Salí de prisión con flores para la tumba de mi esposo, pero lo que vi sobre la lápida me devolvió la vida y el odio


Cuando salí de prisión, la ciudad olía distinto.

No sé si era el mismo aire sucio de siempre en la Ciudad de México o si eran mis pulmones, acostumbrados al olor a cloro barato y sudor de mujer encerrada. El cielo estaba de ese gris que no termina de ser nublado ni despejado, el tipo de gris que combina perfecto con una bolsa de plástico llena de ropa doblada a medias y un sobre amarillo con mi “libertad” en fotocopias.

Ocho años y tres meses. Eso fue lo que duró mi condena.

Ocho años y tres meses desde la noche en que mi esposo, Javier Medina, apareció muerto en la sala de nuestro departamento en Iztapalapa, y yo terminé con las manos manchadas de su sangre, sin recordar cómo había llegado ahí.

—Firma aquí, Lucía —dijo la trabajadora social, empujándome una hoja—. Y acuérdate: tienes que presentarte cada mes, ya sabes, medidas de libertad condicionada.

Firmé. El bolígrafo se me resbaló un poco; no estaba acostumbrada al peso de decidir nada. En la cárcel, casi todo está decidido por ti: la hora de comer, de bañarte, de dormir, de callarte.

—¿Y ya tienes a dónde ir? —preguntó, sin mirarme.

—Con mi hermana —respondí—. En la misma colonia.

—Ajá. —Asintió—. Suerte, Lucía.

Suerte.

Salí por la puerta grande de Santa Marta Acatitla con un sol tímido pegándome en la cara y el cabello recogido en una coleta mal hecha. Una señora vendía tamales afuera. Dos niños corrían persiguiendo una pelota. Un hombre fumaba nervioso mientras esperaba a alguien.

Nadie me esperaba a mí.

Nosotras, las que salimos con el sello invisible de “ex-presa” en la frente, pocas veces tenemos comité de bienvenida.

Apreté la bolsa de plástico y me fui a la avenida. El sonido de los camiones, los gritos de los vendedores ambulantes, el olor a garnacha me golpearon como una ola.

Mi primera parada no sería la casa de mi hermana.

Antes de recuperar cualquier cosa, tenía que despedirme de algo que, supuestamente, ya no existía.

Tenía que ir al panteón.

Tenía que llevarle flores a la tumba del hombre por el que estuve ocho años presa.

Tenía que enfrentar el nombre de Javier sobre la piedra fría.


Tomé un camión rumbo a Iztapalapa, de esos viejos, con stickers de la Virgen y calcomanías de “Dios es mi copiloto”. El chofer tenía el volumen de la cumbia a todo lo que daba. Me aferré al tubo, sintiendo cada bache como un insulto.

En mi mente se repetía la misma escena, esa que los peritos, los policías y el ministerio público me recordaron una y otra vez en las audiencias.

—Lucía, la encontraron junto al cuerpo de su esposo, con niveles de alcohol elevados en la sangre y un cuchillo en la mano. Había antecedentes de violencia verbal mutua. Los vecinos escucharon gritos…

Yo repetía mi versión, casi memorizada:

—Yo no lo maté. Discutimos, sí. Yo me fui a la recámara. Tomé pastillas. Me mareé. Me desperté con él en el suelo. No recuerdo haber tomado el cuchillo.

Nunca me creyeron.

Ni el juez.

Ni la suegra que me llamó “asesina” a la cara en el pasillo.

Ni siquiera mi propia hermana, que me miraba con esa mezcla de duda y pena.

“¿Y si sí lo hiciste y no te acuerdas?”, me susurraba una vocecita en la cabeza por las noches en la celda.

A veces, hasta yo dudaba de mí.

Cuando el camión se detuvo cerca del panteón de la colonia, bajé.

En la entrada, los vendedores ofrecían ramos de flores envueltos en papel periódico.

—¿De cuáles va a querer, güerita? —me dijo una señora, aunque de güera no tenía nada.

Miré las opciones. Margaritas, gladiolas, rosas baratas.

Javier siempre decía que las flores eran un desperdicio. “Se marchitan rápido”, repetía, mientras apagaba el cigarro en el cenicero del comedor.

Por eso, tal vez por llevarle la contraria incluso muerto, escogí las más vivas.

—Un ramo de cempasúchil —dije, aunque no era Día de Muertos—. Y rosas rojas.

—Ah, dramática la nena —rió la señora, mientras armaba el ramo—. Eso, que vea que sí lo querían.

Pagó una parte con el poco dinero que me dieron al salir. Tomé aire y crucé el arco de la entrada.

El panteón era grande, desordenado, como casi todos los de barrio: tumbas nuevas pegadas a las viejas, cruces de madera a medio comer por las termitas, fotos enmarcadas ya sin rostro por el sol, veladoras derretidas, coronas secas.

Caminé despacio, buscando el lote.

Manzana 4, fila C, número 27.

Lo llevaba grabado a fuego.

Tardé unos minutos en encontrarlo.

Y cuando por fin vi la lápida con el nombre de Javier Medina grabado, el corazón se me apretó en un puño.

Ahí estaba.

JAVIER MEDINA SÁNCHEZ
AMADO ESPOSO Y HIJO
1983 – 2015
“EL TIEMPO QUE VIVIMOS A TU LADO JAMÁS SERÁ OLVIDADO”

Sentí una tristeza vieja, desgastada, mezclada con rabia.

—No sé si te extraño o te odio —susurré—. Creo que las dos.

Me agaché para poner las flores junto a otras que ya había ahí.

Y fue entonces cuando lo vi.

No fueron las flores marchitas, ni las velas gastadas.

Fue un pequeño dibujo, pegado en una esquina de la lápida con cinta transparente.

Era una hoja arrancada de un cuaderno, con rayas horizontales. En crayola azul, un niño había dibujado dos figuras: una grande y una pequeña, tomadas de la mano. Encima, un sol chueco. Abajo, en letras torcidas, decía:

“PARA MI PAPÁ JAVIER. TE EXTRAÑO. ATTE: SANTI”.

Mi corazón se detuvo un segundo.

“Mi papá Javier”.

“Te extraño”.

Santi”.

Sentí cómo el mundo se me encogía.

Javier y yo nunca pudimos tener hijos.

Nos habíamos hecho estudios, tratamientos, consultas con médicas en clínicas privadas y con curanderas en mercados. Él se enojaba, rompía recetas, decía que el problema era mío. Yo lloraba a veces en silencio, viendo las cunas vacías en las tiendas de bebés.

Nunca hubo un “Santi” en nuestra casa.

Nunca hubo un hijo.

Nunca hubo una voz de niño llamándolo “papá”.

Me quedé helada, con la hoja de papel temblando en mis manos.

Al reverso, había una fecha, escrita con letra adulta:

12 de abril de 2023.

Es decir, la semana pasada.

Alguien había traído a un niño a la tumba de Javier, y lo había dejado despedirse de su “papá” con un dibujo infantil.

Alguien que conocía esta tumba.

Alguien que sabía su nombre.

Alguien que, además, conservaba vivo a Javier de una forma que a mí se me había negado siempre.

Una taquicardia me subió del estómago a la garganta.

No estaba sola en esa tumba.

No era la única que venía.

No era, tal vez, la única mujer en la historia de Javier.


—¿La conocía, joven? —escuché la voz rasposa de un hombre a mi espalda.

Me volteé.

Era el sepulturero, un señor de unos sesenta y tantos años, piel quemada por el sol, sombrero desgastado y chaleco lleno de bolsitas.

—A la persona que dejó esto —pregunté, levantando el dibujo—. ¿Vio quién lo trajo?

Él se acercó y entrecerró los ojos.

—Ah, sí —dijo—. Vinieron hace como una semana. Una muchacha y un niño. El niño dibujó eso y la muchacha lo pegó muy cuidadosamente, así, mire.

Hizo el gesto con las manos.

—¿Cómo era la muchacha? —pregunté, tratando de que la voz no me temblara.

—Morena clara, flaquita, cabello lacio hasta acá —se señaló los hombros—. Tendría unos treinta, treinta y tantos. Venía con lentes de sol. No habló mucho. Solo lloró un rato. El niño le decía “ma”.

Me sudaron las manos.

—¿Le dijo algo más? ¿La escuchó?

El hombre asintió.

—Se sentó justo ahí —señaló el borde de la tumba—. Y le dijo a la lápida: “Ya ves, Javier, nunca te voy a quitar a tu hijo, aunque tú nos hayas dejado así”.

Un frío me recorrió la espalda.

Aunque tú nos hayas dejado así”.

Algo no cuadraba.

—¿Y vienen seguido? —susurré.

—La he visto unas tres veces en los últimos meses —dijo—. El niño siempre trae algo: un cochecito, un dulcito, un dibujo. La muchacha siempre deja flores blancas.

Miré a mi alrededor.

En un costado de la lápida, aún quedaban restos de pétalos blancos.

Un zumbido me llenó la cabeza.

Javier llevaba muerto ocho años.

Ocho años.

Hice la cuenta mental.

Si el niño, Santi, tendría unos cinco o seis por la caligrafía, eso significaba que…

—¿Sabe quién paga la tumba? —pregunté de pronto.

El hombre se encogió de hombros.

—Hay un señor que vino el año pasado a ponerse al corriente. Un poco arrogante, pero de billete. Dijo que no quería que movieran nada de aquí. No era la muchacha, era otro. Más grande, de traje. No sé si pariente.

—¿Cómo se llamaba? —insistí.

—No me dijo su nombre —contestó—. Solo que venía “de parte de la familia Medina”.

Me ardieron los ojos.

Yo no había pagado esa tumba.

Yo había estado en prisión.

La familia Medina me odiaba.

Entonces, ¿quién estaba manteniendo ese pedazo de tierra donde dormía el hombre que supuestamente yo había matado?

Y, sobre todo, ¿por qué había un niño que lo llamaba papá?


No sé cuánto tiempo me quedé ahí, sentada en la orilla de la tumba, con el dibujo de Santi en las manos.

El sol subía, el cementerio se llenaba de murmullos, pero yo estaba atrapada en un nudo de preguntas.

El panteón, con su olor a tierra y flores podridas, se convirtió en un tablero.

Yo, recién salida de prisión, era un peón torpe que de pronto veía que el juego no se había detenido esos ocho años.

Habían seguido jugando sin mí.

Javier, muerto o no, seguía ocupando espacio en la vida de alguien más.

No lloré.

No podía.

En la cárcel se me habían secado las lágrimas muchas veces, hasta que aprendí a ahorrarlas para ocasiones realmente necesarias.

Esto no era llanto.

Esto era curiosidad.

Esto era rabia.

Esto era un hilo.

Y yo, por primera vez en años, tenía ganas de jalarlo.


I. Regresar, pero no al mismo lugar

Mi hermana vivía a cinco calles del panteón, en un departamento chiquito de interés social con paredes llenas de dibujos de mis sobrinos.

Cuando abrió la puerta y me vio, se le desfiguró la cara.

—Lucía… —susurró—. Pensé que te iban a soltar hasta la próxima semana.

—Sorprendida, ¿no? —intenté bromear.

—Pásale, ándale —me jaló hacia dentro—. No te quedes ahí parada, que los chismosos están al dos por uno.

El olor a frijoles refritos y tortillas recién hechas me golpeó con fuerza. Mis sobrinos se asomaron desde la sala, con caras de curiosidad y miedo.

—Ella es la tía Lucía —dijo mi hermana—. La que les conté.

Ellos saludaron tímidos.

Yo sonreí.

—Hola —dije—. Traigo hambre, ¿eh?

Mi hermana, Verónica, rió, con los ojos llenos de lágrimas.

—Tú siempre traes hambre —respondió—. Siéntate, ahorita caliento.

Mientras comía, ella daba vueltas alrededor de la mesa, nerviosa.

—¿Y cómo estuvo? —preguntó al fin—. ¿Estás bien? ¿Te trataron bien? ¿No…?

—Sobreviví —la corté, suave—. Eso es lo importante. Las historias de la cárcel te las cuento con café y pan un día que tengas tiempo. Hoy… Hoy necesito preguntarte algo.

Frunció el ceño.

—¿Qué?

Saqué el dibujo de mi bolsa y lo puse sobre la mesa.

—¿Tú sabías de esto?

Ella lo miró, confundida.

—¿Qué es?

—Lo encontré en la tumba de Javier —expliqué—. Dice “Para mi papá Javier. Te extraño. Atte: Santi”. Fecha de la semana pasada. El sepulturero dice que ha visto a una mujer venir con un niño varias veces. Que el niño le dice papá a la lápida.

El silencio que cayó fue tan pesado como una colcha húmeda.

Verónica se sentó.

No me miraba.

—Vero —insistí—. ¿Sabías?

—No quería decírtelo así, en tu primer día… —murmuró.

—¿SABÍAS? —repetí, subiendo la voz.

Mis sobrinos se asustaron.

Ella los mandó al cuarto con una mirada.

—Vayan con su abuela, niños. Ahorita vamos.

Cuando se quedaron solos, respiró hondo.

—Empezaron a ir como hace año y medio —dijo—. Una vecina del barrio los vio primero, ¿te acuerdas de la Chata, la que vende quesadillas afuera del panteón? Ella me dijo que reconoció la lápida, porque se acordaba del velorio de Javier, que fue un desmadre. Me llamó y me dijo: “Oye, tu cuñado tiene otra familia, ¿o qué onda?”.

Sentí que la sangre se me iba a los pies.

—¿Y tú qué hiciste? —pregunté.

—Fui —respondió—. Me paré un día que la señora me avisó que estaban ahí. Vi a la muchacha, vi al niño. Me acerqué.

Se frotó las manos, nerviosa.

—Le pregunté: “Oye, ¿tú quién eres para Javier?”. Y ella se puso pálida. Me dijo que se llamaba Andrea. Que había sido su pareja muchos años. Que tenía un hijo con él. Que le habían dicho que Javier había muerto en un asalto, que yo… —tragó saliva—. Que tú lo habías matado.

Una náusea me subió por la garganta.

—¿Y tú qué le dijiste? —susurré.

—Le dije la verdad: que eras su esposa. Que tú estabas en la cárcel por eso. Que Javier estaba muerto. Que la historia del asalto y la “mujer loca” era la versión bonita que la familia Medina había contado para no admitir que él llevaba una doble vida.

Me llevé las manos a la cabeza.

—¿Doble vida? —repetí—. ¿Desde cuándo?

—Andrea dice que lo conoció hace diez años —dijo Verónica—. Que él se presentaba como “Carlos”. Que trabajaba “en ventas”, que viajaba mucho. Que tenía un departamento en Chalco. Que iba y venía. Que cuando se embarazó, él se mostró “muy nervioso”, pero se quedó.

Diez años.

Javier y yo teníamos casados cinco cuando murió.

Eso significaba que…

—Me engañó desde antes de casarse conmigo —dije, sin voz.

—Sí —admitió mi hermana—. Andrea no sabía de ti. Tú no sabías de ella. Él jugaba a ser dos hombres en dos lugares.

La sala empezó a girar un poco.

—¿Y por qué no me lo dijeron? —pregunté—. ¿Por qué nadie me escribió a la cárcel para contarme esto?

Verónica apretó los labios.

—Porque al principio, pensé que te iba a destruir más —dijo—. Luego, porque Andrea me pidió tiempo. Y luego, porque yo misma no sabía qué hacer con esa información. No confiábamos la una en la otra. Ella también se sentía traicionada, ¿sabes? Creía que era la única.

—Yo estuve ocho años encerrada pensando que quizá lo había matado borracha en un arranque —dije, entre dientes—. Que era una asesina o que, mínimo, había sido parte de algo que no recordaba. Y todo ese tiempo, nadie me dijo que el idiota llevaba dos vidas y un hijo escondido.

Ella me miró con culpa.

—Perdóname —susurró—. Fui cobarde.

Quise gritarle, aventarle el plato, decirle todo lo que no me dijo durante años.

Pero la cárcel me había enseñado a elegir mis peleas.

Y esta, ahora lo entendía, no era principalmente con ella.

—¿Tienes el número de Andrea? —pregunté, al fin.

—Sí.

—Dámelo.

—Lucía, no sé si es buena idea que…

—Dámelo —repetí, esta vez con la voz de la Lucía que aprendió a hacerse respetar entre rejas.

Verónica suspiró, fue por su celular, buscó en WhatsApp, copió el número en un papel y me lo extendió.

—Ten. Pero te advierto: ella también está herida. No es tu enemiga, pero tampoco es tu amiga. Es otra víctima más de Javier.

Miré los números.

Sentí que, entre mis dedos, no sostenía un papel, sino la cuerda de la que colgaba una verdad demasiado pesada.

—Ya veremos —dije.

Y guardé el papel en el bolsillo.


II. La otra viuda

No llamé ese día.

En la noche, acostada en el colchón del cuarto que Verónica me prestó, con el sonido de los camiones de la avenida colándose por la ventana, miré el techo y pensé en Andrea.

La imaginaba como una versión paralela de mí misma: misma edad, mismo hombre, distinto barrio.

Yo, la esposa legal, con acta de matrimonio, fotos en la iglesia, suegra metiche.

Ella, la “novia” de otro nombre, con salidas esporádicas, fines de semana robados, promesas jamás cumplidas.

Las dos, al final, viudas de un fantasma mentiroso.

Me pregunté si seguiría enamorada de él. Si seguiría visitando la tumba porque lo extrañaba o porque no sabía qué más hacer con su historia.

Una parte de mí, por enfermo que suene, la envidiaba.

A ella, Javier sí le dejó algo.

A mí, me dejó una condena y un apellido manchado.

Al día siguiente, me planté frente al Oxxo de la esquina con el papel en la mano.

Respiré hondo.

Marqué.

Sonaron tres tonos.

—¿Bueno? —la voz de una mujer, tensa.

—¿Andrea? —pregunté.

Silencio.

—Sí. ¿Quién habla?

—Soy Lucía. La esposa de Javier.

Se hizo un silencio de esos que aplastan.

—Verónica me dio tu número —añadí—. Salí de prisión ayer.

La respiración al otro lado del teléfono se aceleró.

—Yo… lo siento —balbuceó—. No sabía que…

—No me des el pésame —la corté—. No estoy llamando para eso. Quiero verte.

—No sé si sea buena idea…

—Yo tampoco —admití—. Pero quiero hacerlo. En persona. Sin gritos, sin jaloneos de cabello. Solo hablar.

Ella soltó una risa nerviosa.

—¿Tú crees que podemos hacer eso? —preguntó—. Hablar normal, digo. Con todo lo que sabemos.

—Solo hay una forma de averiguarlo —respondí—. ¿Puedes hoy en la tarde? En un lugar público. No te voy a secuestrar, no te preocupes.

—No pensé que fueras a hacer un chiste con eso… —murmuró.

—La cárcel te cambia el sentido del humor —respondí.

Pausa.

—Está bien —dijo, al fin—. Conozco una cafetería en Ermita, frente al metro. A las cinco.

—Ahí estaré.

Colgué.

Mi corazón latía tan rápido que sentí que se me iba a salir por la boca.


La cafetería era pequeña, con mesas de metal y un letrero de “Internet gratis” pegado en la puerta. Llegué quince minutos antes. Me senté junto a la ventana, viendo a la gente salir del metro como hormigas.

Cuando la vi entrar, la reconocí de inmediato.

Andrea.

Cabello lacio, recogido en una cola de caballo, jeans desgastados, blusa sencilla. Tenía esa belleza cansada de las mujeres que han leído demasiadas facturas y pocos poemas.

Nos miramos.

Nos acercamos.

Ninguna de las dos extendió la mano. Nos sentamos.

—Te imaginaba distinta —dijo ella, al fin.

—Yo también —respondí.

Pidió un café americano. Yo, un capuchino barato.

El silencio se sentó con nosotras.

—Yo no sabía que eras tú la que estabas en prisión —soltó de pronto—. Cuando la mamá de Javier me dijo que “una loca borracha lo había matado”, pensé en… no sé, una amante cualquiera. No en la esposa legal.

—Ella nunca me quiso —dije—. Era más fácil culparme y convertirme en monstruo que admitir que su hijo era un infiel doble cara.

—Para mí, Javier era Carlos —explicó ella—. Lo conocí en un puesto de tacos, en Chalco. Me invitó una cerveza, me dijo que trabajaba “en una agencia de autos” y que vivía con un amigo. Empezamos a vernos. A los seis meses, ya estaba yo dejando cepillo de dientes en su departamento.

La escuché, sintiendo cada palabra como un aguijón.

Era la historia de una relación paralela.

—¿Alguna vez sospechaste? —pregunté.

—Claro —rió, amarga—. Había fines de semana que decía que tenía que ir “con la familia al interior”. Se desaparecía. A veces olía a perfume que no era mío. Una vez vi una foto rota en el bote de basura con una mujer vestida de novia. Le pregunté y me dijo que era “su ex, una loca controladora” y que no quería hablar del tema.

Yo cerré los ojos un segundo.

Esa foto, seguramente, era de mi boda.

—Yo estaba enamorada —siguió ella—. Y embarazada. Cuando le dije lo del bebé, se puso blanco. Me dijo que no estaba preparado. Que tenía deudas. Que…

—Javier siempre tenía pretextos —murmuré.

—Al final se quedó —continuó—. Cuando nació Santi, lo vi llorar. Pensé que las cosas iban a cambiar. Nunca sospeché que había otra vida más allá de esa puerta.

Puso las manos alrededor de la taza, como si buscara calor.

—¿Y cómo te enteraste de que “Carlos” era Javier? —pregunté.

—Hace ocho años —dijo—, llegó a la casa muy alterado. Tenía una maleta hecha. Me dijo que teníamos que irnos, que habían asaltado a “un conocido” y que estaba metido en problemas. Yo me paniqué. Santi tenía apenas meses. Le dije que no podía irme así nada más, que mi mamá estaba enferma, que…

Hizo una pausa.

—Él se enojó. Dijo que no entendía nada, que si no le hacía caso, iba a lamentarlo. Se fue aventando la puerta. A los dos días, la mamá de él vino a verme.

La imagen me resultaba familiar: la señora Medina, con su bolsa de piel sintética y su cara de mártir.

—Me dijo que se llamaba Javier, no Carlos —continuó Andrea—. Que estaba muerto. Que la esposa lo había matado en una borrachera. Me mostró una nota del periódico de nota roja: “MUERE HOMBRE ACUCHILLADO EN DISCUSIÓN CON SU ESPOSA”. Me dijo que yo no era la única engañada, que él llevaba una doble vida. Y que lo mejor que podía hacer era “olvidarme de ese hombre”.

Me ardieron los ojos.

Esa nota, yo también la había visto.

Mi cara, borrosa. El cuerpo de Javier cubierto con una sábana.

—Intenté olvidarlo —dijo—. Pero Santi creció preguntando por su papá. Le inventé historias. Le dije que se había ido “al cielo”. Hace dos años, la mamá de Javier vino otra vez. Me dio esta dirección del panteón. Me dijo que “ya podía traer al niño a despedirse de su padre”. Que al menos eso se merecía.

Se le quebró la voz.

—Y yo vine. Empecé a traer a Santi. A decirle: “Mira, aquí está tu papá”. A poner flores. A llorar en la esquina, para que él no me viera destrozada. Y luego… Verónica apareció. Me contó quién eras tú. Me dijo que tú estabas en la cárcel. Me enseñó una foto de tu boda con Javier.

Me vio directo a los ojos.

—Y ahí entendí que las dos habíamos sido las tontas del mismo payaso.

Reí, amarga.

—El payaso ya está bajo tierra —dije—. Pero nos dejó su circo armado.

Nos quedamos calladas un momento, sorbiendo el café.

—¿Por qué saliste? —preguntó ella, al fin—. Dijeron que tu condena era más larga.

—Buena conducta —respondí—. Talleres de lectura, de cocina, psicóloga, ya sabes. Y un detalle: nunca pudieron probar que yo hubiera planeado nada. Me condenaron más por escándalo mediático que por evidencia clara. En las últimas revisiones de expediente, hasta los mismos funcionarios admitían que algo olía raro.

—¿Raro como qué? —frunció el ceño.

La miré.

Era momento de decir en voz alta lo que llevaba años rumiando en silencio.

—Javier no murió donde debía morir —dije—. Quiero decir, sí, estaba en el departamento. Sí, tenía puñaladas. Sí, yo estaba ahí. Pero siempre hubo cosas que no cuadraban.

—¿Cómo qué? —insistió.

—El cuchillo no era nuestro. Su ropa estaba seca a pesar de que supuestamente había llovido cuando llegó. Los vecinos escucharon gritos, pero ninguno dijo haber escuchado nuestra voz claramente. Y lo más extraño: nadie vio el cuerpo en la funeraria sin la sábana.

Andrea abrió los ojos.

—¿Estás diciendo que…?

—Estoy diciendo que, a veces, cuando estaba encerrada, pensaba que quizá Javier no estaba tan muerto como todos creían —murmuré—. Que la escena pudo haber sido montada. Que alguien pudo haberme drogado y acomodado como la asesina perfecta.

—Eso es… —ella buscó la palabra—. De película.

—De película mexicana barata —respondí—. Pero mira a tu alrededor, Andrea. ¿No está raro que la mamá de Javier te cuente una historia y a mí otra? ¿No está raro que alguien siga pagando la tumba pero su “único hijo” sea tu Santi, al que nunca han querido reconocer legalmente? ¿No está raro que ese señor del traje, que el sepulturero vio, firme como “familia Medina” cuando tú y yo somos las que cargamos con la historia?

Andrea se quedó muda.

—¿Qué estás insinuando? —susurró.

—Que quizá nosotras dos no sabemos toda la verdad —respondí—. Y que quiero saberla. No por Javier. Por mí. Y por tu hijo.

Ella apretó la servilleta.

—¿Y qué propones? —preguntó.

La miré fijo.

—Proponho que, por primera vez, trabajemos juntas —dije—. Tú y yo. Las dos viudas. Las dos engañadas. Las dos que tienen más que perder si esto sigue enterrado.

Tomó aire.

—¿Y si lo que encontramos duele más que lo que ya sabemos? —susurró.

—En la cárcel aprendí algo —dije—: nada duele más que vivir con una pregunta pegada a la nuca. Prefiero una verdad que me parta que seguir armando historias que otros inventaron.

Ella me sostuvo la mirada.

Y, lentamente, asintió.

—Está bien, Lucía —dijo—. Vamos a abrir esta tumba. Y no hablo sólo de la de piedra.


III. Panteón, noche y sospechas

Los trámites oficiales para exhumar un cuerpo son un infierno burocrático.

Firma aquí, paga allá, trae acta de defunción, autorización de la familia, oficio del Ministerio Público.

Sabíamos que, si íbamos por el camino formal, la familia Medina haría todo lo posible por detenerlo.

Así que empezamos por otra parte.

Volvimos al panteón.

Pero esta vez, de noche.


El sepulturero, don Eusebio, nos recibió junto a la reja lateral, con un cigarro a medio terminar colgando de la boca.

—Yo ya estoy viejo para estos sustos —gruñó—. Si me cachan dejándolas entrar, me corren.

—Le damos lo del día y lo del susto —dijo Andrea, sacando un billete.

Eusebio lo miró, lo guardó en el chaleco.

—Nada más no vayan a hacer una locura —advirtió.

Nos metió por una puerta estrecha, entre mausoleos.

El panteón de noche no es como en las películas.

No hay neblina dramática ni fantasmas saltando de las tumbas.

Hay oscuridad.

Hay grillos.

Hay perros ladrando a lo lejos.

Y hay, sobre todo, el sonido de tus propios pasos y de tu corazón haciéndose preguntas.

Llegamos hasta la tumba de Javier.

Eusebio prendió una lámpara de mano.

La lápida brilló gris.

El dibujo de Santi ya no estaba. Se había despegado con la lluvia y ahora dormía arrugado en mi caja de recuerdos.

—¿Qué quieren ver exactamente? —preguntó Eusebio.

Andrea y yo nos miramos.

—¿Hay forma de saber si abajo hay… algo? —pregunté—. Sin sacarlo todo.

Él chasqueó la lengua.

—Una vez, hace años, tuvimos un caso de esos —dijo—. La familia sospechaba que les habían cambiado el cuerpo. Se abrió un poquito la caja, se checó. No es tan fácil. Y no voy a sacar un muerto por debajo de la mesa nomás por un chisme.

—No es un chisme —dije—. Estuve ocho años en la cárcel por esa muerte.

Eusebio me observó, atento, por primera vez.

—¿Tú eres la esposa? —preguntó.

—La legal. Ella es la otra. —Señalé a Andrea.

Él soltó una risa breve.

—Pobre de ustedes —murmuró—. Bueno, lo único que puedo hacer sin meterme en broncas fuertes es esto: revisamos el libro de registros. Vemos si hay alguna anotación rara. De ahí ya se verá.

—¿Libro? —preguntó Andrea.

—Cada cuerpo que entra tiene un registro —explicó—. A veces, cuando hay problemas, el Ministerio Público pone una nota. Si el cuerpo se fue, si nunca llegó, si lo cambiaron de lugar… eso queda ahí.

—¿Y podemos verlo? —pregunté.

—Pues no debería, pero… —miró el billete en su chaleco—. Pasen.

Nos llevó a una caseta vieja junto a la entrada principal. Abrió un archivero metálico y sacó un libro grueso, con hojas amarillentas.

Pasó el dedo por los nombres.

—Medina, Medina… aquí está —dijo—. “Javier Medina Sánchez. Ingreso: 17 de noviembre de 2015. Origen: Funeraria La Luz Eterna. Causa de muerte: heridas punzocortantes. Observaciones…”

Sus ojos se entrecerraron.

—¿Qué dice? —me incliné.

—“Observaciones: cuerpo no identificado por familiares en sala; ingreso directo desde SEMEFO. Recomendación de no exhumación sin orden judicial”. —Nos miró—. Eso está raro.

—¿Cómo que no identificado? —susurré—. Yo estuve en el velorio. Vi el ataúd, la caja… pero no me dejaron acercarme cuando lo metieron.

Recordé a la mamá de Javier gritando que yo no podía tocar el cajón, que yo era una asesina. Recordé el olor a veladora y sudor, las coronas, la gente murmurando.

Nunca vi su cara dentro del féretro.

Nunca lo vi directamente.

—Eso quiere decir que el cuerpo llegó al panteón sin que nadie lo confirmara —dijo Andrea—. O sea… pudo ser cualquiera.

Eusebio asintió.

—En teoría, si viene de SEMEFO, ya viene “identificado” —explicó—. Pero es cierto que a veces no hay familiar presente. Se toma huella, se hace papeleo, se cierra la caja. Si el que firma no es de la familia directa, pueden pasar cosas.

—¿Quién firmó aquí? —pregunté.

Él señaló el renglón.

Firmó: Lic. Armando Ángeles, representante funeraria
Recibió: Raúl Medina (hermano)

—El hermano de Javier —murmuré.

—Lo que sí está raro es esta nota de “no exhumación sin orden” —añadió Eusebio—. Eso no se le pone a todos. Solo a los que traen cola en el MP.

Mis manos temblaban.

—¿Y si ese cuerpo no era Javier? —preguntó Andrea, en voz baja—. ¿Y si…?

—Luego luego quieren sacar al muerto del hoyo —Eusebio la paró—. No es tan fácil. Pero sí les digo: algo aquí huele feo. Y no son las flores.


Salimos del panteón con más preguntas que respuestas.

Andrea iba en silencio, con la chamarra apretada contra el pecho.

—Si Javier no está en esa tumba… —empezó.

—Entonces está vivo —terminé—. En algún lugar.

Nos miramos.

Por primera vez, sentí que compartíamos algo más que un hombre: compartíamos un enemigo. Un fantasma que tal vez no era tan fantasma.

—¿Qué harías si lo encontraras? —preguntó ella.

Pensé en los ocho años de barrotes, en los insultos, en las noches sin dormir, en las revisiones corporales, en las lágrimas tragadas.

Pensé en Santi, dibujando un sol chueco junto a su figura de papá.

—No lo mataría —dije—. No quiero regresar a la cárcel. Pero te juro que tampoco lo dejaría seguir caminando como si no hubiera pasado nada.

—¿Y si nosotras somos las locas y él sí está ahí, pudriéndose? —insistió.

—Entonces podré dormir tranquila —respondí—. Saber duele, pero calma.

Andrea respiró hondo.

—Conozco a alguien que tal vez pueda ayudarnos —dijo al fin—. Un amigo de la prepa que trabaja en el Registro Civil. Podría ver si Javier tiene alguna otra acta, otro nombre, otro movimiento.

La miré.

—Pues vámonos acostumbrando a caminar juntas, Andrea —dije—. Porque este camino no lo puedo hacer sola.


IV. Papeles, nombres y sombras

El Registro Civil siempre me ha parecido un lugar triste.

Incluso cuando vine a casarme, hace casi diez años, las paredes descascaradas, las sillas de plástico, el olor a sudor y trámites me bajaron la ilusión.

Ahora estaba de nuevo ahí, pero no con flores en el cabello, sino con una abogada medio improvisada en forma de Andrea y un viejo fantasma detrás.

Su amigo se llamaba Toño, un tipo delgado, con lentes, camisa mal fajada.

—No debería hacer esto —nos dijo—. Pero Andrea me salvó de reprobar matemáticas en la prepa, así que estamos a mano.

Entró a su cubículo, prendió la computadora, empezó a teclear.

—Nombre completo —pidió.

—Javier Medina Sánchez —dije—. Nacido en el 83.

—¿Lugar de nacimiento?

—Iztapalapa.

Tecleó.

Revisó.

Frunció el ceño.

—Aquí está su acta de nacimiento, sí —dijo—. También el acta de matrimonio contigo, Lucía. —Me miró por encima de los lentes—. Y el acta de defunción.

—Ajá —dije—. Lo normal.

—Lo que no es tan normal —añadió— es esto otro.

Tecleó más.

—Hay una búsqueda ligada a su CURP —explicó—. Parece que hace unos años se intentó registrar otra acta a su nombre, en Monterrey, Nuevo León. Acta de matrimonio. Pero está incompleta. Marcada como “en revisión”. Nunca se terminó de emitir.

Andrea se puso blanca.

—Monterrey —susurró.

—¿Te suena? —pregunté.

—Hace como tres años —dijo—, Javier… bueno, Carlos… me dijo que tal vez le ofrecían trabajo en el norte. Que “una sucursal de la agencia”. Pero dijo que no era seguro. Luego ya no habló del tema. Pensé que había sido un cuento.

Toño siguió revisando.

—Lo más raro es esto —añadió—. Hay un RFC ligado a su CURP que sigue activo. Eso solo pasa si la persona sigue generando movimientos fiscales. Y, según Hacienda, este RFC no está dado por muerto.

Silencio.

—¿Qué significa eso? —pregunté, aunque lo sabía.

—Que para el SAT —respondió Toño—, tu Javier está vivito, coleando y posiblemente evadiendo impuestos.

Sentí una carcajada subir desde un lugar oscuro dentro de mí.

—Ni la muerte lo detiene de deberle a alguien —murmuré.

Andrea se frotó la frente.

—¿Podemos ver dónde ha trabajado? —preguntó.

—Hasta cierto punto —respondió Toño—. No puedo imprimirles todo. Pero sí puedo decirles que hay registros de actividades recientes en Guadalajara, a nombre de “J. Medina Asesorías”. Algo de ventas inmobiliarias, justo.

Javier, pensé, nunca cambiaba de giro.

Siempre ventas.

Siempre engaños.

—¿Alguna otra cosa? —pedí.

Toño dudó.

—Voy a perder la chamba por ustedes, carajo —murmuró—. Pero… aquí hay algo que se generó hace poco. Una consulta desde un despacho jurídico, también en Guadalajara. Están verificando datos de un posible socio llamado Javier Medina. Eso se hizo hace un mes.

Un mes.

Mientras yo seguía contando días para salir de prisión.

Mientras Santi dibujaba soles tristes para su papá muerto.

Mientras Andrea trabajaba jornadas dobles para mantener a su hijo.

Mientras la mamá de Javier encendía veladoras por “el hijo santo que Dios se llevó”.

Javier, o alguien con su nombre, estaba moviéndose en Guadalajara.

—Necesito una copia del RFC, del CURP, de todo lo que puedas —dije.

—No puedo darte copia —respondió Toño—. Pero puedo darte números. Y ustedes se las arreglan.

Anotó en un papel varias claves, un nombre de despacho jurídico, un domicilio fiscal.

Nos lo pasó por debajo del teclado, como si fueran chicles y no pistas.

—Con eso tienen para buscar —dijo—. Pero aguas. Si ese tipo fingió su muerte una vez, no va a ser cualquier pendejo.

—Nosotras tampoco —respondí.

Salimos.

En la calle, el ruido de los puestos de jugos y licuados nos devolvió al mundo.

Andrea miró el papel.

—Guadalajara —repitió—. Nunca he ido.

Yo tampoco.

—Pues ya es hora —dije.

Ella me miró, incrédula.

—¿Vas en serio?

—Andrea —respiré hondo—. Acabo de salir de prisión por un asesinato que, cada vez más, parece que no ocurrió como nos dijeron. Tú has criado a un hijo solo mientras él se pasea, posiblemente vivo, por otra ciudad. ¿Vamos a quedarnos aquí a seguir llevando flores a una tumba vacía?

Ella apretó el papel.

—¿Y si nos encontramos con él? —preguntó.

Sonreí, sin humor.

—Entonces será él quien tenga que explicar por qué nos dejó enterradas en vida.


V. Guadalajara, tequila y fantasmas

El camión a Guadalajara salió de la Central del Norte a las nueve de la noche.

Verónica me puso una bolsa con tortas, agua y dulces para el camino. Mi mamá, que apenas se enteraba de la mitad, lloraba en silencio.

—Nada más te pido que no te metas en cosas más grandes, m’ija —dijo—. Dios sabe la verdad. No te vayas a perder otra vez.

—Justo quiero encontrarme —respondí.

Andrea dejó a Santi con su mamá, prometiendo volver pronto, con una historia mejor que la del “papá en el cielo”.

Viajamos juntas, en silencio al principio, viendo las luces de la ciudad hacerse pequeñas.

En la madrugada, cuando el camión cruzaba por los paisajes oscuros de Michoacán y Jalisco, hablamos bajito.

—¿Cómo era contigo? —me preguntó Andrea—. ¿Javier? ¿Era… bueno?

Pensé en su sonrisa cuando quería algo. En sus caricias cuando necesitaba perdón. En sus silencios cuando se sentía acorralado.

—Era encantador cuando quería —respondí—. Sabía escuchar, sabía bailar, sabía hacer sentir especial. Pero también era orgulloso, terco, manipulador. Nunca era su culpa. Siempre había una explicación para todo. Si se enojaba, tú lo provocaste. Si mentía, era porque no querías la verdad. Si te gritaba, era por estrés.

—Conmigo igual —dijo ella—. A veces llegaba con regalos. Otras, con silencios. Una vez le encontré un recibo de hotel. Me dijo que se había quedado ahí porque había estado trabajando tarde. Y yo… le creí.

—Yo una vez le encontré un mensaje de “una tal Karla” —conté—. Se puso rojo, dijo que era la hermana de un amigo. Me rompió el celular “por metiche”. Y yo fui al día siguiente a comprar otro, casi pidiéndole perdón por haber dudado.

Nos miramos.

—Éramos buenas mujeres —dijo Andrea, con amargura.

—Éramos mujeres educadas para creer que el amor aguanta todo —respondí—. En México, a las mujeres nos enseñan a cuidar, a aguantar, a perdonar. Pero nunca nos enseñan a decir “basta”.

—Yo pienso en Santi —susurró—. En lo que le voy a decir si encontramos a Javier vivo. Si es que lo encontramos. ¿Le digo “este es tu papá, el que fingió estar muerto”? ¿Le doy la opción de quererlo?

—No lo sé —admití—. No soy mamá. Pero sí sé que mi papá nos dejó cuando yo tenía cinco, y cuando volvió veinte años después, mi mamá fue quien tuvo que limpiar lo que él había roto. Quizá lo que hay que darle a Santi no es un papá, sino la verdad.

Andrea miró por la ventana.

—Qué vida —murmuró.

—Qué historia —corregí—. Y apenas vamos a la mitad.


Llegamos a Guadalajara con el sol filtrándose por la ventana del camión.

La ciudad olía a tortas ahogadas, gasolina y prisa.

Con el papel de Toño en la mano y un celular prestado con datos, buscamos el despacho jurídico que había consultado los datos de Javier.

Era un edificio de oficinas en una zona de clase media alta, con árboles y cafés hipsters cerca.

Subimos.

En recepción, una joven nos recibió con sonrisa profesional.

—¿Tienen cita? —preguntó.

—No —dije—. Pero queremos hablar con el licenciado… —miré el papel—. Hugo Casillas.

—¿Sobre qué asunto? —insistió.

—Sobre un posible fraude de identidad —respondí, dejando caer las palabras como piedras.

Eso bastó para que la recepcionista hiciera una mueca.

—Dejen ver si las puede atender —dijo.

Nos hizo esperar en una salita con sillones modernos y revistas de negocios.

A los cinco minutos, salió un hombre de traje, unos cuarenta y tantos, barba bien recortada.

—¿Lucía Medina? —preguntó.

Me tensé.

—Sí —respondí, sin levantarme.

—Soy el licenciado Casillas —se presentó—. Vengan conmigo.

En su oficina, nos pidió que contáramos todo.

No conté lo de la cárcel con lujo de detalles, pero sí lo suficiente.

—Creímos que estaba muerto —dije—. Pero el RFC, las consultas, todo indica que alguien está usando su identidad.

Casillas nos observó, serio.

—Hace un mes —dijo—, una empresa de bienes raíces con la que trabajo me pidió revisar los antecedentes de un asesor externo que querían contratar. Me dieron su CURP. Era el de Javier Medina. Al revisar, me encontré con el acta de defunción. Les advertí que ese CURP estaba ligado a una persona “muerta”. La empresa decidió no contratarlo, obviamente.

—¿Lo conoció en persona? —preguntó Andrea.

—Lo vi una vez, de lejos —respondió—. Llegó a la sala de juntas, pero ya no lo pasaron. Alguien le dijo algo y se fue muy enojado. Era de estatura media, moreno, cabello corto. Tenía una cicatriz pequeña en la ceja. —Me miró—. ¿Te suena?

Sentí que el piso se movía.

Javier tenía una cicatriz en la ceja.

Se la había hecho de niño, según él, persiguiendo una pelota. Se la tocaba cuando mentía.

—¿Lo viste hace un mes? —susurré.

—Sí —dijo Casillas—. Y no parecía muy muerto, que digamos.

Se inclinó sobre el escritorio.

—Les voy a decir la verdad: cuando vi su acta de defunción, pensé que era uno más de esos que “resucitan” para evadir deudas o responsabilidades. Pero ahora que las tengo aquí, con esta historia, entiendo que el asunto es más grave.

—¿Sabe dónde está ahora? —pregunté.

—Sé dónde lo contactaron —respondió—. Vive en una zona de fraccionamientos al sur de la ciudad, cerca de Tlajomulco. No debería darles esa información, pero… —nos miró con intensidad—. Si un hombre fingió su muerte y dejó a dos mujeres destrozadas, no merece demasiado cuidado.

Escribió una dirección en un papel.

Me lo dio.

—Vayan con cuidado —dijo—. Y, si pueden, vayan con la policía. Lo que él hizo es delito.

Andrea y yo nos levantamos.

—Gracias —dije.

—Cuando todo esto termine —añadió él—, me gustaría que regresaran. Esta historia, más que expediente, parece una lección. Y hay muchas mujeres que deberían escucharla.

No supe qué contestar.

Salimos.

En la calle, el calor pegaba fuerte.

Andrea miró la dirección.

—Pues ahí está —dijo—. El último escondite del muerto.

Yo sentí algo nuevo en el pecho.

No era miedo.

No era alegría.

Era una mezcla de adrenalina y justicia.

—Vamos por él —dije.


VI. El hombre que no estaba en su tumba

El fraccionamiento era de casas iguales, de dos pisos, con rejas y pequeños jardincitos al frente.

Calle empedrada, niños jugando bicicleta, una señora regando las plantas. Nada delataba que ahí pudiera vivir alguien con tanto veneno.

La casa de la dirección tenía una cochera con un coche gris estacionado. En la ventana, una cortina beige.

Nos detuvimos a media cuadra.

—¿Qué hacemos? ¿Tocamos y ya? —preguntó Andrea.

—No —respondí—. Primero, observamos.

Nos sentamos en una banca cercana, con un vaso de agua de un puesto de la esquina, como si simplemente descansáramos.

Pasó media hora.

Una hora.

A las cinco y media, la puerta de la casa se abrió.

Un hombre salió, con camisa de manga larga y portafolio.

Moreno.

Estatura media.

Cabello corto.

Cicatriz pequeña en la ceja.

Mi corazón se detuvo.

Era más delgado, más arrugado que hace ocho años, pero era él.

Javier.

Sentí que el mundo se me cerraba en un círculo.

Andrea se quedó helada a mi lado.

Él subió al coche.

Encendió.

Salió de la cochera.

Y fue entonces cuando nuestros ojos se cruzaron.

Al pasar frente a nosotras, quizá por instinto, volteó hacia la banca.

Me vio.

Y, por un segundo eterno, sus ojos se abrieron de par en par.

Blanco.

Como si hubiera visto un fantasma.

Como si el muerto, para él, fuera yo.

Solté el vaso.

La agua se derramó en el suelo.

Él, en lugar de detenerse, aceleró.

El coche dio un brinco y se alejó por la calle.

—¡Hijo de la chingada! —gritó Andrea, levantándose.

—Tranquila —dije, también de pie—. Ya sabe que lo encontramos. No va a ir muy lejos.

—¿Cómo que no? Tiene coche, dinero, contactos… —ella se llevó las manos a la cabeza—. Así desapareció de mi vida una vez, Lucía. No quiero que lo haga otra vez.

Yo respiré hondo.

—La diferencia es que ahora no somos dos pendejas solas —respondí—. Tenemos su dirección, su RFC, un licenciando que ya sospecha, un registro con notas raras, un sepulturero que podría declarar. Y algo más importante: ya nos vio. Ya sabe que su tumba está más abierta que nunca.

Andrea apretó el vaso de plástico vacío.

—¿Qué propones? —preguntó.

—Lo denunciamos —dije—. No por venganza. Por justicia. Fingir su muerte ya es delito. Haberme incriminado, haber fabricado una escena, haber hecho que tú criaras sola a un hijo al que nunca dio apellido… todo eso no puede quedarse en un “chin, me cacharon”.

—¿Tú crees que la Fiscalía va a mover un dedo por dos mujeres que ni abogada tienen? —dijo ella, amarga.

Sonreí, cansada.

—En la cárcel aprendí que el sistema de justicia es una mierda —admití—. Pero también aprendí que, cuando haces ruido, a veces, aunque sea por imagen, se mueven. Y ahora ya no tengo miedo de hacer ruido.

Saqué el celular de la bolsa.

Marqué a Gabriela, la abogada que me había ayudado con mi salida.

Le conté todo.

Guardó silencio.

—Lo que cuentas es fuerte, Lucía —dijo—. Fingir su muerte, alterar escenas, usar la identidad de un “difunto”… Sí, se puede armar un buen caso. Pero necesitarían protección, porque ese tipo, si hizo todo eso, no es cualquier inconsciente.

—No quiero protección de mentiras —dije—. Quiero que, por una vez, el que se siente frente al juez sea él.

—Voy a hablar con una colega en Guadalajara —respondió—. Les voy a conseguir una cita en Fiscalía. No hagan nada más imprudente por ahora. No lo confronten solas.

Miré a Andrea.

Los dos sabíamos que era lo sensato.

También sabíamos que, en algún momento, la confrontación iba a ser inevitable.

Colgué.

—¿Qué dijo? —preguntó Andrea.

—Que no lo golpeemos todavía —respondí—. Que primero le peguemos donde más duele: en su libertad.

Ella sonrió, por primera vez en días, sin tristeza.

—Me gusta cómo piensa tu abogada —dijo.

Nos quedamos un rato más en la banca.

El sol bajaba.

El fantasma de Javier ya no estaba en la tumba.

Pero tampoco estaba a salvo.


VII. La última vez

La cita en Fiscalía fue al día siguiente.

Contamos todo: mi condena, la muerte dudosa, la tumba con notas raras, la doble vida, el niño, el RFC activo, la empresa que casi lo contrata, el despacho jurídico, la casa.

Los agentes al principio nos miraron con esa cara de “aquí viene otra loca”.

Pero cuando Gabriela les mandó el expediente de mi caso, el video del panteón donde se mostraba que el cuerpo había llegado sin identificación y el documento de Registro Civil mostrando el RFC activo, la cosa cambió de tono.

—Si esto es cierto —dijo uno, tocándose el bigote—, este señor no solo fingió su muerte, sino que permitió que otra persona fuera encarcelada por su homicidio. Eso es grave.

—Muy grave —añadió la abogada local—. Esto puede reabrir el caso. Incluso, a futuro, podríamos pedir reparación de daño para Lucía.

Yo no pensaba en dinero.

Pensaba en ver a Javier sentado en un banquillo, con la misma cara de asco con la que él me miró en el juicio hace ocho años.

Se abrió una carpeta de investigación.

Se giró una orden de presentación.

Se pidió protección.

En papel, todo sonaba impecable.

En la vida real, todo podía torcerse.


La orden de presentación se ejecutó tres días después.

Javier fue detenido afuera de la misma casa, cuando salía con su portafolio.

Un vecino grabó el momento con su celular. En el video, se le ve sorprendido, discutiendo, forcejeando.

Se le acusa de usurpación de identidad, fraude, posible falsificación de documentos oficiales, obstrucción de la justicia.

La Fiscalía de la Ciudad de México pidió copias del expediente.

Mi hermana me mandó notas de periódicos digitales con titulares amarillistas:

“EL HOMBRE QUE VOLVIÓ DE LA MUERTE”
“FINGIÓ SU HOMICIDIO Y DEJÓ PRESA A SU ESPOSA OCHO AÑOS”

Otros más crueles:

“EL ESPOSO ZOMBIE Y LAS DOS VIUDAS”

La gente, en redes, opina, juzga, se burla, se indigna.

Yo apagué el celular.

No quería likes.

Quería un final.


El día que me permitieron estar en la audiencia preliminar, en Guadalajara, sentí que estaba entrando a una versión torcida del déjà vu.

Sala de audiencias, bancas duras, micrófono en el centro.

Esta vez, yo no llevaba uniforme de reclusa.

Llevaba una blusa limpia, unos jeans, el cabello atado en una coleta sencilla.

Andrea estaba a mi lado.

Gabriela, a mi otro lado.

Javier, en cambio, llevaba las manos esposadas.

Cuando entró, vi cómo buscaba con la mirada a alguien que estuviera de su lado.

Su mamá no estaba.

Su hermano no estaba.

Solo nosotros.

Cuando sus ojos se cruzaron con los míos, bajó la mirada.

El Ministerio Público leyó los cargos.

—Señor Javier Medina Sánchez, se le investiga por su probable participación en los delitos de uso indebido de documentos, falsedad en declaraciones, fraude, y lo que resulte, al fingir su propia muerte para evitar responsabilidades civiles y penales, provocando que una persona inocente fuera privada de su libertad durante más de ocho años.

Javier apretó la mandíbula.

—Yo nunca obligué a nadie a meter a Lucía en la cárcel —dijo—. Yo… solo me fui.

—¿Solo se fue? —preguntó el agente—. ¿Eso incluye alterar la escena de un crimen, colocarla a ella con el cuchillo, coordinar con su hermano el ingreso de un cuerpo no identificado a un panteón, seguir usando su identidad para negocios? ¿Eso fue “irse”?

Él guardó silencio.

El juez escuchó.

Se mostraron evidencias.

Yo declaré.

Andrea también.

Eusebio, el sepulturero, contó la nota en el libro.

Toño, del Registro Civil, habló del RFC activo.

Casillas, el abogado de la empresa, habló del intento de contratación.

Javier respiraba cada vez más rápido.

En un receso, pidió la palabra.

—Lucía —dijo, mirándome, por primera vez en años—. Yo… yo no sabía que te iban a meter tanto tiempo.

Quise reír.

Quise llorar.

Quise golpearlo.

Pero la cárcel me había enseñado a escoger mis palabras como cuchillos.

—Nunca te importó —respondí—. Si te hubiera importado, no hubieras fingido tu muerte. No hubieras hecho que tu mamá dijera que yo estaba loca. No hubieras dejado a Andrea criando sola a tu hijo. No hubieras venido a Guadalajara a seguir vendiendo sueños como si nada. El problema no es que no supieras cuánto tiempo me iban a meter. El problema es que te dio igual.

Sus ojos se llenaron de algo parecido a miedo.

—Tenía deudas —balbuceó—. Me estaban buscando. No tenía salida.

—Siempre hay salida —dije—. Menos para el que está en una celda. Ahí, la única puerta la tiene el sistema. Y tú se la cerraste a dos personas: a mí y a tu hijo.

Él volteó a ver a Andrea.

—Andrea, yo te amé —dijo.

Ella se rió, amarga.

—No me vengas con tus frases de novela —respondió—. A mí me amabas los fines de semana. Entre la esposa y las deudas. Me amabas cuando tenías ganas, cuando te sentías solo, cuando querías que alguien te aplaudiera. El amor no abandona. No se esconde. No se finge muerto.

El juez pidió orden.

El proceso siguió.

No fue un juicio express.

No fue una serie de Netflix.

Fue un trámite largo, lleno de papeles, términos, apelaciones.

Pero, al final, hubo una resolución.

A Javier se le dictó prisión por los delitos comprobados relacionados con falsedad, fraude y obstrucción. El tema de la supuesta “muerte” y la escena no pudo reconstruirse del todo, pero sí fue suficiente para reabrir mi caso en la Ciudad de México.

Semanas después, un juez determinó que yo había sido víctima de un proceso viciado, que mi condena había sido producto de una mala valoración de pruebas, que el verdadero “muerto” nunca se comprobó.

Se emitió una disculpa pública del Estado.

Se habló de “error”.

De “fallas en el sistema”.

De “caso excepcional”.

Nadie, en todo ese lenguaje frío, usó la palabra que yo sentía:

Injusticia.


Hubo también otra resolución, menos mediática, pero igual de importante.

En el juzgado familiar, se reconoció a Santi como hijo legal de Javier.

Se obligó a Javier a otorgarle apellido, pensión.

Andrea lloró al escuchar el acta.

—No sé si algún día se lo voy a presentar —dijo—. Pero quiero que, al menos, en el papel, sepa que no nació de un fantasma.

Yo la abracé.

—No estás sola —le dije—. Nunca lo estuviste. Solo que, antes, no nos veíamos.


VIII. Flores y verdad

Meses después, volví al panteón.

El cielo estaba más azul que la última vez.

Llevaba un ramo de flores en la mano.

No para Javier.

Para mí.

Para la Lucía que murió un poco la noche que se la llevaron esposada.

Para la Lucía que resucitó un poco la mañana que vio un dibujo de un niño pegado en una lápida.

La tumba de Javier seguía ahí.

Misma piedra.

Mismo nombre.

Pero ahora, sobre la lápida, había otra placa pequeña, de metal, que el panteón colocó a petición del juzgado:

“En este lugar se enterró un cuerpo no identificado a nombre de Javier Medina Sánchez. Caso actualmente en revisión judicial.”

Ni siquiera la muerte le había dado descanso.

Me acerqué.

No sentí ganas de escupirle.

Ni de llorar.

Ni de hablar con él.

Lo que tenía que decir, ya se lo había dicho frente a un juez.

Puse las flores.

A un lado, había otro dibujo de Santi, esta vez con tres figuras: un niño, una mujer y un sol.

Arriba decía:

“YO Y MI MAMÁ. YA NO ESTAMOS SOLOS”.

Sonreí.

Me senté en la orilla de la tumba, pero no para hablar con Javier.

Sino para hablar conmigo.

—Salimos, Lucía —me dije en voz baja—. No como queríamos, no como merecíamos, pero salimos. Te quitaron ocho años, pero no te quitaron la capacidad de buscar la verdad. No te quitaron la voz. No te quitaron el nombre.

Saqué de mi bolsa un marcador negro.

En la parte lateral de la lápida, donde el mármol estaba liso, escribí pequeño, casi invisible para cualquiera que no se acercara mucho:

“AQUÍ MURIÓ UNA MENTIRA.
AQUÍ EMPEZÓ MI VIDA.”

Me levanté.

El panteón olía a tierra mojada.

A flores.

A algo parecido a paz.

De camino a la salida, mi celular vibró.

Era un mensaje de Andrea.

“Santi quiere saber si quieres ir al parque con nosotros el domingo. Dice que eres “la amiga de los dibujos de su papá”.”

Sonreí.

“Dile que sí”, respondí—. “Pero que ya no vamos a dibujar al papá. Vamos a dibujarnos a nosotros, con el sol bien grande encima.”

Guardé el celular.

Al salir del panteón, el vendedor de flores me reconoció.

—¿Otra vez por aquí, güerita? —dijo—. ¿Ya descansó el difunto?

Lo miré.

—El difunto, quién sabe —respondí—. Pero la que ya descansa un poquito soy yo.

Caminé hacia la avenida.

El ruido del tráfico me recibió.

La vida seguía.

La cárcel y Javier eran cicatrices, no cadenas.

Por primera vez en muchos años, lo sentí claro:

No le debía más visitas a una tumba.

No le debía más lágrimas a un muerto que nunca estuvo ahí.

Lo que me debía era una cosa simple y enorme:

Vivir.

A mi manera.

Con mi verdad.

Con mis flores.

Con mis propias manos.

Sin candados.

Sin tumbas falsas.

Sin fantasmas vivos.

Solo con el sol, un poco torcido, pero para mí.

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