Ella bromeaba con que algún día encontraría el amor de su vida sin saber que yo ya estaba casado en secreto; cuando la verdad salió a la luz, perdí a las dos a la vez

Si me hubieras conocido hace un par de años, habrías dicho que yo era “de los buenos”.

De esos hombres que vuelven a casa a la misma hora, que no se olvidan de los aniversarios, que presumen de su pareja delante de todos.

Durante un tiempo, fui ese hombre.

Me llamo David, tengo treinta y un años, y a los veintisiete me casé con Clara, la chica con la que salía desde la universidad. Teníamos fotografías de viajes pegadas en la pared, una cafetera que nos había costado más de lo que podíamos permitirnos, y un gato llamado Pixel que nos miraba como si fuéramos sus empleados.

Éramos, a grandes rasgos, felices.

Y entonces cambié de trabajo.

Y conocí a Lucía.

1. El nuevo trabajo y la de la risa fácil

La empresa se llamaba NovaClick, una agencia de marketing digital de esas que presumen de ser “diferentes”: paredes con pizarras, mesas largas sin cubículos, plantas por todas partes y un perro que deambulaba entre las sillas como si fuera el verdadero jefe.

El primer día, me sentaron frente a una chica de pelo rizado, gafas grandes y una sonrisa que ocupaba medio rostro.

—Tú debes ser el nuevo —dijo—. Yo soy Lucía. Te ha tocado la mejor mesa. Está lejos del aire acondicionado y cerca de la cafetera. El equilibrio perfecto.

Reí.

—David —respondí—. Encantado.

Ella señaló mi escritorio vacío.

—¿Trajiste algo para decorar? —preguntó—. Fotos, plantitas, muñecos, lo que sea. Si no traes nada, te ponemos una foto de nuestro jefe en tamaño grande y eso da mala suerte.

—Esa amenaza no la vi en el contrato —dije.

—Es el anexo no escrito —guiñó un ojo—. Bueno, tranqui, yo tengo marcadores de colores de sobra y una planta que se está muriendo. Podemos compartir la planta deprimida, crea lazos.

Esa era Lucía: energía pura, bromas cada cinco minutos, un chiste incluso cuando la jornada se alargaba.

Yo, que siempre había sido más serio, me encontré riendo más en una semana de lo que había reído en meses.

La primera vez que hablé de ella en casa, fue sin malicia.

—Hay una chica en la oficina que es un terremoto —le dije a Clara, mientras cortábamos verduras para la cena—. Se llama Lucía. Me va a volver loco. No se calla nunca.

—¿Loco bien o loco mal? —preguntó ella, con una media sonrisa.

—Loco cansado —dije, convencido—. Loco de “no se puede concentrar uno”.

Clara rió, se limpió las manos en el delantal y me dio un beso en la mejilla.

—Te hace falta alguien que te sacuda un poco —comentó—. En el buen sentido.

En ese momento, ni ella ni yo pudimos imaginar cuánto me sacudiría.


2. El anillo en el cajón

La primera vez que dejé mi alianza en el cajón no fue por Lucía.

O al menos, eso me dije.

Fue un martes.

Me la quité para lavarme las manos en el baño del trabajo, la apoyé en el lavabo, la volví a poner.

Ese mismo día, por la tarde, mientras trabajaba, el anillo me apretaba un poco. Estaba hinchado; había comido salado, hacía calor.

Me lo quité un momento y lo dejé junto al teclado.

Lucía pasó por mi mesa y lo cogió.

—Qué bonito —dijo—. ¿Te casas? ¿Estás casado?

—Sí —respondí—. Desde hace tres años.

—¿Y por qué no lo llevas puesto? —preguntó, curiosa, dejando el anillo en la mesa.

—Me estaba apretando —dije—. A veces me molesta para escribir.

Ella hizo una mueca.

—Entendible —dijo—. Yo no podría llevar algo pegado al dedo todo el día. Me da sensación de cárcel.

La palabra “cárcel” me chocó un poco.

—No es una cárcel —protesté—. Es… un símbolo.

—Ya, ya —sonrió—. Tranquilo, que no te estoy llamando prisionero. Me alegra que haya gente que todavía cree en esas cosas. Yo ya perdí la fe en eso del “para siempre”.

Se fue con un chasquido de dedos, tarareando.

Yo miré el anillo.

Y, por un segundo, pensé: “¿Qué pasaría si…?”

Solo fue un segundo.

Luego me lo volví a poner.

Pero esa idea, pequeña, se coló en algún rincón de mi cabeza.

Semana y media después, estaba en casa, vistiéndome para el trabajo, y me miré al espejo.

Pantalón beige, camisa azul, reloj nuevo que Clara me regaló por mi cumpleaños.

Tomé el anillo de la mesilla.

Dudé.

Pensé en cómo, en la oficina, nadie hablaba de su vida personal a menos que fuera una anécdota graciosa. Pensé en cómo Lucía y los demás se burlaban de los “señores casados del departamento de ventas” que solo hablaban de hipotecas y próximos hijos.

Pensé en cómo, curiosamente, nadie me preguntaba por mi vida más allá de “¿tienes planes el finde?”.

Me lo puse.

Me lo quité.

Me dije: “no pasa nada si un día no lo llevo”.

Lo dejé en el cajón.

Fue un gesto pequeño, silencioso.

Pero ese fue el día en que, aunque todavía no lo sabía, empecé a dividirme en dos personas.

David, el marido de Clara.

Y “David”, el del trabajo.


3. Cuando las bromas ya no son solo bromas

En NovaClick, había un ritual no escrito: café de las once con el equipo.

Nos levantábamos todos, dejábamos las pantallas, nos reuníamos en la zona común y hablábamos de cualquier cosa menos del cliente pesado de turno.

Aquella mañana, Lucía estaba contando, entre risas, una cita desastrosa.

—¿Y entonces qué? —preguntó Hugo, el diseñador—. ¿Te dijo en serio que “no cree en etiquetas” mientras te pedía que le lavaras la ropa?

—Tal cual —respondió Lucía, teatral—. “No me gusta etiquetar” pero sí le gusta que le paguen la cuenta, que lo vayan a buscar, que le hagan de terapeuta… Las etiquetas no, pero los servicios sí.

Todos reímos.

Ella se llevó la taza a los labios, negó con la cabeza y dijo:

—A este paso, voy a terminar sola con diez gatos. Ya me veo. Por lo menos los gatos no te dicen “no estoy listo para una relación”.

Alguien comentó algo sobre apps de citas.

Lucía miró a su alrededor y, de pronto, dijo:

—Lo peor es que, cuando finalmente encuentre el amor de mi vida, seguro que está casado o algo así. Mi mala suerte da para eso.

Lo dijo riendo.

Era una broma más.

Pero en mi pecho, una parte se encogió.

Porque la realidad era que ahí delante, a un metro de ella, estaba alguien casado que, poco a poco, empezaba a ser más importante en su día a día de lo que debería.

Yo.

Ella giró la cabeza hacia mí.

—¿Y tú, David? —preguntó—. ¿Crees en el amor o eres del club de los “solo quiero pasarlo bien”?

Me pilló con el café en la boca.

—Yo… —empecé.

No dije “estoy casado”.

Podría haberlo hecho.

Podría haber sacado el tema, hablar de Clara, de nuestro gato, de la cafetera cara.

En vez de eso, dije:

—Creo que el amor existe, pero hay que tener suerte. Y paciencia.

—Uy, qué poético —se burló Hugo.

—Eso sonó a que lo encontraste y se te escapó —añadió Lucía, en tono de chiste.

—O a que nunca lo tuve —rematé, jugando a seguir el juego.

La verdad quedó flotando en el aire, no pronunciada.

Y eso, lo sé ahora, también es una forma de mentira.


4. Las confidencias y la línea borrosa

En un entorno donde casi nadie hablaba de su vida privada, que alguien te contara algo íntimo se sentía como un privilegio.

Lucía empezó a contarme cosas.

Primero eran historias divertidas: citas raras, familiares locos en fiestas, vecinos ruidosos.

Luego, poco a poco, me habló de cosas más profundas: de su padre que se fue cuando ella tenía seis años, de su madre siempre cansada, de la sensación de ser la adulta desde muy joven.

—Supongo que por eso me cuesta tanto confiar en alguien —dijo una tarde, mientras repasábamos un informe—. Cuando el primer hombre de tu vida desaparece sin darte explicación, el resto ya no se ve igual.

Yo asentí, sintiendo algo apretarse dentro al pensar en mi propia madre, en lo que significaba su ausencia.

Pero mi madre no se había ido.

Se había muerto.

Y eso —por mucho que doliera— no era abandono.

—Envidia tu estabilidad —añadió Lucía, sin saber—. Se nota que vienes de una familia normal. Que tú serías de los que, si se casara, se quedaría de verdad.

Yo jugué con el mouse, mirando la pantalla para no mirarla a ella.

—Algo así —dije, la verdad escondida en esas dos palabras.

Empezamos a escribirnos más fuera del horario laboral.

Primero por temas de trabajo: “oye, ¿me mandas el archivo?”, “¿cómo quedó tal campaña?”.

Luego, por tonterías: un meme, un vídeo, una canción.

Clara, al principio, no dijo nada.

—¿Quién es? —me preguntó una noche, al ver el brillo del móvil en la oscuridad.

—Un compañero —respondí—. Lucía. Estamos terminando unas cosas del proyecto.

—Están explotando —murmuró, medio dormida—. No dejes que te quemen.

Yo dejé el móvil en la mesilla.

Pero apenas apagaba la luz de la pantalla, empezaba a pensar en qué responder al mensaje que Lucía había mandado: “mañana café doble, por favor, si no, no llego”.

Un día, Clara me miró mientras nos lavábamos los dientes y dijo:

—Últimamente sonríes mucho al móvil.

Lo dijo sin malicia, pero con una curiosidad que ya llevaba días mordiéndola.

Sentí una punzada de culpa.

—Son memes —dije, con la boca llena de espuma—. Cosas del grupo.

No dije del grupo del trabajo, ni de Lucía.

Ella escupió, se enjuagó la boca y dijo:

—Solo… no te desconectes de aquí por conectarte tanto allá, ¿vale?

Asentí.

—Lo prometo.

Y, en ese momento, yo quería creerme mi propia promesa.


5. La salida “inocente”

Era cuestión de tiempo que lo que compartíamos en línea quisiera salir a la calle.

Un viernes, Lucía se asomó a mi mesa al final de la jornada.

—¿Planes esta noche? —preguntó.

—Cenar con Clara y maratón de serie —dije—. Viernes de viejitos.

Ella rió.

—Ay, qué responsable —se burló—. Yo debería hacer lo mismo, pero mi Netflix me mira con juzgaror, así que huyó de él.

—¿Qué vas a hacer tú? —pregunté, sin pensar.

—Nada —dijo, alzando los hombros—. Si no consigo convencer a nadie, me iré a casa con una pizza y fingiré que no me importa.

Se alejó hacia su escritorio.

No tendría que haber dicho nada más.

Pero la frase que salió de mi boca no consultó con la parte sensata de mi cerebro.

—Podemos ir a tomar algo rápido —solté—. Cerca de la oficina. Un rato. Antes de que me convierta en calabaza.

Se giró, sorprendida.

—¿En serio? —preguntó—. ¿No tienes que correr a casa?

—Puedo avisar —respondí—. No creo que le importe a Clara que llegue un poco más tarde.

Lucía sonrió.

—Vale —dijo—. Pero solo si prometes no hablar de trabajo.

Le escribí a Clara:

“Voy a tomar una caña con un compi. Llego un poco más tarde. ¿Te parece bien?”

“Tú mismo”, respondió ella con un emoji neutro.

No era entusiasmo.

Tampoco una prohibición.

Me aferré a eso.

Fuimos a un bar pequeño a dos calles de la oficina.

Nada elegante, nada sospechoso.

Un sitio con mesas de madera pegajosa, ruido de vasos y una tele vieja que ponía un partido sin sonido.

Pedimos dos cervezas.

Hablamos.

Reímos.

Me contó cosas de su adolescencia; le conté anécdotas de la mía.

En algún momento, el tema derivó en relaciones.

—Yo soy un desastre —confesó ella—. Siempre elijo a gente complicada. O a gente que claramente no quiere lo mismo que yo.

—¿Y qué quieres tú? —pregunté.

Ella se quedó pensativa, dando vueltas al vaso entre las manos.

—Quiero a alguien que no me haga sentir que soy un plan B —dijo—. Alguien que, si se compromete, se comprometa de verdad. Que no tenga una vida secreta. Que no tenga que esconderme.

Le di un trago a mi cerveza.

El anillo inexistente pesó en mi bolsillo imaginario.

—Eso suena… razonable —dije, con la garganta seca.

Se rió.

—Por eso digo que es difícil —bromeó—. Porque todo lo razonable parece un lujo últimamente.

Hubo un silencio extraño.

No incómodo.

Pero sí cargado de algo más.

Ella me miró, ladeando la cabeza.

—A veces pienso —dijo, medio en serio, medio en broma— que, si me enamoro de alguien de verdad, va a ser de alguien ya casado. Porque mi vida es así de absurda.

Lo dijo riendo.

Con gesto de “qué dramática soy”.

Yo reí también.

Pero por dentro, algo crujió.

Porque, aunque ella no lo sabía, esa frase rozó una realidad que yo estaba ocultando.

Yo ya estaba casado.

Con alguien que confiaba en mí.

Con alguien que, en ese momento, estaba calentando la cena sola, mirando el reloj, viendo cómo el mensaje “no tardo” se hacía cada vez menos cierto.

Lucía levantó la jarra, chocó su cerveza con la mía y dijo:

—Por las catástrofes románticas. Y porque algún día, quizá, encontremos algo que no lo sea.

Brindamos.

Fue un gesto inocente.

La noche terminó temprano.

Me despedí de ella con un abrazo rápido en la puerta del bar.

Nuestras mejillas se rozaron.

No hubo beso.

Pero para cuando llegué a casa, con el olor del bar aún pegado a la ropa, Clara me miró desde el sofá con una pregunta silenciosa en los ojos que yo no supe responder.


6. Lo que no se dice

Las traiciones no empiezan con un beso.

Empiezan con cosas más sutiles: con omisiones, con silencios, con verdades a medias.

Yo no engañé a Clara “físicamente”. No al principio.

Pero empecé a esconder cosas.

No hablaba de Lucía con ella salvo que fuera inevitable.

No conté lo del bar.

No conté las bromas sobre amor y gente casada.

No conté que, en la oficina, cuando alguien preguntaba “¿quién viene a tomar algo?”, mi mente se iba automáticamente a ver si Lucía levantaba la mano.

En el trabajo, tampoco contaba que estaba casado.

No mentía si alguien lo preguntaba directamente. Pero tampoco lo mencionaba.

Cuando volví a ponerme el anillo, lo hacía al llegar a casa.

Cuando salía, muchas veces lo dejaba en el cajón “porque en la oficina me molesta”.

Un día, estábamos ordenando el armario y Clara encontró el anillo en la cajita de la mesilla.

Lo sostuvo entre los dedos, extrañada.

—¿No te lo estás poniendo mucho, no? —preguntó.

—En la oficina me estorba —repetí la excusa de siempre—. Y cuando vuelvo, a veces se me olvida.

Ella lo miró un segundo.

—Ya.

No dijo más.

Pero el “ya” se quedó conmigo.


7. El chiste que ya no hizo gracia

La frase del título de esta historia salió de la boca de Lucía un jueves por la mañana, frente a toda la oficina.

Estábamos en la sala de reuniones, en una sesión de esas que llaman “team building”, con un coach que nos hacía escribir cosas en post-its de colores como si eso fuera a solucionar la mitad de nuestros problemas.

La dinámica era extraña pero sencilla: teníamos que escribir, en un papel, “algo que querrías que pasara en tu vida dentro de un año”.

Alguien dijo “viajar”.

Otro dijo “ascenso”.

Cuando llegó el turno de Lucía, levantó el papel y leyó:

—“Encontrar el amor (de verdad, no versión beta)”.

Todos rieron.

El coach sonrió.

—¿Algo más que quieras añadir? —preguntó.

Lucía miró alrededor, puso los ojos en blanco en tono dramático y añadió:

—Y que, por una vez, no sea alguien que tenga ya media vida montada, con hipoteca, perro, tres ex y, por supuesto, un matrimonio secreto. O sea, universo, por favor, mándame a alguien soltero, gracias.

Lo dijo en tono de broma.

Todos volvieron a reír.

—Cuidado —apuntó Hugo—. Con nuestro historial, lo más probable es que te guste alguien comprometido. Es como una maldición.

—Tranquilo —dijo Lucía, mirando hacia mí fugazmente—. Si alguna vez me gusta alguien así, seguro que él tendría la decencia de decirme la verdad, ¿no?

Sentí el calor subir desde el cuello hasta las orejas.

No sabía si ese “mirar hacia mí” era casualidad o intuición.

Pero la frase se me clavó.

“Él tendría la decencia de decirme la verdad”.

Yo no lo había hecho.

Ni a ella, ni a Clara.

Fue uno de esos momentos en que te ves desde fuera.

Vi a un tipo que no era el “de los buenos”, sino alguien que caminaba sobre una cuerda floja hecha de mentiras pequeñas.

Y como siempre, la cuerda tenía que romperse por algún lado.


8. El mensaje equivocado

La cuerda se rompió de la forma más tonta.

Un martes.

Lucía me mandó un mensaje mientras yo estaba en el sofá con Clara viendo una serie.

Te tengo que contar algo mañana. Spoiler: tiene que ver con mi corazón, pero no entres en pánico, no es serio (todavía).

Sonreí.

Clara, a mi lado, notó el gesto.

—¿Quién es? —preguntó.

—Lucía —respondí, porque mentir sobre el nombre habría sido dar un paso aún más evidente—. Dice tonterías, como siempre.

—¿La del trabajo, la que te manda memes a las tres de la mañana? —preguntó, medio en broma, medio en serio.

El estómago se me encogió.

—Exagera —dije—. No son las tres.

Ella se inclinó hacia mí, apoyando la cabeza en mi hombro.

—¿Me dejas ver? —preguntó, abriendo la mano.

Fue un gesto inocente.

Como los de antes, cuando nos contábamos todo.

Antes de poder responder, el móvil vibró de nuevo.

Otro mensaje, ahora debajo del primero:

Ya sé lo que vas a decir: que deje de idealizar a compañeros de trabajo atentos que escuchan. Lo intentaré. No prometo nada. Buenas noches, casi terapeuta.

Clara leyó de reojo.

Despacito.

Como si cada palabra se le clavara.

Apartó la cabeza de mi hombro.

Retiró la mano.

—¿“Compañeros de trabajo atentos que escuchan”? —repitió, con la voz más baja.

No supe qué decir.

—Es Lucía, ya sabes cómo es —balbuceé—. Bromea con todo.

—“Casi terapeuta” —añadió ella, en el mismo tono—. Interesante concepto.

Puso la serie en pausa.

Se giró hacia mí.

—¿Desde cuándo te conviertes en terapeuta de mujeres que bromean con tu corazón? —preguntó.

—Estás sacando las cosas de contexto —dije—. Solo está agradecida porque la escucho. En la oficina todos la tratan de payasa y yo…

—Y tú la escuchas —terminó ella—. En lugar de escucharme a mí, supongo.

La acusación me dolió porque tenía algo de cierto.

—No es lo mismo —protesté.

—Claro que no —dijo—. A mí no me escribes “casi terapeuta”. A mí me escribes “llego más tarde, voy a tomar algo con un compi”. Y ni siquiera me dices que es siempre la misma “compañera de trabajo que bromea con encontrar amor”.

Sentí el impulso de ponerme a la defensiva.

De decir que estaba exagerando.

Que no había pasado nada “grave”.

Que estaba haciendo montañas de mensajes y cervezas.

Pero algo en su mirada me detuvo.

Porque detrás del enfado había otra cosa.

Miedo.

Tristeza.

—¿Estás enamorado de ella? —preguntó de golpe.

La pregunta me exaltó.

—No —respondí demasiado rápido.

Ella arqueó una ceja.

—¿Lo estás de mí todavía? —añadió.

El silencio que siguió fue un cuchillo.

Porque, aunque la respuesta era sí, me costó más tiempo decirlo.

Y en ese tiempo, el daño ya estaba hecho.

—Claro que sí —alcancé a decir—. Solo… me llevo bien con alguien del trabajo. Nada más.

—“Nada más” —repitió.

Y en ese momento supe que, aunque yo no lo viera como un engaño completo, para ella ya era una especie de traición.

El tipo de traición que no llenas con besos, sino con otros “te entiendo” que no van dirigidos a ella.

La discusión empezaba.

Y, como en todas las historias que empiezan bien y terminan mal, la discusión se volvió realmente seria cuando Clara pronunció la frase que delata que algo dentro de una pareja ya cambió:

—Si no hubiera nada, no tendrías que ocultarme cosas —dijo—. No tendrías la necesidad de quitarte el anillo para ir al trabajo.


9. Las dos verdades que no podían convivir

Ese comentario me sobresaltó.

—¿Cómo que “quitarme el anillo”? —pregunté.

—No soy ciega, David —respondió ella—. Te he visto salir de casa sin él más veces de las que lo llevas. Y he visto cómo, cuando llegas, te lo pones antes de saludarme si te acuerdas. Al principio pensé que era despiste. Luego, que te daba vergüenza llevarlo en la oficina. Después de ver estos mensajes, creo que es algo más.

No supe qué responder.

La verdad, fea, estaba ahí.

Y si algo tenía Clara, era esa capacidad de mirar directamente a la cosa que yo intentaba rodear.

—¿Te avergüenza estar casado conmigo? —preguntó.

—No —dije—. Nunca.

—Entonces —dijo ella—, ¿por qué alguien que dice estar bien casado deja que otra persona bromeé con encontrar el amor “con alguien como él” sin aclarar que ya está comprometido?

Me llevé las manos a la cara.

—No sé en qué momento se complicó tanto —murmuré.

—Yo sí —dijo ella—. El día que decidiste que tu vida se dividía en “allá” y “aquí”, y que lo que hacías allá no me afectaba.

Suspiró.

—Mira, no te estoy acusando de haberme engañado físicamente —añadió—. Hasta donde sé, no ha pasado nada de ese tipo. Te estoy diciendo que me duele que la parte de ti que antes compartías conmigo la compartas con ella.

Se levantó del sofá.

—Y me duele más que ni siquiera te hayas dado cuenta de que eso también es una forma de infidelidad.

Yo también me puse de pie.

—No lo hice a propósito —dije—. Empezó siendo divertido, ligero. No iba a más.

—Casi nunca “empieza yendo a más” —dijo—. Pero llega.

Se cruzó de brazos.

—Te voy a hacer una pregunta, y quiero que respondas sin pensar en mí, ni en quedar bien. Solo en lo que sientes —añadió—: si mañana ya no estuviéramos juntos, ¿crees que empezarías algo con ella?

La imagen se formó sola en mi cabeza: Lucía, con su risa, sus bromas, sus mensajes nocturnos.

Y esa simple aparición mental ya era una respuesta.

Clara me miró.

Vio la respuesta en mi cara antes de que yo abriera la boca.

—No hace falta que digas nada —susurró—. Ya lo sé.

Se fue a la habitación, cerró la puerta.

Yo me quedé en el salón, con el móvil en la mano y el corazón en la garganta.

Lucía, ajena, había mandado otro mensaje:

Prometo que no es una declaración de amor, jajaja. Es más un ‘me asusta sentir que, por primera vez, alguien me ve’. Pero lo hablamos mañana. Buenas noches ❤️ (el corazón es de amigo, no te emociones).

El corazón rojo parpadeaba en la pantalla.

Lo miré como se mira un incendio.

Sabes que te atrae el calor, pero también que te va a quemar.

Cerré la conversación.

Apagué el móvil.

Esa noche, dormimos espalda contra espalda.

El hueco entre los dos era distinto que otras veces.

Ya no era el de “hicimos turnos distintos y estamos cansados”.

Era el de dos personas que, por primera vez, dudaban de si seguían mirando en la misma dirección.


10. La verdad a medias que se volvió verdad completa

Al día siguiente, fui a trabajar con un nudo en el estómago.

Entré en la oficina antes que nadie.

Me senté.

Abrí el correo.

No vi a Lucía hasta las diez, cuando se acercó a mi mesa con dos cafés, uno en cada mano.

—Te salvé la vida —dijo, dejando uno a mi lado—. Doble shot. Cara de zombie, dosis zombie.

Su risa sonaba igual de ligera que siempre.

Yo ya no la oía igual.

—Gracias —dije.

Ella se sentó en el borde de mi escritorio, como siempre hacía.

—Bueno —empezó—, antes de que lleguen todos, te suelto el chisme. El corazón. No te asustes.

Sonrió.

—Ayer, por primera vez en mucho tiempo, sentí que me gusta alguien que no es un completo desastre —soltó—. Alguien que escucha, que no me juzga, que está. Y me da miedo porque justo ahora que siento eso, temo que, como siempre, la vida tenga una letra pequeña: que esté con alguien, que tenga un lío, que… no sea tan libre como parece.

Mi garganta se cerró.

—Lucía… —intenté.

Ella levantó las manos, riéndose, como si quisiera tranquilizarme.

—Tranquilo —dijo—. No te estoy confesando que me enamoré de ti. No te vayas a asustar. O bueno, un poco sí, pero lo llevo trabajando en terapia, jajaja.

Su risa se fue apagando al ver mi cara.

—Ey —frunció el ceño—. ¿Qué pasa? ¿Maté a tu perro con el chisme o qué?

Tragué saliva.

Ese era el momento.

Podía seguir la broma, hacer un comentario irónico, dejar todo en la ambigüedad.

O podía decir la verdad, tarde, mal, pero verdad al fin.

—Lucía —repetí—, hay algo que tengo que decirte.

Se quedó quieta.

—Vale —dijo, seria de repente—. Eso sonó a “plot twist”. Suelta.

Inspiré hondo.

—Estoy casado —solté.

La palabra se quedó flotando en el aire entre nosotros.

Casado.

Nueve letras que cambiaban todo.

Ella parpadeó.

Dos veces.

Se bajó del borde de la mesa.

—¿Qué? —preguntó, como si no hubiera oído bien.

—Estoy casado —repetí—. Desde hace cuatro años.

Silencio.

Podía oír el zumbido de la cafetera al fondo.

El teclear de alguien en otro lado de la oficina.

Mi propio corazón.

Lucía soltó una carcajada nerviosa.

—Buen chiste —dijo—. Pensé que el de anoche había sido bueno, pero tú me ganas.

No sonreí.

No dije nada.

Su risa se apagó.

—No vas en serio —dijo, más despacio.

—Voy en serio —respondí—. No lo dije porque… no sé. No fue una decisión, fue… una omisión que se alargó. Y después me dio miedo decirlo. Y ahora me arrepiento.

La expresión de su cara cambió muy despacio.

Primero, incredulidad.

Luego, decepción.

Después, algo que se parecía demasiado a asco.

—¿Tienes un anillo? —preguntó, con la voz tensa—. ¿Dónde está?

Miré mis manos.

Vacías.

Ella las miró también.

Soltó aire por la nariz.

—Claro —dijo—. “Me molesta para escribir”, ¿no? Qué original.

Quise decirle que no todas las excusas habían sido premeditadas.

Que muchas fueron improvisadas.

Que, hasta ayer, no había querido enfrentar la idea de que esto ya era una traición de verdad.

Pero nada de eso importaba.

—Lo siento —dije—. De verdad.

—¿Tu esposa sabe que existo? —preguntó.

La imagen de Clara leyendo los mensajes apareció en mi mente.

—Ahora sí —respondí, sin poder evitarlo.

Ella abrió los ojos.

—No —soltó—. No me digas que se enteró por los mensajes.

No hizo falta que respondiera.

Mi silencio habló por mí.

Lucía se pasó las manos por el pelo, como si quisiera arrancarse algo.

—Increíble —dijo—. Yo aquí, riéndome de mis dramas, diciendo “seguro me gusta alguien casado y no lo sé”, pensando que era una exageración… y mira.

Sus ojos se enrojecieron.

—No me utilizaste solo como terapeuta, entonces —añadió—. Me usaste de escapatoria. De alivio. De… ¿cómo se dice? “Plan B emocional”.

—Nunca fue mi intención —intenté.

—¿Y de qué sirve eso? —replicó, con un tono que no le había escuchado nunca—. El daño es el mismo. Intención o no.

Se apartó un paso.

—Te dije ayer que me daba miedo repetir patrones —continuó—. Que no quería ser esa persona que se enreda con historias imposibles. Y tú… tú ya sabías que esta historia era imposiblemente sucia desde el principio.

—No es sucia —dije, reflejo.

—Para mí sí —respondió—. Porque yo no jugaba con cartas marcadas. Tú sí.

La sala empezó a llenarse de gente que llegaba al trabajo.

Lucía respiró hondo.

—No te preocupes —dijo—. No voy a hacer una escena. No voy a susurrar por la oficina que “David es un casado que…” —se interrumpió—. Ni siquiera me sale insultarte. Solo… me das pena.

Esa frase dolió más que cualquier insulto.

—Voy a pedir que me cambien de mesa —añadió—. Y a partir de ahora, lo justo: hola, adiós, correos, y ya. No quiero tu vida, no quiero tus secretos, y no voy a ser el motivo por el que tu matrimonio se rompa. Eso se te dará bien solo.

Se fue.

Yo me quedé sentado, con el café enfriándose, sintiendo que, en un par de frases, había perdido algo que no debía haber tenido, pero que igual dolía.

Y lo sabía: esa conversación era la mitad de la explosión.

La otra mitad me esperaba en casa.


11. La discusión definitiva

Esa noche, Clara estaba sentada en la mesa del salón, con una libreta abierta y un bolígrafo en la mano.

No estaba escribiendo.

Solo lo sostenía, mirando un punto fijo.

Pixel dormía hecho una bola en la silla.

Cuando cerré la puerta, levantó la vista.

No dijo “hola”.

No dijo “cómo fue el día”.

Solo preguntó:

—¿Se lo dijiste?

Asentí.

—Sí.

—¿Y? —preguntó.

—Se enfadó —respondí—. Mucho. Me dijo que… que se apartará. Que no quiere ser parte de esto.

Clara asintió despacio.

—Al menos una de las dos tiene claro lo que quiere —murmuró.

Me senté frente a ella.

—No quería que llegáramos aquí —dije.

—Yo tampoco —respondió—. Pero la diferencia es que yo no fui la que caminó hacia ese “aquí”.

Silencio.

—¿Qué vas a hacer? —pregunté, odiando lo cobarde que sonó.

Ella dejó el bolígrafo sobre la mesa.

—No lo sé todavía —dijo—. Solo sé que necesito confiar en la persona con la que comparto la cama. Y ahora mismo, no puedo.

Eso era lo más honesto que podía decir.

—Podemos ir a terapia —sugerí—. Yo… quiero arreglarlo. No quiero perderte por haber sido un idiota que no supo poner límites.

Ella me miró.

—Terapia no es una varita mágica —dijo—. No es un “borrón y cuenta nueva”. Es trabajo. Y solo funciona si ambos, honestamente, quieren mirar lo que hicieron y por qué. ¿Estás preparado para ver lo que te gustaba de esa relación con Lucía? ¿Estás preparado para aceptar que, aunque me quieras, querías también sentirte deseado por otra persona?

Tragué saliva.

—Sí —dije.

Y, por primera vez en meses, lo dije sin reservas.

—¿Estás preparado para no volver a escribirle? —añadió—. Para no buscar ni un mensaje más, ni un “¿cómo estás?”, ni un “te echo de menos como amiga”?

Ahí, en ese límite concreto, sentí el peso real de mis decisiones.

Porque me di cuenta de que sí, la quería como amiga. Que, en otra vida, en otras circunstancias, habría sido alguien a quien presentarle a Clara, no alguien que entró en mi vida por la puerta trasera.

—Si decidir seguir contigo significa también renunciar a ella, lo haré —dije al fin—. Y si eso me duele, será mi problema, no el tuyo.

Clara respiró hondo.

—No sé qué vamos a decidir —murmuró—. Solo sé que hoy… no tengo fuerzas para seguir como si nada. Voy a dormir en el sofá de mi hermana unas noches. Tú te quedas aquí con Pixel. Y… piensas.

Se levantó, fue a la habitación, metió algunas cosas en una mochila.

Antes de irse, se detuvo en el marco de la puerta.

—No eres un monstruo —dijo—. Pero tampoco eres la víctima. Estás en medio. Y solo tú puedes decidir hacia dónde moverte.

Y se fue.

El eco de la puerta cerrándose sonó distinto que otras veces.

No fue un portazo.

Fue más bien una coma.

Un signo de puntuación en mitad de una frase que todavía no sabíamos cómo iba a terminar.


12. Lo que se rompe y lo que queda

No voy a mentir y decir que todo se arregló con un par de sesiones de terapia y un ramo de flores.

Tampoco voy a decir que mi matrimonio se hizo pedazos en un segundo y que cada uno se fue por su lado sin mirar atrás.

La realidad fue más gris.

Fuimos a terapia.

Mucho.

Yo tuve que mirarme al espejo y reconocer cosas que no me gustaron: que llevaba tiempo sintiéndome estancado, que me molestaba que en casa me vieran “tan conocido” mientras en el trabajo alguien me miraba como si fuera nuevo e interesante.

Tuve que admitir que la atención de Lucía me había hecho sentir especial, sin las responsabilidades que conllevan las relaciones reales.

Tuve que aceptar que no había sido sincero con ninguna de las dos.

Sobre todo, tuve que entender que no se trata solo de “no hacer algo físico”.

Que también traicioné a Clara emocionalmente.

Ella, por su parte, tuvo que revisar su duelo por mi madre, sus propias inseguridades, la forma en que había empezado a callar cosas por no “agobiarme” cuando me veía cansado.

Pasaron meses.

Lucía, mientras tanto, se cambió de proyecto, luego de empresa.

Lo supe por otros; no porque ella me lo contara.

No volvimos a hablar.

A veces, cuando paso por cierto bar, me acuerdo de aquel brindis.

Y de lo cerca que estuvo todo de convertirse en una historia más típica de lo que me gustaría admitir.

Clara y yo decidimos darnos otra oportunidad.

No porque “el amor todo lo puede”, sino porque, después de ponerlo todo en la balanza, los dos sentimos que valía la pena intentar reconstruir.

Con condiciones.

Con nuevas reglas, esta vez habladas por los dos.

Con anillos que no se quedan en cajones.

No es un final épico.

Hay días en los que se nota la grieta.

Otros en los que nos reímos como antes.

De Lucía no sé mucho.

Su Instagram, que antes veía a diario, ahora está silenciado.

No porque la odie.

Sino porque sé que, para ser justo con Clara y conmigo mismo, no puedo seguir asomándome a una ventana que me costó tan caro.

A veces me pregunto si ella habrá encontrado ese amor que buscaba, el que no viene con vida secreta y alianzas escondidas.

Ojalá sí.

Lo único que sé con certeza es que, la próxima vez que alguien en una oficina se ría y diga:

“Seguro que cuando encuentre el amor va a ser alguien casado y ni me lo dice”,

yo tendré el valor de levantar la mano y responder:

“Ese fui yo una vez. Y no vale la pena.”

Porque, al final, la traición no es solo lo que haces a escondidas.

Es lo que te haces a ti mismo cuando dejas de ser la persona que te prometiste ser.

Yo me prometí ser “de los buenos”.

Fallé.

Ahora, día a día, intento acercarme otra vez a esa versión.

No para recuperar un título, sino para poder mirarme al espejo sin tener que apartar la mirada.

Quizá ésa sea la parte más difícil.

Más incluso que pedir perdón.

Más que sentarse en un sillón de terapia y desnudar tu ego.

Porque la verdad es que, cuando alguien bromea con el amor sin saber que tú ya estás casado, y tú te callas, estás poniendo la primera piedra de una mentira.

Y si no la retiras a tiempo, esa mentira se convierte en un muro entre tú y todos los que te rodean.

Yo, por poco, lo pierdo todo.

A ella.

A Clara.

A mí mismo.

La próxima vez que alguien haga ese chiste, espero estar del otro lado del muro.

Y responder con la verdad.

Aunque duela.

Aunque sea tarde.

Porque, como aprendí a golpes, la verdad siempre llega.

La pregunta es en qué punto de la historia decides contarla tú.