras menos salga mi cara, mejor.

El Cholo alzó la ceja.

—Así hablan los que no quieren que sepan quién los traicionó —pensó, pero no lo dijo.

En voz alta, solo comentó:

—Como diga el patrón.

Pero esa palabra, “patrón”, sonó hueca.


CAPÍTULO 10: RUMORES Y FANTASMAS

En los pueblos, las historias empezaron a correr.

Nadie sabía a ciencia cierta qué le había pasado al Jaguar, pero todos sabían que ya no aparecía.

Unos decían que lo habían detenido en una redada “sorpresa”.
Otros, que un comando rival lo agarró dormido.

Los más viejos, los que habían conocido al niño Tomás, decían:

—Lo entregó alguien cercano. Eso se siente.

El nombre del Güero no tardó en aparecer en los chismes.

—Dicen que ahora él manda —susurraban en las cantinas—. Y que a Tomás se lo llevó “la gente de arriba”.

—Eso no pasa sin que alguien firme —decía uno.

En la sierra, las madres empezaron a advertir a sus hijos:

—No confíes ni en tu sombra. Mira nomás al Jaguar: al que llamó hermano lo dejó amarrado.

El rostro de Ramón empezó a aparecer más seguido en la memoria de los que lo conocían desde antes. Recordaban risas, borracheras, fiestas… y se preguntaban:

“¿Cuándo empezó a cambiar?”

Mientras tanto, en Las Jacarandas, el Güero no dormía bien.

Se despertaba sudando, con el eco de la voz de Tomás en la cabeza:

“No hay cadena más culera que la que uno se pone solo… por miedo.”

Empezó a tomar más.

A desconfiar de todos.

A ver traición en cada mirada.

A exigir pruebas de lealtad que nadie podía darle.

Lo que había ganado en poder, lo perdió en paz.


CAPÍTULO 11: EL COSTO REAL DE LA TRAICIÓN

Un año después, el licenciado volvió al rancho, esta vez de día.

Entró con la misma seguridad, pero con una sombra distinta en el rostro.

—Las cosas se están moviendo —dijo, sentado frente al Güero—. Otros grupos quieren el pedazo que dejó tu amigo. Y tú no estás llenando sus botas tan bien como creímos.

Ramón apretó los dientes.

—Tengo todo bajo control —respondió—. Si hay broncas en la costa, las arreglo. Si alguien no quiere cooperar, lo hacemos entrar en razón.

El licenciado negó con la cabeza.

—Tu problema no es la gente de afuera, Ramón —dijo—. Es la de adentro. Tus hombres no te respetan como a él.

—El respeto viene con el tiempo —replicó el Güero.

—La traición también —contestó el licenciado, seco.

El silencio fue cortado por el sonido distante de un disparo, perdido en la sierra.

El licenciado se levantó.

—Te lo voy a decir como es —dijo—. Allá arriba, algunos piensan que tal vez nos equivocamos de caballo. Que tal vez tú no eras el indicado.

El estómago de Ramón se revolvió.

—¿Y qué? —preguntó—. ¿Van a buscar otro güey que entregue a todos? Ya hicieron eso conmigo. ¿Lo van a hacer otra vez?

El licenciado sonrió, pero sin alegría.

—Finalmente entendiste el juego —dijo—. Todos somos reemplazables.

Se encaminó a la puerta.

Antes de salir, añadió:

—Cuida tu espalda, Ramón. No vaya a ser que alguien a quien le diste tu confianza… decida que ya eres un estorbo.

El eco de sus propias acciones se le regresó como bofetada.


CAPÍTULO 12: LA SILLA MALDITA

Con el tiempo, el miedo del Güero se volvió paranoia.

Mandó reforzar la seguridad del rancho.

Cambiaba de habitación cada semana.

Hizo que le probaran la comida antes de comérsela.
Que revisaran debajo de su camioneta antes de prenderla.

Pero lo que no podía revisar eran los pensamientos de su gente.

El Cholo, que antes le había jurado lealtad “mientras hubiera billete”, empezó a reunirse en secreto con otros mandos.

—Este cabrón ya está muy tenso —decía, en una bodega llena de cajas—. No confía ni en su sombra. Y lo peor: está perdiendo negocio. Nos exige más, nos da menos. Eso no dura.

—¿Y qué propones? —preguntó uno.

El Cholo se sirvió un trago.

—Lo que siempre pasa —dijo—. Cambiar de jefe. Otra vez.

—¿Y no ves el patrón? —respondió el otro—. Jalamos la silla, ponemos a otro, y “los de arriba” se lo comen cuando deja de servir. Esto ya es una cadena… y una cadena que siempre termina apretando el cuello del que se sienta.

El Cholo lo miró.

—¿Y qué quieres? ¿Irnos a vender chicles al crucero?

El hombre calló.

El problema de esas vidas es que rara vez tienen salida limpia.


CAPÍTULO 13: EL FINAL DEL GÜERO

La noche que el ciclo se cerró, el cielo estaba raro.

No había luna.

Solo nubes pesadas.

El Güero estaba en el cuarto de las pantallas, el mismo donde había golpeado al Jaguar un año atrás.
Miraba las cámaras, viendo hombres caminar por el rancho, camionetas entrando y saliendo.

—Todo bien, patrón —dijo uno por radio—. No hay nada raro.

Ramón no respondió.

Sintió un cansancio profundo.

Se vio en el reflejo de la pantalla apagada.

Ojeras, barba crecida, mirada perdida.

—Te fuiste pa’ arriba… y te perdiste en el camino —se dijo a sí mismo.

En ese momento, las cámaras se fueron a negro.

Todas.

Al mismo tiempo.

—¿Qué ching…? —alcanzó a decir.

La puerta se abrió de golpe.

Entraron tres hombres armados.

El primero en la fila era el Cholo.

—Buenas noches, patrón —dijo, con una sonrisa torcida.

Ramón se llevó la mano a la cintura, pero ya era tarde.

El cañón frío se le clavó en la frente.

—Tranquilo, Güero —dijo el Cholo—. No lo hagas más difícil.

—¿Así va a ser? —preguntó Ramón, con una risa amarga—. ¿Igualito que lo hicimos con Tomás?

El Cholo se encogió de hombros.

—Las sillas pesan, compa —respondió—. A alguien más le toca ahora cargarlas.

Ramón bajó lentamente la mano.

Miró alrededor.

El cuarto.

La mesa.

La pantalla donde había visto caer al Jaguar.

De pronto, una imagen se le vino a la mente:
Tomás, atado en la barranca, mirándolo con esos ojos llenos de lástima.

Y entendió que el Jaguar había tenido razón.

La cuerda que él mismo se puso, ese día en la barranca, lo había estado apretando desde entonces.

El Cholo hizo un gesto.

—Amárrenlo —ordenó—. Que pruebe lo que es ser paquete.

Mientras le ataban las manos, el Güero no opuso resistencia.

Solo preguntó:

—¿Qué van a decir de mí?

El Cholo pensó un segundo.

—Lo de siempre —dijo—. Que te desaparecieron. Que fue “otra gente”. Que “nadie sabe nada”.
La historia se cuenta sola.

Lo levantaron.

Lo sacaron.

Mismo camino.
Misma noche.
Otra victima.

Pero, esta vez, no hubo nadie a quien mirarle a los ojos para decirle la verdad.

El precio de su traición fue que no tuvo una mirada conocida al final.

Solo la de hombres que lo veían como lo que era ahora:
un eslabón más en una cadena podrida.


EPÍLOGO: LO ÚNICO QUE NO SE PUEDE AMARRAR

En los pueblos de la sierra de Durazales, el tiempo siguió su curso.

El Jaguar se volvió leyenda.

Algunos corridos lo pintaban como un héroe del pueblo.
Otros, como un demonio con sombrero.

La verdad, como siempre, estaba en medio.

Del Güero se hablaba poco.

Unos decían que había huido a otro país.
Otros, que lo habían encontrado atado en algún cerro y que nadie tuvo valor de decirlo en voz alta.

En Las Jacarandas, la mesa de cedro seguía ahí.

Pero cada vez que alguien intentaba sentarse en la cabecera, sentía una incomodidad rara, como si la silla pesada les recordara la historia de los que se habían sentado antes.

Un viejo ranchero, que alguna vez trabajó en las cocinas del Jaguar, lo resumió así, una tarde de cerveza y silencio:

—El problema no es quién se sienta en la silla —dijo—. El problema es que esa silla está maldita. Cada cabrón que se sube cree que domina el miedo de todos… y no ve que el miedo que lo acaba es el suyo.

Un chamaco lo escuchó, curioso.

—Entonces, ¿qué se hace, don? —preguntó—. ¿La dejamos vacía?

El viejo suspiró.

—Lo ideal sería tirarla al barranco —respondió—. Pero mientras haya gente dispuesta a traicionar por sentarse ahí, la silla sigue viva.

El muchacho se quedó pensando.

—¿Y el Jaguar? —preguntó—. ¿Usted cree que se arrepintió de algo?

El viejo se quedó viendo el horizonte.

—Tal vez de confiar demasiado —dijo—. O tal vez nada. Lo único que sé es que él murió sabiéndose él mismo. El Güero, en cambio, murió siendo una sombra de lo que quiso ser.

El muchacho calló.

El viento de la sierra sopló entre los árboles.

Y en algún lugar, en alguna barranca, la tierra guardaba los secretos de ambos hombres:
el que fue traicionado, atado como animal,
y el que traicionó… para terminar igual.

La vida, al final, les cobró con la misma moneda.

Porque hay cosas que se pueden amarrar:

Las manos.

Los pies.

La boca.

Pero hay algo que no se deja atar tan fácil:

la consecuencia de lo que uno hace.

Esa persigue, cala y, tarde o temprano, pide cuentas.

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