Volvió temprano a casa, vio a su esposa en brazos de otro hombre y huyó a la calle sin saber que había entendido todo mal


1. El día que se rompió algo por dentro

A José Manuel Herrera siempre le habían dicho que “el que madruga, Dios lo ayuda”.

Por eso esos días se levantaba antes de que saliera el sol en su departamento chiquito de Iztapalapa, se bañaba con agua medio fría porque el boiler ya andaba fallando, se tomaba un café soluble con pan duro y salía a tomar el micro rumbo a su trabajo de almacenista en una maquila de telas, allá por Vallejo.

Ese viernes, sin embargo, la frase se sintió como maldita.

Porque por primera vez en meses lo mandaron a la casa más temprano.

—Ya estuvo, José Manuel —le dijo el supervisor, un tipo flaco apodado el Güicho—. Salió todo el pedido antes de lo que pensé. Váyanse, ya no hay más qué hacer hoy. Nomás pasan a firmar y se pelan.

—¿Seguro? —preguntó José, con las manos todavía llenas de polvo de las cajas—. Yo me puedo quedar a acomodar el inventario…

—No seas necio —se rió el Güicho—. Tú siempre estás jalando de más. Vete a descansar, invítale unas quesadillas a tu esposa, llévala al cine. Luego te me vas a enfermar de tanto querer quedar bien.

José Manuel miró el reloj. Eran las cinco y cuarto de la tarde. Normalmente salía a las ocho, con el cuerpo molido y las piernas pesadas del camino.

—Bueno… gracias, jefe —dijo al fin—. Nos vemos el lunes.

Cobró su semana, dobló los billetes con cuidado y se los guardó en una cartera vieja que tenía la foto de su esposa, Rocío, en la mica de plástico.

En la foto ella sonreía, con el cabello tomado en una coleta alta, los ojos brillantes. Era de cuando todavía eran novios, cuando se veían en la banqueta de la casa de la mamá de ella, en la colonia Desarrollo Urbano Quetzalcóatl, y soñaban con un futuro propio: un cuartito, un hijo, una tele de plasma, un refri lleno.

—Te lo juro, flaca —le había dicho él muchas veces—. Yo no seré licenciado ni nada, pero trabajador sí soy. No te va a faltar un taco mientras yo respire.

Y Rocío se recargaba en su hombro y le decía que sí, que por eso lo quería.

Recordar eso le dio calorcito en el pecho.

Salir temprano era raro, sí, pero también era una chance. Podía pasar a comprarle a Rocío unas flores en el mercado, quizás una rebanada de pastel de la pastelería de la esquina. Llegar con sorpresa, verla sonreír, tal vez salir a caminar al Parque Lineal por el Metro Constitución.

Le llamó desde el celular sencillito que traía.

Sonó y sonó.

Nadie contestó.

“Seguro está tendiendo ropa o en la azotea”, pensó. O quizá había salido a la tienda. No se preocupó.

Tomó el metro en Politécnico, hizo el transbordo eterno en La Raza, bajó en Constitución de 1917. En el pasillo de salida, compró un ramo de flores envueltas en plástico, no muy grandes pero coloridas.

—Para la novia, joven —dijo la señora del puesto, guiñando un ojo.

—Para la esposa —corrigió él, medio orgulloso.

—Eso, muy bien —se rió ella—. Que no digan que todos los casados son fríos.

El aire de la tarde estaba pesado, con olor a gasolina y a fritanga. Se oían los pregones del tianguis de los viernes, los vendedores de películas piratas, las risas de unos adolescentes echando relajo.

Mientras caminaba hacia su unidad, José se fue imaginando la escena: él entrando de sorpresa, Rocío volteando con cara de “¿qué haces aquí tan temprano?”, las flores, el abrazo, quizá esa noche con más cariño que de costumbre, sin el cansancio brutal del turno largo.

Subió las escaleras del edificio C, piso tres, departamento 302.

La puerta estaba cerrada por dentro.

Metió la llave despacio, para no hacer ruido.

Pero algo lo detuvo.

Una sombra pasó por la ventana que daba a la sala.

Y luego, una risa, ahogada, que no era la de la tele.

La ventana tenía una cortina ligera, de esas compradas en el mercado, que dejaba pasar la silueta de lo que ocurría adentro. José se acercó, curioso.

“No seas celoso, cabrón”, se dijo. “A lo mejor está viendo alguna novela con la vecina, la Lupe, y se están riendo del galán. O ya llegó tu cuñado a verla.”

Pero la curiosidad pudo más.

Se asomó por la rendijita de la cortina, apenas levantándola con dos dedos.

Y ahí se le cayó el mundo.

En el sillón que ellos habían comprado a pagos en Elektra, Rocío estaba en brazos de un hombre.

No era un abrazo amistoso. No era un saludo de familiares.

Era un abrazo de cuerpo completo, de esos que se dan cuando la piel ya conoce el mapa del otro.

El tipo —más joven que él, con el cabello engominado, playera ajustada— la tenía tomada de la cintura, la besaba en el cuello. Ella reía, con esa risa que él conocía, pero que ahora sonaba distinta.

—Luego va a llegar tu marido y nos va a cachar —alcanzó a escuchar que decía ella, entre risitas.

—Si llegara, le explicamos, ¿no? —bromeó el tipo, acercándose más—. Que vienes conmigo en paquete, mi amor.

José sintió que le vaciaban las tripas.

—No digas eso —dijo Rocío, medio jugando, medio seria—. Ese hombre se la vive trabajando por mí. Me da casa, comida. No quiero que se entere así…

—Pues entonces no hables de él —cortó el otro—. Ahorita estás conmigo, no con él.

Y volvió a besarla.

José Manuel soltó la cortina.

Sus manos temblaban.

Sentía un ruido en los oídos, un zumbido que no lo dejaba pensar.

La llave seguía en la chapa, pero él no la giró.

No tuvo valor.

No tuvo coraje para entrar, hacer un escándalo, gritar, reclamar. No supo cómo hacerlo. No tenía ese tipo de rabia que estalla hacia afuera. La de él siempre había sido hacia adentro.

Despegó la llave, dio un paso atrás.

Otro.

Se apoyó en la pared del pasillo.

Y luego, sin poder soportar el peso de sus propias piernas, se dejó caer de rodillas en medio del corredor del edificio.

Las flores cayeron al piso. El plástico se rompió un poco. Unas pequeñas flores blancas rodaron hasta la puerta del departamento de junto.

José no se dio cuenta.

Lloró.

Como no había llorado ni cuando se murió su madre.
Como no lloró cuando lo despidieron de su primer trabajo.
Como no lloró nunca.

—Dios… —balbuceó, con la voz ahogada—. ¿Por qué? ¿Por qué me ocurre esto? Trabajo tanto… soy honesto… soy fiel… ¿qué hice mal?

Su voz se quebró en un susurro.

Nadie salió.

El edificio seguía con sus ruidos: la televisión a todo volumen del vecino de abajo, el llanto de un bebé en el A-102, la licuadora sonando en algún departamento.

Dentro del 302, dos cuerpos seguían pegados.

José sintió que se apagaba algo.

No supo cuánto tiempo estuvo ahí, arrodillado, con la frente casi rozando el piso de cemento.

Cuando al fin se levantó, no miró hacia la ventana. No quiso confirmar nada.

Se metió los billetes en la bolsa del pantalón, sin sentirlos.

Bajó las escaleras como sonámbulo.

Cruzó la calle sin fijarse.

Solo caminó.

Y caminó.

Y caminó.


2. El hombre que se perdió a propósito

Los primeros días nadie supo a dónde había ido José Manuel.

No volvió al trabajo. El Güicho marcó a su celular; salía buzón. Mandó a un compañero a su casa; Rocío dijo que no lo había visto desde hacía días, que seguramente se había ido a tomar, que a veces se ponía raro.

—Ya ve cómo son los hombres —comentó ella, con un suspiro bien practicado—. Se agobian, se sienten menos, y en lugar de hablar se van con los amigos.

Ni la suegra supo.

Ni la hermana, que vivía en Neza.

Nadie.

Porque José, después de caminar sin rumbo, subirse a un metro, bajarse en otra estación, subirse a un camión, se encontró en un punto en el que ya no quería regresar.

—¿Para qué? —se dijo, sentado en una banca sucia del Centro Histórico, viendo pasar a la gente con bolsas de compras—. ¿Para seguir pagando renta en un lugar donde me traicionan? ¿Para vivir con una mujer que ya decidió que no le basta?

Sacó su cartera.

La abrió.

Vio la foto de Rocío.

Por un segundo, pensé en romperla.

No pudo.

La guardó de nuevo, pero ya no en la sección de plástico. La aventó al compartimento de las monedas, como si fuera una estampa vieja.

Esa noche durmió en la Alameda Central, en una banca, abrazando su mochila como escudo.

Al principio pensó que sería solo un rato, un par de días.

“Me desaparezco, que Rocío se preocupe tantito, que se dé cuenta de lo que perdió”, se dijo.

Pero el orgullo, combinado con la humillación, fue haciendo un hoyo más profundo.

No quería que ella lo buscara.

No quería que nadie lo viera roto.

Así que cuando se acabó el dinero de la semana, en lugar de ir a casa, eligió ir a una iglesia donde daban desayuno a gente sin hogar.

Le costó. Entrar ahí fue admitir algo que no quería decir en voz alta.

—Pues ya ni modo —musitó, viendo la fila de gente con ropa sucia, chamarras rotas, miradas cansadas—. Hoy me tocó estar acá.

Una señora de crucifijo grande, voluntaria, le sirvió un plato de frijoles con huevo y una taza de café caliente.

—Dios te bendiga, joven —le dijo.

Él no supo qué responder.

“Dios y yo no andamos hablando mucho últimamente”, pensó.

Los días se convirtieron en semanas.

Aprendió rutas: dónde daban comida los martes, qué iglesia repartía pan los jueves, qué comedor comunitario abría los sábados en la colonia Doctores.

Aprendió a dormir con un ojo abierto, porque en la calle, le dijeron, “si te duermes de más, amaneces sin zapatos”.

Conoció historias que nunca hubiera imaginado: hombres que habían perdido todo por el alcohol, mujeres que habían huido de maridos violentos, muchachos corridos de casa por ser gays, viejitos olvidados por sus hijos.

Y él, ahí, metido en ese mosaico, por una escena vista a través de una ventana.

Nunca lo dijo así.

Si alguien le preguntaba, decía que había perdido el trabajo, que lo habían corrido de la casa donde vivía, que estaba “en lo que salía algo mejor”.

La palabra “infidelidad” se le atoraba en la lengua.


3. Los invisibles de la Ciudad

Con el tiempo, José dejó de verse a sí mismo como el ingeniero de casco blanco que alguna vez fue en la prepa cuando supervisó una obra escolar.

Se convirtió en uno más de esos hombres que la gente esquivaba en las banquetas.

La barba le creció despareja. El cabello se le ensució. La ropa que traía el día que se fue empezó a oler a humedad y sudor; una señora en un albergue le dio una chamarra usada, un pantalón de mezclilla más o menos entero, unos tenis con la suela gastada.

—¿No tienes familia, mijo? —le preguntó ella, con ojos dolidos.

José dudó.

—No —mintió—. No tengo a nadie.

Decirlo le dolió, pero también le dio una especie de libertad amarga.

Si no tenía a nadie, nadie podía reclamarle dónde estaba.

Se hizo amigo de Don Chuy, un señor que llevaba años en la calle, siempre con un sombrero que ya había visto mejores días.

—Aquí en la calle uno aprende a hacerse chiquito —le dijo Don Chuy una noche, mientras se acomodaban en la entrada cerrada de un negocio en la colonia Roma, donde un guardia buena onda los dejaba dormir si no hacían desmadre—. Invisible. Que la gente no te vea, porque si te ve, o te quiere dar lástima o te quiere correr.

—¿Nunca has pensado en regresar a tu familia? —preguntó José.

Don Chuy soltó una risita seca.

—¿A cuál? —preguntó—. Mi vieja se fue hace veinte años, mis hijos quién sabe si se acuerdan de mí. Y yo tampoco fui santo, la neta. Tomé, la cagué. La calle fue el último lugar que me quedó. Uno se acostumbra.

—No quiero acostumbrarme —dijo José, más para sí.

—Eso dicen todos los nuevos —respondió Don Chuy—. Luego pasa el tiempo y se te va pegando el pavimento a la piel.

Esa frase se le quedó tatuada.

“No quiero que se me pegue el pavimento”, pensaba José cada vez que se veía reflejado en el cristal de una tienda, con la barba sucia, los ojos hundidos.

Pero no sabía regresar.

El orgullo era una cadena.

Y el miedo, otra.

¿Qué iba a decirle a Rocío? ¿Que la había visto, que sabía lo de aquel hombre? ¿Y si ella le respondía con frialdad, con ese desprecio que temía? ¿Y si se reía en su cara?

Esas preguntas lo dejaban paralizado.

Prefería pedir monedas en el cruce de Eje Central y Arcos de Belén, lavando parabrisas con una botella de agua reciclada, que tocar el timbre del 302.


4. La voz en la banqueta

Una tarde de lluvia, José se refugió bajo el techo de un Oxxo, cerca de la estación del metro Hidalgo.

El agua caía con fuerza, arrastrando basura por las coladeras. La gente corría con bolsas sobre la cabeza, taxis llenos, autobuses atascados.

A un lado, una mujer de unos cincuenta años, con un chal de colores, repartía pan Bimbo a los que estaban ahí parados.

—Toma, hijo —dijo, ofreciéndole una rebanada—. Para que no digas que nadie se acuerda de ti.

—Gracias —murmuró él.

Ella lo miró con curiosidad.

—Te he visto por aquí varios días —comentó—. ¿Desde cuándo estás en la calle?

José se encogió de hombros.

—Meses —respondió—. Perdí el trabajo.

—¿Y tu familia? —insistió.

Otra vez el nudo en la garganta.

—No tengo —repitió la mentira.

La señora frunció el ceño.

—Todos tienen a alguien, aunque sea un enemigo —dijo—. Pero bueno, no te voy a presionar.

Se quedó un rato en silencio, mirando la lluvia.

—Yo me llamo Lidia —se presentó al rato—. Soy catequista ahí en la parroquia de la esquina. No vengo a darte sermones, eh, no te asustes. Nomás vengo a recordarles a ustedes que no son basura.

José sintió un piquete en el pecho.

—A veces sí me siento así —admitió.

—¿Basura? —preguntó ella.

Asintió.

—No eres basura, hijo —dijo Lidia, con firmeza—. Eres alguien que está pasando por una muy mala racha. Lo que hiciste para llegar aquí fue decisión tuya, pero lo que hagas después también.

Él quiso reírse.

—¿Y qué quiere que haga? —preguntó—. Si no tengo ni dónde caerme muerto.

Lidia se quedó pensando.

—En la parroquia estamos armando un tallercito —dijo—. Para gente como tú. Enseñamos oficios sencillos, ayudamos a sacar papeles, a ver si conseguimos que se bañen, que se corten el pelo, que vayan a entrevistas. No te prometo trabajo, porque yo no soy política. Pero si quieres, puedes ir. Es mañana a las diez.

José dudó.

Imaginó las sillas metálicas, el olor a incienso, la gente hablando de Dios como si Él fuera un vecino buena onda.

Se acordó de cómo se le había roto la voz aquella tarde en el pasillo del edificio, cuando le preguntó al cielo “¿por qué?”.

—No sé si Dios y yo andemos bien —murmuró.

Lidia no se escandalizó.

—No tienes que estar bien con Él para aprender a hacer un currículum —respondió, con una sonrisa—. Y si un día quieres hablar de otras cosas, ahí estoy. Pero tú decides.

Le dio un papelito con una dirección y una hora.

José lo guardó en la bolsa.

No estaba seguro de que iba a ir.

Pero tampoco lo tiró.


5. Taller de “segundas oportunidades”

Al día siguiente, contra sus propios pronósticos, José fue.

No tanto por fe, sino por curiosidad.

La parroquia era de esas típicas de barrio: paredes blancas, imágenes de la Virgen y Jesús por todas partes, un patio con una cruz enorme y bancas de cemento.

El tallercito no era en el templo, sino en unos salones al lado.

Lidia estaba ahí, con un par de jóvenes voluntarios, unas mesas, sillas de plástico y una cafetera humeante que llenaba el salón de olor a café recién hecho.

Había otras personas: un chavo tatuado hasta el cuello, una señora con cara de cansancio eterno, un hombre con muletas, un joven con gorra que miraba al suelo.

—Pásale, José —dijo Lidia, como si supiera que él iba a llegar—. Siéntate donde quieras.

Él se sorprendió de que recordara su nombre.

Se sentó en una esquina.

Los voluntarios se presentaron.

—La idea —explicó una chica de lentes, llamada Ana— es que podamos ayudarlos a encontrar un camino distinto. No venimos a juzgar, ni a preguntarles por qué están en la calle. Solo queremos saber qué saben hacer, qué les gustaría aprender. Y a partir de ahí, ver qué hacemos.

Sonaba sencillo.

Sonaba imposible.

Cuando llegó su turno, José dudó.

—Yo… soy ingeniero civil —dijo, al fin.

Ana lo miró, alzando las cejas.

—¿De verdad? —preguntó.

—Estudié en el Tec de Zamora —respondió él—. No terminé la licenciatura como tal, pero casi. Me faltó el título. Luego me vine a trabajar acá. Sé hacer planos, presupuestos, leer proyectos…

“Firmar contratos inflados”, pensó, sin decirlo.

Lidia chifló bajito.

—Mira nomás —dijo—. Y nosotros aquí batallando para reparar la barda del salón.

Hubo risitas.

—¿Y por qué estás en la calle? —preguntó Ana, suavemente.

José se tragó la historia real.

—Cosas de trabajo… —dijo—. Me corrieron, no me alcanzó para la renta. Ya ve.

No insistieron.

Ese respeto, esa falta de morbo, le gustó.

A lo largo de varias semanas, el taller se volvió un punto fijo en su vida errante.

Le enseñaron a hacer un currículum en una computadora vieja, a buscar anuncios de empleo en el periódico, a presentarse en una entrevista sin pedir disculpas por existir.

Lidia le consiguió una rasuradora desechable y champú; un salón de belleza de la colonia ofreció cortes gratis una vez al mes para la gente del taller.

La primera vez que José se miró al espejo después del corte, casi no se reconoció.

La barba ya no era una maraña, el cabello estaba corto, las ojeras seguían pero menos marcadas.

—Ahí estás —se dijo a sí mismo—. Pensé que ya te habías muerto.


6. El encuentro inesperado

Un domingo, Lidia le pidió un favor.

—José —dijo, mientras acomodaba unas cartulinas en el salón—. La parroquia va a hacer una rifa para juntar fondos para arreglar el techo. Necesito ayuda con los boletos, con unos cartelitos. Tú que sabes de numeritos, ¿nos echas la mano?

José dudó.

—No sé si sea buena idea que me meta mucho en cosas de la iglesia —dijo—. No quiero que luego me digan que tengo que confesarme o algo.

Lidia se rió.

—No seas payaso —respondió—. Te estoy pidiendo ayuda con plumas y papel, no que te ordenes sacerdote. Además, si te cansas, te vas. No estás preso.

A regañadientes, aceptó.

Se quedó ese domingo hasta tarde, ayudando a imprimir boletos en una impresora vieja, cortarlos, graparlos. Encontró un poco de placer en el orden de los números, en ver hojas desordenadas convertirse en tiras listas para vender.

Cuando estaban guardando todo, Lidia le dijo:

—Vamos a cenar tacos, ¿no? Invita la parroquia.

No tenía mucho apetito, pero el olor a pastor de la taquería de la esquina lo convenció.

Se sentaron en una mesa de plástico, con salsas de colores y cebollitas asadas.

Mientras comían, Lidia lo miró con atención.

—¿Sabes qué he notado, José? —dijo, mordiéndole a la tortilla—. Hablas bien poco de tu pasado. Como si te diera vergüenza.

Él se encogió de hombros.

—¿A quién le importa? —respondió—. Soy un don nadie, un ex almacenista, un ex casi todo.

—Te importa a ti —dijo ella—. Cada vez que te pregunto algo, se te aprieta la quijada.

José apretó la quijada.

—Hay cosas que es mejor no recordar —dijo—. Se abre la herida otra vez.

—Las heridas que no se limpian se infectan —respondió Lidia, sin suavizar—. Y al rato huelen peor.

Él bebió un sorbo de refresco.

Guardó silencio.

—Tenía esposa —soltó de repente, como si le arrancaran las palabras—. Vivíamos en un departamento en Iztapalapa. Yo trabajaba, ella estaba en la casa. Un día llegué temprano y… —tragó saliva—. La vi con otro hombre. Abracé la ventana. Escuché cómo se reían de mí. No tuve huevos para entrar. Me fui. Y aquí estamos.

Lidia lo miró, seria.

—¿Le dijiste lo que viste? —preguntó.

—No —respondió él, casi ofendido—. ¿Para qué? ¿Para que me diga que ya no me quiere? ¿Para que se ría en mi cara? Mejor me fui.

—¿Y si no era lo que pensaste? —insistió.

José soltó una carcajada amarga.

—La tenía en los brazos —dijo—. ¿Qué más podía ser?

—No sé —respondió Lidia—. Pero tú tampoco sabes. Solo viste un pedazo de la película y saliste del cine.

Él se molestó.

—¿Ahora va a resultar que es mi culpa? —espetó—. Yo que me partía el lomo por ella…

—No dije eso —contestó ella, tranquila—. Dije que si quieres sanar, algún día tienes que hablar. Con ella, contigo, con quien sea. Si no, te vas a quedar atado a esa escena para siempre.

José se calló.

Cambió de tema.

Pero esa noche, en la banca donde durmió, las palabras de Lidia le martillaron la cabeza:

“Solo viste un pedazo de la película.”


7. Un nombre en la lista

Con el tiempo, gracias al taller y a la insistencia de Ana, José consiguió una entrevista de trabajo.

No era de ingeniero, ni de almacenista siquiera. Era de auxiliar de mantenimiento en un edificio de oficinas en la colonia Del Valle. Arreglar filtraciones, cambiar focos, revisar tubos.

—No es lo que estudiaste —dijo Ana—. Pero es un inicio. Te pagan poco, pero es fijo, te dan seguro. Y quién sabe, si ven que sabes más, igual creces.

José dudó.

—¿Y si me preguntan por mi pasado? —dijo—. Por qué no tengo dirección fija, por qué no tengo referencias.

—No tienes por qué decir que vives en la calle —respondió ella—. Puedes decir que estás rentando con unos amigos. Nadie tiene que saber toda tu vida al principio.

Eso le sonó a trampa.

Pero también a oportunidad.

Se presentó a la entrevista con la camisa menos arrugada que tenía, el pelo peinado hacia atrás con agua, la barba recortada. El encargado, un hombre robusto llamado Don Mario, lo miró con cara de que ya había visto muchos como él.

—Aquí chambeamos desde temprano —dijo Don Mario—. Hay que levantar cortinas, revisar bombas, atender a los oficinistas que creen que se prende y apaga el clima por magia. ¿Sabes usar herramientas?

—Sí, señor —respondió José—. He estado en obra. Sé de plomería básica, electricidad sencilla. Y si no sé algo, aprendo rápido.

Don Mario lo observó un momento más.

—Tu papelería está medio incompleta —dijo—. No traes comprobante de domicilio, ni cartas de recomendación recientes. ¿Qué pasó ahí?

José sintió el sudor frío.

—Estuve un tiempo sin trabajo —respondió, midiéndolo—. Me corrieron de mi anterior chamba por recorte de personal y me atrasé con la renta. Me fui a vivir con unos amigos en la periferia. Ahorita estoy reorganizándome.

No era del todo mentira.

Don Mario chupó los dientes, pensativo.

—Mira, la verdad la gente llega aquí por recomendación, no por anuncio —dijo—. Pero se me fue un cabrón de un día para otro y me urge alguien. No te puedo prometer nada, pero te doy un mes de prueba. Si llegas tarde, si te encuentro pedo, si te me desapareces un día, te vas sin liquidación. ¿Estamos?

—Sí, señor —respondió José, casi sin poder creerlo—. No le voy a fallar.

Salió del edificio con un papel que decía “Contrato a prueba” y una fecha de inicio: lunes.

Estaba empezando a llover.

No le importó.

Le daban ganas de gritar.

—¡Voy a volver a trabajar! —le dijo a Don Chuy esa noche, en la entrada del negocio donde solían dormir—. ¡Ya no voy a estar lavando parabrisas!

Don Chuy se rió, con sus pocos dientes.

—Bien, mijo —dijo—. Nomás no te olvides de nosotros, los de abajo, cuando ya andes en oficina.

José le compró una torta de tamal con el último billete que le quedaba.

El lunes llegó puntual.

Trabajó como hacía años no lo hacía, con un propósito más claro: cada foco cambiado, cada fuga arreglada, era un ladrillo en la reconstrucción de su vida.

Empezó a dormir en un albergue nocturno que Lidia le recomendó, en la Colonia Obrera, donde por una cuota simbólica, le daban cama y regadera.

No era su departamento en Iztapalapa.

Pero tampoco era una banqueta.

Y eso, para él, ya era un mundo de diferencia.


8. Un rostro conocido, un mundo que se tambalea

Pasó casi un año.

Un año en el que José Manuel no pisó su antigua colonia.

No pasó por el Metro Constitución, ni por el tianguis del viernes, ni por el edificio C, piso tres, departamento 302.

Se hizo otra vida, a medias: trabajo, albergue, taller con Lidia algunos fines de semana, pláticas con Ana sobre la posibilidad de terminar algún día la carrera en un sistema abierto.

Hasta que la vida decidió, otra vez, cruzarle cables.

Un sábado por la mañana, Lidia le pidió acompañarla a una feria de servicios sociales en Iztapalapa. La parroquia había sido invitada a poner un stand junto a organizaciones que ofrecían apoyo psicológico, asesoría jurídica, bolsa de trabajo, etc.

—Conoces de números —le dijo—. Ayúdame a llevar el control de la gente que se acerque.

José dudó.

—¿En qué parte de Iztapalapa? —preguntó.

—Por la Macroplaza, allá por Constitución —respondió ella, revisando un papel—. Están poniendo carpas.

Sintió un escalofrío.

Podía decir que no.

Podía inventar cualquier excusa.

Pero algo dentro de él, quizá lo mismo que lo había llevado al taller la primera vez, lo empujó a decir:

—Voy.

Llegaron al lugar en un microbús saturado, con bocinas tronando reguetón.

Había carpas blancas, lonas de programas sociales, mesas con folletos. Gente haciendo filas para consultas médicas gratis, cortes de pelo, vacunas.

José ayudó a Lidia a colocar un cartel que decía: “Taller de segundas oportunidades. Apoyo a personas en situación de calle”.

Mientras escribía nombres en una hoja, sintió que algo en su periferia se movía.

Una risa.

Una forma de decir “no manches”.

Una voz que conocía.

Levantó la cabeza.

Y la vio.

A unos veinte metros, junto a una carpa donde ofrecían asesoría psicológica, estaba Rocío.

Más delgada que antes, con el cabello más corto, atado en una trenza. Traía una playera blanca con el logo del gobierno de la ciudad y el chaleco de “brigadista”.

Estaba acomodando unas sillas, hablando con una señora mayor.

Se veía cansada, pero diferente. No la Rocío acompañada de risas frívolas que él había visto en aquel sillón.

José sintió que se le aflojaban las piernas.

—¿Estás bien? —le preguntó Lidia, notando que se había quedado congelado.

—Ella… —susurró él—. Es… mi esposa.

Lidia abrió los ojos.

—¿La de la ventana? —preguntó, despacio.

Asintió.

El corazón le latía tan fuerte que casi podía verlo saltar debajo de la playera.

—Si no quieres verla, podemos irnos —dijo Lidia—. Nadie te obliga.

José respiró hondo.

—No —dijo, de pronto decidido—. No puedo seguir huyendo. No más.

Dejó la pluma sobre la mesa.

Empezó a caminar hacia donde estaba Rocío, como si cada paso fuera sobre vidrio.

Ella lo vio.

Se quedó helada.

Los folletos se le resbalaron de las manos.

—José… —murmuró, casi sin voz.

Él se detuvo a un metro.

No sabía si abrazarla, gritarle, darle la vuelta.

Ellos no sabían si reír o llorar.

El mundo alrededor siguió: niños corriendo, señoras en fila, funcionarios hablando por micrófono.

Para ellos, solo existía ese pedazo de cemento.


9. Lo que no se dijo ese día

—Pensé que estabas muerto —fue lo primero que dijo Rocío.

José tragó saliva.

—Yo pensé que querías que lo estuviera —respondió.

Ella frunció el ceño.

—¿Cómo crees? —susurró—. Te busqué por todos lados. Fui a tu trabajo, hablé con el Güicho, le marqué a tu hermana, fui a hospitales. Levanté una denuncia en el Ministerio Público. Nadie sabía nada. Un día simplemente… desapareciste.

Él apretó los puños.

—Yo… —empezó—. Ese día llegué temprano. Te vi por la ventana.

Los ojos de ella se llenaron de lágrimas.

—¿Qué viste, José? —preguntó.

Las palabras le salieron como puñetazos.

—Te vi con otro hombre —dijo—. En el sillón. Abrazada. Besándolo. Riéndote. Diciendo que trabajo mucho por ti y que no querías que me enterara.

El rostro de Rocío cambió, del shock a la confusión, de la confusión al enojo, del enojo a algo cercano a la tristeza.

—Eras tú el de afuera —susurró—. Sabía que había escuchado algo en el pasillo, un ruido. Pensé que eran los vecinos.

—¿Quién era él? —preguntó José, con la voz tensa.

Rocío respiró hondo.

—Mi hermano —dijo—.

José parpadeó.

—¿Tu… qué? —balbuceó.

—Mi hermano Luis —repitió ella—. El que se había ido al norte hace años. Regresó sin avisar. Llegó a la casa ese día, mientras yo estaba lavando trastes. Me abrazó como loco, yo lloré, me contó todo lo que había vivido allá, lo mal que la pasó. Por eso estaba en mis brazos.

El piso se movió bajo los pies de José.

—No… —dijo, casi como un niño al que le quitan un juguete—. No. Yo lo escuché. “Luego va a llegar tu marido y nos va a cachar”. “Ese hombre se la vive trabajando por mí”. “No digas eso”.

Rocío cerró los ojos, tratando de recordar.

—Sí —dijo—. Dije eso. Porque Luis, en su desmadre, se burlaba. Me decía “mira, hermanita, tú con tu marido trabajador y yo aquí, fracasado”. Y yo le dije que no hablara así, que tú eras bueno. Que no quería que se enteraras en medio de un chisme. Él quería conocerte, pero me pidió que mejor se lo tomáramos con calma, que primero se acomodara, que viera si conseguía trabajo. Por eso no te hablé de inmediato.

José sintió una punzada en el estómago.

Todo lo que había construido en su cabeza durante un año se tambaleó.

—¿Me estás diciendo que…? —susurró—. ¿Que no me estabas engañando?

Rocío abrió los ojos.

—No voy a decir que siempre fui perfecta —dijo—. Discutíamos, nos faltó comunicación, yo me quejaba mucho de tu trabajo, de que casi no estabas. Pero aquel día… no. No te estaba engañando.

Él se quedó callado.

No sabía si creerla.

No sabía si podía.

Pero algo dentro de él, una parte que se había hecho de piedra, se resquebrajó.

—¿Y por qué no me buscaste tú? —preguntó ella, con la voz quebrándose—. Si viste algo que no te gustó, ¿por qué no entraste? ¿Por qué no me lo dijiste en la cara? ¿Por qué simplemente te fuiste y me dejaste pensando que estabas muerto en una zanja?

José sintió la vergüenza subirle a la cara.

—Porque soy cobarde —respondió, por fin sincero—. Porque preferí hacerme la víctima en mi película en lugar de enfrentar la escena. Porque me dolió tanto lo que creí ver que no quise ni confirmar. Porque… también me dio rabia. Y esa rabia me jaló hacia abajo.

Rocío lo miró, llorando.

—Todo este tiempo —susurró—. Todo este pinche tiempo yo me he dormido con miedo de que fueras un cuerpo sin nombre en el Semefo. Me hice voluntaria en estos programas para no volverme loca, para sentir que ayudaba a otros, para no pensar en que no te despedí siquiera. Y tú estabas vivo, lavando parabrisas, durmiendo en la calle, sin siquiera mandarme un mensaje.

José tragó saliva.

—No sabía cómo regresar —dijo—. Me daba vergüenza. Pensé que ya habrías seguido con tu vida. Que ese hombre… tu hermano… se habría quedado en tu casa. Que yo ya no encajaba.

—Decidiste por mí —respondió ella, con enojo—. Me quitaste el derecho de enojarme, de explicarte, de decirte lo que sentía. Te castigaste y de paso me castigaste a mí y a los demás.

Se hizo un silencio pesado.

Alguien en un micrófono anunció algo sobre una campaña de vacunación. Un niño lloró porque se cayó del resbalón inflable.

La vida seguía, indiferente.

—¿Qué quieres ahora, José? —preguntó Rocío, limpiándose las lágrimas con el dorso de la mano—. Porque una cosa es que te haya encontrado de milagro y otra muy distinta que todo vuelva a ser como antes.

Él no supo qué responder.

Miró hacia la carpa de Lidia.

La vio a ella, observando de lejos, sin meterse.

Miró sus propias manos, ahora más curtidas, con cicatrices nuevas.

—No sé —admitió—. No vine a pedirte que volvamos. De hecho, ni siquiera sabía que iba a verte. Pero… ahora que te tengo enfrente, que sé que no estás con otro hombre, que sé que… —se le quebró la voz—. Que mi vida se fue al carajo por una escena mal entendida… no sé qué hacer.

Rocío respiró hondo.

—¿Estás bien? —preguntó—. ¿Dónde vives? ¿Trabajas?

—Estoy… en proceso —dijo él—. Vivo en un albergue. Trabajo de auxiliar de mantenimiento. Voy a un taller. Estoy tratando de no morirme.

Ella asintió, despacio.

—Algo es algo —murmuró.

Se quedaron unos minutos sin hablar, solo mirándose, tratando de reconocer al de antes en los rasgos del ahora.

—No te puedo decir que te perdono así nomás —dijo Rocío, al fin—. Ni que estoy lista para intentarlo otra vez. Me duele lo que hiciste, lo que no hiciste, el hueco que dejaste. Pero tampoco te odio. Me alivia saber que no estabas muerto en una zanja.

José sonrió, triste.

—Supongo que es un avance —dijo.

—Tómalo como quieras —respondió ella.

Una coordinadora se acercó a Rocío.

—Oye, Rocío, necesitamos que nos ayudes en la otra carpa —dijo, sin fijarse mucho en la escena—. Hay mucha gente.

—Voy —respondió ella.

Lo miró una última vez.

—Tengo que trabajar —dijo—. Empezamos tarde y ya viste cómo se pone esto.

Él asintió.

—Está bien.

—Si quieres hablar… —añadió, dudando—. Vivo en el mismo depa. Estoy sola. Mi hermano se regresó al norte. Mi mamá se fue con una tía a Puebla. Si un día te sientes con ganas de dejar de huir, ya sabes dónde tocar. Pero no vengas a llorar nada más. Si llegas, que sea para hablar como adultos.

José sintió un nudo en la garganta.

—Lo pensaré —dijo.

Ella se dio la vuelta.

Se fue hacia la carpa.

Él se quedó unos segundos ahí, parado, con el ruido de la feria revoloteando alrededor.

Luego regresó con Lidia.

No dijo nada.

Lidia tampoco le preguntó.

Solo le dio una palmada en el hombro.

—A veces, la película tiene segunda parte —susurró.


10. La decisión

Los meses siguientes fueron una especie de limbo.

José siguió trabajando, y cada quincena se esforzaba por ahorrar un poquito, dejando de lado el antojo, el refresco, el cigarro que a veces le ofrecían.

—¿Qué te traes, José? —le preguntó Don Mario un día, al verlo contar monedas con cuidado—. ¿Qué te andas comprando? ¿Un carrito, una novia, una consola?

José se rió.

—Ninguna de esas —dijo—. Un cuarto.

Don Mario chasqueó la lengua.

—Ya estuvo que te cansaste de los albergues, ¿ah? —dijo—. Está bien. Pero no te vayas a ir luego a tus locuras. Te necesito descansado.

José pensaba, una y otra vez, en la invitación de Rocío.

“Si un día te sientes con ganas de dejar de huir, ya sabes dónde tocar.”

Pero el miedo seguía ahí, agazapado.

No era el miedo a que ella lo rechazara.

Era miedo a enfrentar lo que él había hecho consigo mismo.

A aceptar que su descenso a la calle no había sido solo culpa de ella, ni de Dios, ni del sistema, ni del cártel, ni del tráfico. Había sido, en gran parte, decisión suya: ver algo, entender una cosa, no preguntar, huir.

Lidia, sin presionar, lo acompañaba en sus silencios.

Una noche, después del taller, mientras guardaban sillas, él le dijo:

—Hoy casi voy.

—¿A dónde? —preguntó ella, aunque sabía.

—A mi viejo depa —respondió—. Me bajé en Constitución. Caminé hasta la esquina. Vi el edificio desde lejos. Estuve parado como menso diez minutos, viendo el 302.

—¿Y qué pasó? —preguntó Lidia.

—Me temblaron las piernas —admitió—. Di la vuelta y me fui.

—No es fácil —dijo ella—. Pero tampoco tiene que ser todo o nada. Puedes escribirle una carta. Puedes mandarle un mensaje. Puedes pedir que se vean en un café, no en el departamento. No hay manual.

José asintió.

Se fue a dormir al albergue.

Soñó con pasillos, puertas, ventanas.

Soñó con sillones.

Soñó con su propia cara reflejada en el cristal de la ventana, viéndose a sí mismo llorar en el pasillo.

Despertó sudando.

Y supo que ya no podía seguir posponiendo.


11. El regreso al 302

Era miércoles cuando decidió.

Salió del trabajo a las seis, como todos los días. En lugar de tomar el Metro hacia Obrera, tomó la línea dorada hasta Ermita y luego la línea ocho hasta Constitución.

Las escaleras del metro le parecieron más largas que nunca.

El tianguis estaba menos nutrido, quizá porque era mitad de semana. El puesto de las películas piratas seguía, ahora con series de moda. La señora de las flores ya no estaba; en su lugar, un chavo vendía fundas para celular.

José caminó hasta la unidad.

El edificio C seguía igual: pintura descarapelada, grafitis viejos, ropa colgando en las ventanas.

Subió las escaleras.

Cada escalón era un latido.

Llegó al pasillo del tercer piso.

El 302 seguía con la misma puerta café, el mismo tapetito desgastado que decía “Bienvenidos”.

Se paró frente a ella.

Miró la ventana.

Recordó flores rotas en el suelo.

Se enderezó.

Levantó el puño.

Tocó.

Nada.

Tocó de nuevo.

Escuchó pasos.

La chapa giró.

La puerta se abrió.

Rocío estaba ahí.

Sin chaleco de brigadista, con una blusa sencilla y pants, el cabello recogido en un chongo improvisado.

—Viniste —dijo, sin disfrazar la sorpresa.

José tragó saliva.

—Sí —respondió—. Ya me cansé de correr.

Ella abrió un poco más la puerta.

—Pásale.

Entrar fue como entrar a un recuerdo que no encajaba del todo.

El sillón seguía, pero con fundas nuevas. La mesita de centro estaba en otro lugar. Había un mueblecito con libros y una planta en una maceta de barro que él no recordaba.

El departamento se sentía más pequeño.

O quizá él se sentía más grande, más gastado.

Se sentaron, cada uno en una orilla del sillón.

Hubo un silencio incómodo.

—Fuiste a una feria de servicios —dijo él, inseguro de cómo empezar—. Trabajas en eso ahora.

Rocío asintió.

—Después de que desapareciste, me quedé… flotando —dijo—. No sabía qué hacer. Teníamos deudas, la renta, la luz. Pensé en regresarme con mi mamá, pero ella ya no podía con otra más en la casa. Empecé a ir a terapia en un centro de apoyo que abrió el gobierno. De ahí me jalaron como voluntaria, luego me dieron una plaza temporal. Ahora ando de un lado a otro, ayudando a gente… que vive lo que tú viviste.

José la miró.

—También viviste tú —dijo—. Yo me fui, pero tú te quedaste con el hueco.

Ella sonrió, triste.

—Sí —respondió—. Y hoy, que te veo sentado aquí, me parece increíble. Siento que estoy soñando.

Él respiró hondo.

—Vine a decirte algo que debí decirte hace mucho —dijo—. Lo que hice fue… cobarde. Te vi con alguien, entendí lo que quise, no pregunté, no confié, no hablé. Me fui como ladrón. Te dejé sin explicaciones. Me tiré a la calle y me hice la víctima, como si el mundo me debiera algo. Y no. Yo también fallé.

Rocío lo observó, con lágrimas contenidas.

—Gracias por decirlo —susurró—. Lo necesitaba.

—No espero que me perdones —añadió él—. Ni que volvamos, ni que hagamos como si nada. Solo… no quería que la historia se quedara en esa escena de la ventana. Necesitábamos este capítulo.

Ella asintió.

—Yo también tengo cosas que decir —dijo—. Antes de que te fueras, yo no era fácil. Me la pasaba reclamándote que no estabas, que trabajabas demasiado, que no teníamos fines de semana románticos. No veía que ese trabajo era lo que ponía comida en la mesa. Te hice sentir que no eras suficiente. Si hubiéramos hablado más antes… quizá no habrías explotado así.

José negó con la cabeza.

—Aunque hubieras sido santa, yo igual hubiera reaccionado mal —dijo—. Traigo mis demonios, mis inseguridades. No creas que te estás culpando ahora para que me sienta menos culpable. Cada quien carga lo suyo.

Se quedaron callados un momento.

El ruido de la tele del vecino se colaba por la pared: un programa de concursos.

—¿Quieres un café? —preguntó Rocío, de pronto.

Él sonrió.

—Sí.

Ella se levantó.

Fue a la cocina.

José se quedó mirando el departamento.

Vio, pegada en la pared, una hojita vieja, amarillenta, con una frase escrita a mano:

Donde creas que se acabó todo, a veces apenas está empezando.

La letra era la suya.

Una tarde, años atrás, Rocío estaba agobiada porque no encontraban depa. Él escribió esa frase en un papel y la pegó para animarla.

Ella nunca la quitó.

Se le hizo un nudo en la garganta.

Rocío regresó con dos tazas.

—¿Sigues sin azúcar? —preguntó.

—Sí —respondió él.

Se miraron un rato, tomando café.

—¿Qué vas a hacer ahora, José? —preguntó ella—. ¿Vas a seguir en el albergue, vas a buscar un cuartito, vas a…?

Él suspiró.

—Conseguí un cuartito en la colonia Portales —dijo—. Chiquito, pero mío. Me lo renta un señor que conocí en el trabajo del edificio. Me dijo que si quiero, puedo arreglarle unas cosas y me baja la renta. Creo… creo que me voy a quedar ahí un buen rato.

—Me alegra —dijo ella.

—No vine a pedirte que te vayas conmigo —añadió él—. Solo vine a cerrar algo. Pero… si tú quieres… no sé… podemos vernos de vez en cuando. Tomar un café. Platicar. Conocernos otra vez. Sin compromisos por ahora.

Rocío jugueteó con la taza.

—No sé si estoy lista para eso —dijo—. Pero tampoco quiero que desaparezcas otra vez. Me gustaría… saber de ti. Saber que estás bien.

José asintió.

—Podemos ir despacio —dijo—. Si en el camino descubrimos que lo nuestro se acabó, lo aceptamos. Si descubrimos que queda algo, lo hablamos. Pero esta vez, sin ventanas de por medio. De frente.

Ella sonrió, apenas.

—Eso sí lo quiero —respondió.

No hubo besos.

No hubo promesas.

Solo dos adultos, con cicatrices, mirándose a los ojos por primera vez desde que el mundo se les había roto.


12. El juez que nadie vio

Años después, cuando José revisaba la historia de su vida, se dio cuenta de algo curioso.

El “juez” que había cambiado todo no había sido uno de carne y hueso en un tribunal, con toga y mazo.

Habían sido dos jueces distintos.

El primero, el de aquel día, había sido él mismo, arrodillado en el pasillo, llorando, dictando una sentencia dura sobre su esposa sin escuchar a la defensa, sin revisar pruebas, sin permitir réplica.

“Culpable”, dijo ese juez interior.

Y la condenó en su cabeza a ser la infiel.

Se condenó a sí mismo a ser la víctima.

Y se fue a cumplir su pena a las calles de la Ciudad de México, a las banquetas, a las bancas de las plazas, a los albergues.

El segundo juez apareció mucho después, cuando, sentado en un taller de segundas oportunidades, escuchó a una señora decirle que las heridas que no se limpian se infectan.

Ese juez no venía con toga, sino con chamarra de mezclilla y un viejo casco de obra guardado en un rincón de su memoria.

Ese juez revisó la escena, escuchó la otra parte, aceptó que quizá se había equivocado, decidió que era momento de reabrir el caso.

Y al hacerlo, dio una sentencia distinta:

“No eres basura. No eres solo víctima. Eres responsable de lo que haces con lo que te pasa.”

No fue fácil.

Hubo apelaciones internas, lágrimas, culpas.

Pero al final, esa segunda resolución fue la que lo sacó, poco a poco, de la condena autoimpuesta.

Trabajando en el edificio de oficinas, viendo a oficinistas neuróticos que se quejaban porque el clima estaba un grado más frío, José a veces pensaba en todo eso.

Cuando en las juntas con Don Mario se hablaba de fugas, de goteras, de paredes cuarteadas, él veía en esas grietas metáforas de su propia historia.

Un día, en el taller, Ana les pidió que escribieran una palabra que definiera lo que querían para el futuro.

Él escribió “dignidad”.

Lidia, al ver la hoja, sonrió.

—Eso me gusta —dijo—. No pones “éxito”, no pones “dinero”, pones algo más difícil. La dignidad es esa cosa que nadie te puede regalar si tú no la agarras.

José pensó en el hombre que, un año atrás, había caído de rodillas en un pasillo, llorando, preguntándole a Dios por qué.

Pensó en el mendigo que se había levantado de esa rodilla para irse a la calle, convencido de que el mundo le debía algo.

Pensó en el hombre que, tiempo después, tocó una puerta para decir “me equivoqué”.

Se dio cuenta de que, en todos esos, había un hilo común: la capacidad de levantarse.

Aunque fuera tarde.

Aunque fuera dando tumbos.

Aunque no hubiera garantías de final feliz.


13. Un final distinto al esperado

El tiempo hizo lo suyo.

José se mudó al cuartito de la colonia Portales. Con el tiempo, compró, de segunda mano, una estufa, un colchón decente, una mesa. Pegó en la pared, con cinta, la frase que había escrito años atrás y que Rocío guardó una vez que ambos, ya más tranquilos, la arrancaron juntos del departamento 302:

“Donde creas que se acabó todo, a veces apenas está empezando.”

Rocío y él se vieron varias veces en cafés, en parques, en tianguis.

Hablaron.

Mucho.

De cosas banales, del trabajo, del tráfico.

Y también de cosas profundas: de la soledad, del miedo, de la sensación de no ser suficientes.

Descubrieron que habían cambiado.

Que ya no eran los chavos que se sentaban en la banqueta a planear una vida ideal.

Eran dos adultos que habían probado el sabor metálico del fracaso.

Hubo un momento en que intentaron volver a vivir juntos.

Lo probaron.

Rocío se fue unos días a Portales, él se quedó en el 302 unas noches.

Pero se dieron cuenta de algo.

—Te quiero —le dijo ella una tarde, sentada en la cama del cuartito—. Pero no sé si quiero volver a ser tu esposa como antes. Me acostumbré a vivir sola, a tomar decisiones sola. Y tú te acostumbraste a otra versión de ti.

José asintió, con un nudo en la garganta.

—Yo también te quiero —respondió—. Pero tienes razón. Tal vez nuestra relación ahora es otra cosa. No menos importante, solo distinta.

No fue el final romántico de película.

No hubo boda segunda vuelta, ni anillos recuperados, ni fotos de aniversario con hashtag emotivo.

Hubo algo más sobrio, más real:

Respeto.

Cierto cariño que no se borró con la distancia.

La conciencia, compartida, de que ambos habían sobrevivido a un terremoto emocional.

Rocío siguió trabajando en programas sociales, ayudando a mujeres y hombres que se encontraban en calle, en situaciones de violencia, en consumos problemáticos.

José, desde su trabajo, se hizo una especie de experto informal en reparar filtraciones, pero también en escuchar historias de vigilantes, personal de limpieza, oficinistas cansados.

De vez en cuando, en el taller de Lidia, él contaba su historia.

No como mártir.

Como advertencia.

—No hagan lo que yo hice —decía—. Si creen que alguien los traiciona, hablen. No hagan novelas en su cabeza, no dicten sentencias sin escuchar. No se vayan a la calle a morir en cuotas nomás por orgullo. Y si ya están en la calle… tampoco se queden ahí nada más por vergüenza. Siempre hay otra escena después de la ventana.

La gente lo escuchaba, algunos con lágrimas, otros con escepticismo.

Él no esperaba convencer a todos.

Solo quería que, si uno de ellos estaba a punto de tirarse al pavimento de rodillas y no levantarse nunca, pensara dos veces.

Que supiera que se puede caer.

Y también se puede volver a caminar.


José Manuel nunca volvió a preguntarle a Dios “¿por qué me ocurre esto?” con el mismo tono.

A veces, cuando se acordaba de aquel día, cambiaba la oración.

En lugar de “¿por qué?”, decía:

—Dios… ayúdame a hacer algo con lo que ya pasó.

No siempre sentía una respuesta.

Pero ya no esperaba que el cielo le resolviera todo.

Había aprendido, a golpes, que una buena parte del juicio la llevaba él por dentro.

Y que, por más que la vida lo jalara hacia el suelo, siempre quedaba la opción —difícil, sí, pero real— de ponerse de pie, limpiarse las rodillas, tocar una puerta y decir:

“Necesitamos hablar”.

Aunque diera miedo.

Aunque temblara la voz.

Aunque el final no fuera el que uno soñó de adolescente.

Porque a veces, la verdadera victoria no es recuperar lo que se perdió.

Sino dejar de vivir como si uno estuviera condenado por siempre a aquella escena en la ventana.

Y empezar, por fin, otra película.

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