El desconocido que sacó a bailar a mi esposa frente a toda mi familia y terminó desnudando mi peor versión
Nunca me gustó bailar.
Y no lo digo con orgullo, lo digo como quien confiesa una torpeza que ya le dio demasiados problemas. Crecí en Guadalajara, tierra de mariachi y jarabe tapatío, pero a mí siempre se me hicieron un desmadre los pasos. Dos a la derecha, dos a la izquierda, vuelta, sonrisa, ritmo… no, gracias. Yo era más de sentarme con una chela, ver el partido y criticar al DJ.
El problema es que me casé con Renata.
Renata, la que parece que trae música en la sangre. La que desde los quince se subía a las sillas en las fiestas para bailar cumbia con el tío borracho, la que se sabía todas las coreografías de los XV de las primas, la que ponía Los Ángeles Azules para trapear y terminaba limpiando la casa bailando.
Yo soy Jorge. Treinta y cuatro años, mecánico, dueño de un tallercito en la colonia Oblatos. Llevaba ocho años casado con Renata cuando pasó lo del baile. No teníamos hijos, pero teníamos un depa chiquito, un carrito a medias, deudas compartidas y esa rutina que se instala sin pedir permiso: chamba, tráfico, cena rápida, Netflix, dormir.
Renata siempre quiso que fuéramos “la pareja que baila en todas las fiestas”.
Yo siempre fui el que se hacía pendejo cuando empezaba la banda.
La noche del desastre fue en la boda de mi primo Óscar, allá por Tonalá. Era uno de esos salones amplios, con sillas vestidas de blanco, moños dorados, arreglos de flores que parecían más caros que el coche del novio, y una pista de baile en el centro, iluminada con cuadros de colores.
Llegamos tarde porque yo tuve que entregar un coche en el taller. Renata iba preciosa: vestido rojo pegadito, el pelo recogido en una trenza alta, unos aretes dorados que se balanceaban cada vez que caminaba. Yo la vi salir del cuarto y pensé: “No manches, esta mujer sí está demasiado para mí”.

Pero no lo dije.
Nomás le eché un piropo medio X:
—Te ves bien, eh.
—“Bien” —repitió ella, alzando una ceja—. ¿Eso es todo?
—Bien cabrona, pues —rematé, medio riendo.
Ella negó con la cabeza, divertida.
—Con eso me quedo —dijo, agarrando su bolsa.
Tomamos un Uber al salón. Mis papás ya estaban ahí, mis tíos también. La mesa de la familia estaba cerca de la pista, buen lugar para ver el chisme.
—¡Jorge, cabrón! —me gritó mi primo Julio apenas me vio—. A huevo, faltaba el de la fiesta.
Nos abrazamos, servimos tequila, empezaron las anécdotas.
Renata saludó a las tías, a mi mamá, al novio, a la novia. Cuando se sentó junto a mí, traía esa sonrisita nerviosa de quien ya está esperando la música.
—Te advierto —me dijo, dándole un trago a su refresco—, hoy sí bailas conmigo, ¿eh?
—A ver cómo ando de ánimos —contesté.
—No, no “a ver” —insistió—. Hoy sí. Ya llevamos dos bodas seguidas que me dejas bailando sola con tus tías.
Me encogí de hombros, esquivando el tema.
—Ahorita vemos —dije, metiéndome de lleno a la plática con Julio.
La misa pasó, el brindis pasó, la cena pasó. Yo estaba más concentrado en los tacos de asada que pusieron de cena que en la música de fondo.
Hasta que la banda subió al escenario.
—¡Y ahora sí, se abre la pista, mi gente hermosa de Tonalá! —gritó el vocalista, con esa voz de animador de feria—. ¡Vamos a empezar con una buena cumbia pa’ que se paren todos!
El primer acorde hizo brincar a Renata en su silla.
—¡Vamos! —me dijo, tirando la servilleta al plato.
—Ahorita —respondí—. Déjame acabar mi trago.
—Llevas tres “ahoritas”, Jorge —bufó—. Nomás es una canción.
Yo miré la pista. Ya había varias parejas: el tío Toño con la tía Rosa, Julio con su novia, el mismo Óscar con la recién estrenada esposa. Todos riéndose, moviéndose, haciendo ese ridículo feliz que la pista permite.
Sentí la mirada de Renata clavada en mí.
—Ándale —insistió, poniéndose de pie y jalándome de la mano—. No naciste pegado a la silla.
Solté la mano, suave pero claro.
—Tú vete —dije—. Yo ahorita me paro.
Sus ojos se ensombrecieron un poquito. Fue cuestión de segundos, pero lo vi. Se mordió el labio.
—No es lo mismo, Jorge —susurró—. Yo quiero bailar contigo.
—Renata, por favor —resoplé—. Ya sabes que no me gusta. No empieces.
Ella se quedó parada un par de segundos, como dudando si insistir o no. Después se dio la vuelta.
—Está bien —dijo—. Yo sí voy a bailar.
Y se fue a la pista, sola.
La vi meterse en el grupo de primas, moverse en círculo, reírse, levantar los brazos. Se veía feliz. Y sí, me entró un orgullo raro de verla así… mezclado con una puntada de culpa que rápidamente tapé con otro trago de tequila.
—No la hagas enojar, cabrón —me dijo mi primo Julio, dándome un codazo—. A las mujeres les encanta presumir que su vato sí baila.
—Pues que presuma otra cosa —contesté—. Yo no soy mono de feria.
Julio se rió, pero me miró con esa cara de “no lo estás entendiendo”.
Pasó una hora. Renata no dejó la pista casi nunca. Regresaba a la mesa solo a tomar agua, a arreglarse el maquillaje, a saludar a alguien. Varias veces vino a decirme “¿ya?” y varias veces respondí con evasivas.
Al tercer tequila, yo ya estaba medio prendido, pero no para bailar, sino para decir tonterías con mis primos.
Fue entonces cuando lo vi.
Primero lo noté de reojo, parado cerca de la barra. Alto, moreno claro, traje azul marino bien cortado, camisa blanca abierta del cuello, sin corbata. No era de la familia, eso seguro. Movía el vaso al ritmo de la música, como si el cuerpo le pidiera pista.
De repente, la banda cambió a una salsa. El vocalista dijo:
—Bueno, bueno, vamos a ver qué pareja se avienta esta salsa como Dios manda…
El desconocido dejó el vaso en la barra, se acomodó el saco y caminó directo hacia la pista.
Yo no le di importancia. Hasta que lo vi frenar justo frente a Renata.
Ella estaba riéndose con una prima cuando él se inclinó un poco y le dijo algo al oído. No escuché qué, pero vi su gesto: la mano extendida, la sonrisa segura, el “¿me concedes esta pieza?”.
Renata me buscó con la mirada.
Por un segundo, nuestros ojos se encontraron a través de la pista. A su lado, el desconocido seguía con la mano extendida. Renata levantó apenas las cejas, como preguntándome “¿qué hago?”.
Y yo… encogí los hombros.
Ni sí ni no.
Solo un gesto de “haz lo que quieras”.
El desconocido aprovechó el mínimo espacio. Tomó su mano con naturalidad, la llevó al centro de la pista, la colocó frente a él y empezó a marcarle la salsa.
Y mi mundo, que hasta entonces estaba cómodo en su sillita mexicana con tequila y tacos, se me empezó a mover.
No voy a mentir: el cabrón bailaba cabrón.
No eran pasos de borracho ni de tío chistoso. No. El vato tenía técnica. Marcaba el ritmo con los pies, guiaba a Renata con una mano firme en la espalda, hacía giros, la sacaba, la regresaba, la soltaba, la volvía a tomar.
Renata… bueno. Renata parecía una pinche estrella.
Se reía, se dejaba llevar, sus piernas encontraban el paso perfecto, su vestido rojo se abría un poco cada vez que giraba, mostrando su pierna morena. Los aretes dorados brillaban con las luces de la pista. Las tías empezaron a aplaudir.
—¡Eso, Renata! —gritó la tía Chayo—. ¡Esa sí es sangre tapatía!
Sentí la cara caliente.
No sé qué fue peor: ver a otro hombre con la mano en la espalda de mi esposa, o ver a mi esposa tan feliz con otro hombre.
Julio silbó.
—No mames, bailan chido, ¿eh? —comentó—. ¿Quién será ese güey?
—Ni idea —dijo mi mamá, mirando con atención—. Pero sí se ven bonitos.
La palabra “bonitos” me pegó en el pecho.
Cuando la canción terminó, medio salón aplaudió. El desconocido tomó la mano de Renata, se la besó rápido (como de película vieja) y dijo algo que la hizo reír. Ella asintió, aún agitada por el baile.
Regresaron hacia las mesas. Mientras caminaban, varias personas les decían cosas:
—¡Qué bárbaros!
—¡Ya hay competencia para la novia!
—¡Luego nos dan clases, oigan!
Yo estaba de pie, sin recordar en qué momento me había levantado. El desconocido se adelantó, con esa seguridad de la gente que se siente en su ambiente.
—Compadre —me dijo, tendiéndome la mano—, perdón que me tomé la libertad. Soy Esteban.
Le apreté la mano, midiendo fuerza.
—Jorge —respondí, seco.
Renata intervino, con tono ligero:
—Esteban es amigo de la novia —explicó—. Se conocieron en clases de baile.
—¿Clases de baile? —repetí, mirándola—. ¿Tú también vas?
—No —apresuró Esteban—. Renata solo tiene talento natural. Yo sí estudié. Doy clases en un estudio de acá, por Plaza del Sol.
Sonrió, encantador. Ese tipo de sonrisa que cae bien de inmediato. A todos menos a mí.
—Bailas bien, compadre —dije, con tono que no supe esconder del todo.
—Gracias —respondió, sin notar el filo—. Pero tu esposa tiene un ritmo increíble. Se nota que traen fuego de fábrica.
Renata se sonrojó tantito.
—La verdad, estuvo padre —dijo—. Jorge no quiso pararse…
Me cortó como cuchillo.
—Ajá —dije, cruzándome de brazos—. Pues cuando el esposo no quiere, llegan los voluntarios, ¿verdad?
Lo dije en broma amarga, pero salió más fuerte de lo que pretendía. Esteban alzó las manos.
—No, no, para nada quiero meterme en broncas —dijo, riendo nervioso—. Solo fue un baile. Si te incomoda, discúlpame, de verdad.
Renata me miró, seria.
—Jorge —dijo—. Fue un baile. Nada más.
—Sí —repetí—. “Nada más”.
El ambiente en la mesa se tensó. Mis papás se miraron entre ellos. Julio se metió un taco a la boca para fingir que no estaba escuchando.
Esteban se acomodó el saco.
—Bueno —dijo—, los dejo. Jorge, un gusto. Renata, cualquier otro baile que quieras, ya sabes.
Guiñó un ojo, ligero, y se fue a otra mesa.
Yo clavé la mirada en mi vaso de tequila.
—¿Qué traes? —me preguntó Renata, en voz baja, cuando Esteban ya estaba lejos.
—Nada —contesté.
—No me digas “nada” con esa cara —replicó—. Te conozco.
Respiré hondo.
—Pues que no me gustó ver a otro güey con su mano en tu espalda —solté—. Y menos ver a todos aplaudiendo como si fueran la pareja de la noche.
Renata se recargó en la silla, cruzando los brazos.
—Te pudo haber gustado a ti —dijo—, si hubieras querido bailar conmigo cuando te lo pedí.
—Eso no te da permiso de irte a bailar pegadito con el primer cabrón que se aparece —resoplé.
—¿Pegadito? —se indignó—. Era salsa, no reggaetón. Ni siquiera me tocó mal. Pero claro, tú desde tu silla lo ves como si me estuviera comiendo la boca.
—Tampoco exageres —dije, evitando mirar a mis papás, que sin duda estaban oyendo.
Mi mamá intervino, intentando suavizar:
—Hijos, no se peleen. Estuvieron bonitos los pasos, la verdad. Y es boda, hay que divertirse.
Mi papá, en cambio, se acomodó la silla hacia mí.
—Mira, Jorgito —dijo, con ese tono de “consejo de hombre”—, si tú no bailas, luego no te achicopales porque otro saque a tu señora. A las mujeres les gusta que las luzcan.
Sentí que me ardía la oreja.
—Pues entonces que se consiga un vato que baile, ¿no? —solté, con veneno—. Para que la luzca todo lo que quiera.
Renata me miró como si le hubiera escupido en la cara.
—Qué huevos los tuyos —susurró—. Te niegas a pararte, me haces sentir ridícula por querer bailar, y todavía me echas en cara que alguien sí lo haga.
Se levantó de la mesa.
—Voy al baño —dijo, cortante.
La vi alejarse, con el vestido rojo moviéndose al ritmo de su enojo.
—Te pasaste, mijo —dijo mi mamá—. Pobre Renata.
—No se ponga de su lado nomás —repliqué, defensivo—. ¿A poco no molesta ver así a su nuera con otro cabrón?
Mi papá se encogió de hombros.
—Pues sí, pero también la entiendo —dijo—. A tu mamá yo la sacaba a bailar en todas las fiestas, si no, me armaba pedo.
Mi mamá sonrió, nostálgica.
—Y todavía —añadió—. Si un día me dice que no quiere bailar conmigo, ese día nos divorciamos.
Reímos un poquito, pero el chiste se quedó a medias en mi garganta.
La noche siguió. Renata regresó, se arregló el maquillaje, evitó mirarme directamente. Yo, orgulloso y necio, no me disculpé.
La banda siguió tocando. Esteban bailó con otras chavas —la novia, una prima, hasta una tía—, siempre centrando la atención. Las tías lo amaban. Los tíos lo envidiaban o se burlaban de sus “pasitos de profesional”.
En algún momento, el vocalista anunció:
—Y ahora, para todos los enamorados, nos vamos con una baladita para que se abracen bien bonito…
Las luces se volvieron más suaves. Empezó un bolero clásico. Las parejas de esposos se fueron parando, una por una.
Vi a mi tío Toño tomar la mano de la tía Rosa, a mis papás mirarse y levantarse sin decir nada. El novio y la novia se abrazaron en medio de la pista.
Renata me miró. Esa era la canción. La de “si no me sacas ahorita, ya valiste”. Lo sabía. Lo sabía ella, lo sabía yo, lo sabía el salón entero.
—¿Vienes? —preguntó, suave.
Sentí cómo se me apretaba la panza. El orgullo, el coraje, la inseguridad, todo se me mezcló.
—No —dije—. Estoy cansado.
Su cara cambió de inmediato.
—Es una canción, Jorge —susurró—. Una.
—Ya bailaste un chingo —respondí, alzando el vaso—. Disfruta.
Sus ojos se llenaron de un brillo humedito. La vi morderse la mejilla por dentro.
Y entonces pasó.
Esteban, que estaba en la orilla de la pista platicando con alguien, se giró, vio a Renata parada junto a la mesa, con la música suave de fondo, y se acercó.
—¿Tu esposo no quiere bailar contigo? —preguntó, mirándome de reojo.
Yo no contesté.
—Al parecer no —dijo Renata, sin quitarme la vista.
Esteban asintió, con gesto casi solemne.
—Sería un pecado desperdiciar esta canción —dijo—. ¿Me concedes?
Le extendió la mano. Igual que antes.
Renata se volvió hacia mí por última vez.
—¿Te molesta? —preguntó.
Podría haber dicho que sí. Podría haberme tragado el orgullo, levantarme y decir “yo la bailo”. Podría haberlo hecho.
Pero el macho idiota dentro de mí habló primero.
—Haz lo que quieras —repetí, helado.
Renata inhaló profundo. Y tomó la mano de Esteban.
Se metieron a la pista, entre parejas abrazadas. Esta vez no era salsa. No había giros espectaculares. Era algo más simple y más cabrón: él la tomó de la cintura, ella apoyó la cabeza en su hombro. Se movían despacio, como si el tiempo se hubiera aflojado.
El salón entero parecía suspirar.
Y ahí sí, se me fue la sangre a los pies.
No sé en qué momento me paré. Solo sé que cuando quise darme cuenta, ya estaba caminando hacia la pista, con el corazón martillándome en las sienes.
Los demás se hicieron a un lado al verme pasar, como cuando en las películas alguien va a armar un desmadre y la gente huele el drama.
Llegué hasta ellos.
—Con permiso —dije, metiendo la mano entre los dos.
Esteban soltó a Renata al instante, levantando las manos.
—Tranquilo, amigo —dijo—. No pasa nada.
Renata me miró, entre sorprendida y harta.
—¿Qué haces, Jorge?
—Lo que tú no entiendes —respondí—, es que estás casada.
Se hizo un silencio raro. La canción seguía sonando, pero bajaba su volumen, como si la banda supiera que el verdadero show estaba siendo otro.
—Estoy casada, sí —dijo Renata—. No presa.
Alguien en la pista soltó un “uyyyyy”.
Sentí el calor subirme a la cara. Agarré a Esteban del brazo.
—Ya te vi mucho, cabrón —le dije, apretando—. Baila con tu novia, no con la mía.
Él se soltó, firme pero sin violencia.
—Mira, Jorge —dijo, mirándome directo a los ojos—. Yo solo estaba bailando. Ella quiso. Si quieres pelearte con alguien, no es conmigo.
—¡No te metas! —espeté.
—¡Ya basta! —Renata levantó la voz, cosa que rara vez hacía—. ¡Jorge!
Todos se callaron.
—¿Qué crees? —continuó—. ¿Que soy un mueble que se presta al que quiere? Yo decidí. Yo acepté. Yo quise bailar porque mi esposo no quiso moverse de su pinche silla.
Se me apachurró algo en el estómago.
—¿Y eso justifica que te estés abrazando con otro vato frente a toda mi familia? —dije, señalando a nuestro alrededor.
Renata se giró. Vio las miradas. Vio a mi mamá con la mano en la boca, a mi papá serio, a Julio incomodísimo, al novio y la novia congelados.
Respiró hondo.
—Lo que justifica —dijo, clara—, es que el respeto no se mide en pasos de baile. Yo no le estoy faltando a nadie por bailar. Tú me faltas al respeto cada que me haces sentir ridícula por querer compartir algo contigo.
Las palabras me pegaron más fuerte que cualquier golpe.
—No seas exagerada —respondí, sintiendo el orgullo herido—. Solo es que no me gusta bailar. ¿Eso ya es abuso o qué?
—No —dijo—. No estoy hablando solo del baile. Hablo de cuando te vale madres lo que me hace feliz. De cuando te burlas de mis clases de zumba, de cuando dices “eso es para señoras”. De cuando prefieres quedarte en el taller tomando chelas con los compas a estar conmigo en algo que me importa. El baile solo es la punta del iceberg, Jorge.
“Punta del iceberg”. Esa frase la había escuchado en la tele, en podcast, en TikToks. Nunca pensé que saldría de su boca, ahí, en medio de una boda en Tonalá.
Sentí ganas de gritarle que no era cierto, que exageraba, que todo estaba bien. Pero las miradas alrededor me aplastaban. Y en el fondo… sabía que algo de razón tenía.
Esteban dio un paso atrás.
—Yo mejor me retiro —dijo—. No quiero ser el centro de esto.
Se fue, dejándonos en medio de la pista, rodeados de familiares que no sabían si irse, quedarse, fingir que no escuchaban.
La banda, nerviosa, dejó de tocar. El silencio fue brutal.
Renata me miró, respirando rápido.
—Estoy harta —dijo, al fin—. Harta de ser la pinche exagerada cada vez que digo lo que me molesta. Hoy no me voy a callar.
Se giró hacia la mesa principal, donde estaba el micrófono del animador. Caminó decidida. Yo me quedé plantado.
—Renata, ya —intenté detenerla—. No hagas espectáculo.
Ella tomó el micrófono sin pedírselo a nadie.
—Perdón —dijo, con la voz temblorosa pero firme—. Perdón que interrumpa tantito la fiesta. No voy a tardar.
El salón entero guardó silencio. El animador la miró con ojos de plato.
—Quiero decir algo —continuó—. No solo por mí. Por muchas de nosotras.
Yo quería que la tierra me tragara.
—Hace rato —siguió—, un amigo sacó a bailar a una mujer casada porque su esposo no quiso. Y se armó un drama. No es la primera vez que pasa. Siempre que bailamos con alguien más, hay un cabrón ofendido que siente que le roban su propiedad.
Hubo un murmullo.
—Les recuerdo algo —dijo, mirando a las mujeres—: no somos propiedad de nadie. Somos personas. Bailar no es engañar. Lo que sí es falta de respeto es ignorar a tu pareja años y luego armar escándalo cuando alguien más la hace sentir viva cinco minutos.
Algunas tías agacharon la cabeza. Otras aplaudieron despacio. Vi a una prima darse un codazo con su marido.
Renata respiró profundo.
—No voy a divorciarme en esta fiesta, tranquilos —añadió, con una sonrisa triste—. Pero sí voy a decir algo que hace tiempo debí decirle a mi esposo: si no quieres bailar conmigo, si no quieres acompañarme en las cosas que me importan, si no quieres verme brillar, no te quejes cuando me veas brillar sin ti.
El golpe fue seco. Duro. Y justo.
Dejó el micrófono sobre la mesa. Se bajó del pequeño escenario y caminó directa hacia la salida del salón.
Yo la seguí, sintiendo todas las miradas clavadas en mi nuca.
La encontré en el estacionamiento, apoyada en una columna, respirando como si hubiera corrido un maratón. El aire afuera olía a gasolina, a tierra, a noche fresca.
—¿Estás loca o qué? —solté, todavía con la adrenalina encima—. ¿Tenías que decirlo frente a todos?
—Si lo decía solo en la casa, ibas a hacer lo mismo de siempre —respondió—. Minimizarlo. Hacer chiste. Cambiar de tema. Aquí, frente a todos, ya no puedes hacer como que no pasó.
—Me dejaste como pendejo —dije, sintiendo la humillación arder—. Como mal esposo.
—¿Y qué soy? —preguntó, mirándome directo—. ¿Me vas a decir que en ocho años me has hecho sentir acompañada? ¿Que no me he acostumbrado a ir a todo sola, porque tú “andas cansado”, “andas ocupado”, “no te gusta”?
Me quedé callado. Porque no, no podía decirle eso.
—No eres un monstruo, Jorge —continuó—. Pero tampoco eres el marido que yo necesito. Y yo ya no quiero vivir con la idea de que pido demasiado solo por querer bailar contigo una pinche canción.
Las lágrimas empezaron a asomarle.
—¿Qué quieres decir? —pregunté, tragando saliva.
Se tomó un segundo.
—Que necesitamos un alto —dijo—. Un descanso. Una separación, aunque sea temporal. No para que me castigues ni para castigarte, sino para que entiendas qué quieres. Y para que yo recuerde quién soy sin estar esperando que te nazca algo que tal vez nunca te va a nacer.
Sentí que me arrancaban el piso.
—¿Estás diciendo que… que quieres dejarme? —balbuceé.
—Estoy diciendo que no quiero seguir con este guion —respondió—. Hoy, cuando Esteban me sacó a bailar, no sentí que me estuviera faltando al respeto. Sentí algo que hace mucho no sentía contigo: que alguien me miraba como si de verdad quisiera estar allí, a mi lado, siguiéndome el paso.
Eso dolió más que cualquier insulto.
—Puedo aprender —dije, desesperado—. Puedo ir a clases, si quieres. Con ese güey, con quien sea. Yo… no pensé que fuera tan grave.
Renata sonrió triste.
—No es solo el baile, Jorge —repitió—. Es todo lo que el baile simboliza. Pero si quieres aprender, hazlo. No para demostrarme nada. Hazlo para ti. Para que entiendas que sentirte ridículo no es el fin del mundo.
Se limpió las lágrimas con los nudillos.
—Me voy a ir unos días con mi hermana —añadió—. No quiero que esto sea una pelea eterna. Quiero pensarlo en frío. Pero ya era hora de romper este silencio.
Quise decirle que no se fuera, que nos quedáramos a terminar la boda, que mañana lo habláramos. Quise agarrarla, traerla hacia mí, prometerle mil cambios.
Pero también sabía que, si la retenía, no estaba respetando lo que me acababa de decir.
Asentí, sintiendo un nudo en la garganta.
—Está bien —susurré—. Ve. Yo… yo me voy luego al depa.
—No manejes borracho —dijo, con un reflejo automático de cuidado que me rompió el corazón.
—No —respondí—. Espero tantito.
Nos miramos un par de segundos más. Luego se dio la vuelta, levantó el brazo para parar un taxi y se fue.
Me quedé ahí, en el estacionamiento, con la banda tocando otra vez adentro, como si nada hubiera pasado. El ruido llegaba amortiguado. Parecía otra fiesta, en otro mundo.
Los siguientes días fueron una cruda rara. No solo de alcohol, sino de realidad.
Renata se fue con su hermana a Zapopan. Yo me quedé en el depa, con la cama enorme, el sillón vacío, los platos mal lavados que antes ella retocaba sin que yo me diera cuenta.
Mis papás me llamaron.
—Hijo, ¿qué pasó? —preguntó mi mamá, con voz preocupada—. Renata nos dijo que se iba unos días.
—Peleamos —dije, por primera vez sin disfrazarlo de “nada grave”.
Mi papá suspiró.
—La regaste, mijo —dijo—. Te lo digo como hombre. Te picó el orgullo y soltaste cosas que no debiste.
—¿Y ella? —pregunté—. ¿Ella no se pasó con eso del micrófono?
—Se pasó… de valiente —respondió mi mamá, callándose unos segundos—. Yo no hubiera podido. Nunca me animé a decirle a tu papá lo que me dolía que se fuera con los amigos en vez de venir a los festivales de la escuela. Me lo tragué. Y luego se me echó a perder aquí —señaló el pecho—. Por eso hoy, aunque me dolió verlos así, también sentí orgullo.
Esas palabras me descolocaron más que el sermón.
—¿Orgullo? —repetí.
—Sí —dijo—. Porque Renata no quiere una vida a medias. Y tú tampoco deberías.
Colgué con el corazón apachurrado.
Esa misma tarde, busqué en Google: “clases de baile Guadalajara principiantes sin ritmo”.
Encontré un estudio cerca del taller. Fui. Entré con pena, rodeado de señoras, de chavos, de parejas que querían bailar mejor para su boda.
—¿Primera vez? —me preguntó el instructor, un güey chaparrito de sonrisa grande.
—Sí —dije—. Soy de palo.
Él se rió.
—Todos empiezan de palo —respondió—. La clave es dejar de pensar tanto en cómo te ves y más en cómo se siente.
Empecé torpe. Pisé pies ajenos. Me sentí ridículo. Me reí de mí mismo. Sudé. Me vi en el espejo y pensé “no mames, con razón no me paraba en las fiestas”.
Pero seguí yendo.
No lo hacía para recuperar a Renata. Al menos no solo por eso. Lo hacía porque por primera vez entendía que detrás de mi “no me gusta bailar” había algo más: miedo a verme vulnerable, a soltar el control, a hacer el ridículo.
Miedo a que alguien viera que yo también podía ser torpe.
Después de tres semanas, Renata me pidió que habláramos.
Nos vimos en una cafetería en Chapultepec, de esas con mesitas en la banqueta. Ella llegó puntual, con el pelo suelto, sin tanto maquillaje. Se veía cansada, pero más ligera.
—¿Cómo estás? —pregunté, sincero.
—Rara —respondió—. Acostumbrándome a dormir sin tus ronquidos, para empezar.
Reímos un poquito.
—¿Y tú? —preguntó.
—Tomando clases de baile —solté, casi de golpe.
Me miró sorprendida.
—¿Neta?
Asentí, algo apenado.
—Sí. No para venir a presumirte —aclaré—. Para entender qué tanto de mi rechazo era “no me gusta” y qué tanto era orgullo pendejo.
Sonrió, suave.
—¿Y? —preguntó—. ¿Qué descubriste?
—Que el orgullo está cabrón —respondí—. Y que se siente bonito cuando por fin te sale un paso. Aunque sea chiquito.
Nos quedamos en silencio unos segundos. Luego suspiró.
—Yo también fui a terapia —dijo—. Quería entender por qué ese baile me pegó tanto. No fue solo por ti. Fue por todo lo que he dejado de hacer por no incomodar a nadie.
—Y… —me atreví—, ¿qué quieres hacer ahora?
Se tomó su tiempo antes de contestar.
—No estoy lista para regresar a la casa como si nada hubiera pasado —dijo—. Sería traicionar todo lo que dije esa noche. Pero tampoco quiero borrarte. Te quiero. Mucho. Solo… no quiero seguir en automático.
Asentí. La entendía, por primera vez sin sentir que era ataque personal.
—Podemos empezar de cero —propuse—. No como novios otra vez, ni como esposos que se dan otra oportunidad milagrosa. Como dos personas que se conocen de nuevo. Ver si todavía queremos vivir en la misma pista.
La metáfora nos hizo reír a los dos.
—Podemos intentarlo —dijo—. Pero va a haber condiciones.
—Tú di —respondí.
—Primero: nada de ridiculizar lo que al otro le gusta —empezó—. Si a mí me encanta bailar, tú no te burlas. Si a ti te apasionan tus coches, yo no hago caras de “otra vez con eso”.
Asentí.
—Segundo: si uno no quiere hacer algo, lo dice de frente, no se escuda en el miedo —continuó—. Si no quieres bailar, lo acepto. Pero que sea un “no quiero”, no un “me doy el lujo de no hacerlo mientras te hago sentir loca”.
—Va —dije.
—Tercero: si un día vuelvo a bailar con alguien más porque tú no quieres —añadió, mirándome fijo—, no armas escándalo. Lo hablamos después. Como adultos.
Tragué saliva. Era mi tema.
—Lo intento —dije—. No te prometo ser perfecto, pero sí prometo no volver a exponerte ni gritarte delante de todos. Al revés de lo que tú hiciste conmigo.
Ella sonrió, irónica.
—Ya estamos a mano, ¿no? —bromeó.
—Más o menos —reí.
Nos quedamos viendo, con el ruido de la ciudad alrededor: motos, vendedores, parejas, perros.
—¿Y el divorcio? —pregunté, al fin.
Renata se recargó en la silla.
—Lo voy a guardar en el cajón por ahora —dijo—. Pero no voy a cerrarlo con llave. Si volvemos a la misma dinámica, lo saco de nuevo.
—Justo —respondí—. Igual yo voy a guardar mis malditas sillas en el cajón.
—¿Tus sillas? —preguntó, confundida.
—Sí —dije—. Esa silla a la que me pegué toda la vida en las fiestas. Esa en la que me escondí para no hacer el ridículo. Esa de la que no me levanté cuando debí hacerlo. Esa ya no.
Se rió.
—Te quiero ver —dijo—. A ver si es cierto que ya no eres de palo.
Nos quedamos otro rato platicando. No resolvimos todo. Pero algo sí cambió: por primera vez, no éramos la esposa que suplica baile y el esposo que se ofende porque otro la saca. Éramos dos personas mirándose de frente, reconociendo sus miedos.
Mes y medio después, llegó la boda de la prima de Renata, en Zapopan. Sí, otra boda. Parece que en México no hay mejor terapia de choque que una buena boda.
Renata y yo llegamos juntos, pero no revueltos, como dicen. Seguíamos casados legalmente, pero viviendo cada quien en su casa. Estábamos en esa etapa rara de “estamos viendo”.
El salón tenía una pista más chica, un DJ en vez de banda, luces moradas. La familia de Renata era igual de escandalosa que la mía. A la primera cumbia, toda la tía se paró.
Yo sentí la vieja costumbre jalarme hacia la silla. Pero algo dentro de mí se movió distinto.
Renata me miró, con una sonrisa leve.
—No tienes que demostrarme nada —dijo—. Si no quieres bailar, no bailes.
—Quiero intentarlo —respondí, sorprendiéndome un poco a mí mismo.
Me puse de pie. Le tendí la mano.
—¿Me concedes esta pieza? —pregunté, intentando imitar la seguridad de Esteban aquella noche.
Renata arqueó una ceja, divertida.
—A ver —dijo—. Pero si me pisas, no me voy a terapia, me voy al hospital.
Nos metimos a la pista. La música era una cumbia sencilla, de las que habíamos practicado en el curso. Me acordé de lo que me dijo el instructor: “no pienses tanto, siente”.
Tomé su mano, puse la otra en su cintura. Le marqué el paso, despacio. Uno, dos, tres. Uno, dos, tres. Al principio, me tropecé un poco. Ella soltó una risita.
—Tranquilo —susurró—. Vas bien.
Poco a poco, el cuerpo fue soltándose. Ya no estaba pensando en si me veía ridículo, si mis primos se iban a burlar, si mi papá iba a juzgar mi “falta de hombría”. Solo estaba ahí, con ella, siguiendo el ritmo, moviendo los pies.
No sé si bailábamos bien. Pero sí sé que, por primera vez, Renata me miró en la pista con unos ojos que hacía mucho no me dedicaba. No eran ojos de “por fin se paró”. Eran ojos de “por fin quiso estar aquí conmigo”.
Cuando la canción terminó, algunas tías aplaudieron. Un primo gritó un “¡Eso, Jorgito!”. Yo reí, agitado.
Renata se acercó, me dio un beso rápido en la comisura de los labios.
—Esto —susurró—, era lo que quería. No los pasos perfectos. Que lo intentaras.
Mientras la siguiente canción empezaba, miré alrededor. Había parejas felices, otras aburridas, unos niños corriendo, un tío borracho con la corbata en la frente. La vida seguía siendo la misma. Pero yo ya no era el mismo.
Pensé en aquella noche en Tonalá, cuando Esteban se metió a bailar con mi esposa y “lo que pasó después” nos dejó a todos con la boca abierta. Pensé en la humillación, en el discurso al micrófono, en el estacionamiento, en las clases de baile, en esta segunda oportunidad rara que estábamos construyendo.
Entendí algo simple: no era Esteban el problema. Ni la salsa, ni la cumbia, ni el bolero. El problema era el hombre que se quedaba pegado a la silla viendo la vida pasar… y después se indignaba cuando la vida bailaba con otro.
Esa noche, por primera vez, decidí dejar la silla vacía.
Y sí, me dio miedo. Y sí, me sentí torpe. Pero cuando vi a Renata sonreír en mis brazos, supe que valía la pena.
El resto —si nos quedamos juntos, si no, si algún día baila con alguien más sin que me arda— es futuro. Pero pase lo que pase, ya no soy el mismo que aquel que gritó en la pista creyendo que defendía su honor, cuando en realidad solo defendía su miedo.
Hoy, si alguien pregunta qué pasó después de que “un desconocido se metió a bailar con mi esposa y todos se shockearon”, puedo decirlo sin vergüenza:
Lo que pasó es que por fin vi mi peor versión… y empecé a aprender otros pasos.
Pin
News
La Trágica Despedida de Leonel Herrera Rojas: Su Hijo Lloró y Confirmó la Dolorosa Noticia
“El Fin de una Era: La Vida de Leonel Herrera Rojas y la Emotiva Despedida de su Hijo” La noticia…
Coco Legrand a los 78 Años: La Sorprendente Revelación de su Pareja Embarazada y la Llegada de su Hijo
“Coco Legrand a los 78: La Sorprendente Revelación de su Pareja Embarazada y la Llegada de su Hijo” Coco Legrand,…
César Antonio Santis a los 79 Años: La Sorprendente Revelación de Su Boda y Su Nueva Pareja
“César Antonio Santis Se Casa a los 79 Años: Revela a Su Pareja y el Destino Inesperado del Enlace Matrimonial”…
Alexis Sánchez Conmueve al Mundo a los 37 Años con los Primeros Pasos de su Hijo
“Alexis Sánchez Rompe en Lágrimas: Los Primeros Pasos de Su Hijo que Conmueven al Mundo a los 37 Años” En…
Paola Rey, Casada a los 46 Años: La Revelación de su Embarazo y Nueva Pareja que Sorprendió al Mundo
“¡Noticia Impactante! Paola Rey Anuncia su Boda a los 46 y la Esperada Llegada de su Hijo, Junto a su…
Artículo: Vahide Percin, Casada a los 60 Años: La Sorprendente Revelación de Su Nueva Pareja y el Anuncio de Su Boda
“Vahide Percin, Casada a los 60: La Revelación de Su Nueva Pareja y el Anuncio que Nadie Esperaba” Vahide Percin,…
End of content
No more pages to load






