Cuando el CJNG quiso cobrar piso a un lechero humilde sin saber que repartía leche en un rancho del Mayo
En la sierra de Sinaloa las mañanas huelen a tierra húmeda, a café de olla y a vaca recién ordeñada.
Para Tomás “El Tommy” Valdez, todas empezaban igual: antes de que el gallo cantara, él ya estaba con la frente pegada al lomo tibio de las vacas, llenando botes blancos que luego subiría a su troca vieja, una Nissan oxidada que cojeaba más que caminaba.
La ruta de Tomás era siempre la misma: del rancho El Alamito hasta el pueblito de San Jerónimo de la Caña, y de ahí a unos ranchos más adentro, camino al cerro. Distribuía leche, queso fresco y crema. A veces fiaba, a veces cobraba. No se hacía rico, pero alcanzaba para los cuadernos de los chamacos y la harina para las tortillas.
Y, como casi todos allá arriba, además de la lista de clientes, Tomás tenía otra lista, invisible, que siempre traía en la cabeza: la de los miedos.
Desde hacía un par de años, un grupo del CJNG se había metido por esa zona. Eran plebes jóvenes, tatuados, montados en camionetas nuevas, con radios al cinto y la mirada esa que te atraviesa y te dice que tu vida vale menos que una bala. Habían empezado “cobrando piso” a las tiendas, a los ganaderos, a los que vendían cerveza, incluso al viejito que arreglaba llantas.
Y luego llegaron con Tomás.
La primera vez fue en una tarde de calor pegajoso, de esas en que el polvo se queda pegado a la piel.
Tomás venía de regreso del pueblo en su troca, los botes de leche vacíos brincando en la caja. Al dar la vuelta en una curva, se encontró con una Tacoma negra atravesada en el camino, tapando el paso. Tres hombres se bajaron. Uno de ellos, flaco y de barba recortada, traía un chaleco táctico sin camisa, como si no sintiera el sol.
—¿Qué onda, viejo? —dijo, acercándose a la ventana—. ¿Pa’ dónde tan temprano?
Tomás apretó el volante. Trató de que no se le notara el temblor en las manos.
—Pues… pa’l rancho, joven —respondió—. Vengo de dejar la leche.
El flaco sonrió de lado.
—Ah, ¿tú eres el lechero del que tanto hablan? —volteó a ver a los otros dos, burlón—. El famoso Tommy.
—Pos… sí —Tomás tragó saliva—. Servidor.
El flaco se recargó en la puerta de la Nissan, mirando hacia el interior como si fuera suyo.
—Mira, compa, vamos a hablar claro pa’ no hacernos güeyes —dijo—. Nosotros somos la raza que cuida la plaza por acá. Pa’ que la gente pueda chambear tranquila, pues. Y, pos, cuidar cuesta, ¿o no?
Tomás sintió el golpe en el estómago antes de oír la palabra.
—¿Cuánto… quieren? —preguntó, sabiendo ya la respuesta, pero queriendo creer que tal vez se trataba de otra cosa.
El flaco chasqueó la lengua.
—Depende cuánto ganas, viejo —dijo—. Pero pa’ no enredarnos: cada semana nos vas a dar mil quinientos. No es mucho. Con todo lo que vendes de leche, sí te sale.
Tomás casi se ríe de la ironía. Mil quinientos pesos era casi todo lo que le quedaba libre después de pagar comida, gasolina, alimento para las vacas.
—No, pos… tengo familia, joven —intentó negociar—. Apenas si me ajusta pa’ los chamacos. ¿No se puede menos?
El flaco se enderezó. Su mirada cambió. El ambiente se volvió más pesado.
—A ver, viejo —dijo, sacando una pistola de la cintura sin apuntarla, solo sosteniéndola como quien muestra un argumento—. Yo estoy siendo bien buena onda contigo. Allá abajo en otros lados les cobramos más. Pero si tú quieres ponerte rejego, la cosa se puede poner fea.
Los otros dos se acercaron a la troca, rodeándola. Uno le pegó un golpe suave al cofre, como midiendo el metal.
—Está bien, está bien —se apresuró Tomás, sintiendo cómo el corazón le golpeaba las costillas—. Mil quinientos, pues. Pero aguántenme. Déjenme ver cómo le hago.
El flaco sonrió otra vez.
—Eso, compa. Ves que sí entiendes —metió la mano por la ventana y dio unas palmadas en el hombro de Tomás, como si fueran amigos—. Todos los jueves te vamos a esperar en la tiendita de don Chencho. Ahí nos llevas la feria. Tú nomás pregunta por mí. Me dicen “El Rojo”.
Tomás asintió.
—Bueno, Rojo.
El Rojo se apartó, hizo una seña a sus hombres. Uno movió la Tacoma para dejarle paso.
—Y otra cosa, viejo —añadió El Rojo antes de dejarlo ir—. No se te vaya a ocurrir hablarle a nadie sobre esto, ni a los soldados, ni a los de arriba, ni a los vecinos. Porque luego nos enteramos… y luego se arma el desmadre. ¿Quedó claro?
Tomás tragó aire.
—Claro.
Y siguió su camino, con la garganta apretada y la certeza de que algo se había roto en la tranquilidad de su mundo.
Durante meses, Tomás pagó.
Los jueves se convertían en el peor día de la semana. A veces tenía que vender una vaca flaca, otras empeñar el celular en el pueblo, otras más fiar la leche a medio mundo con tal de juntar el dinero. Llegaba a la tienda de don Chencho con el sobre doblado dentro del sombrero, como si fuera una mala carta que quisiera esconder. Ahí lo esperaba El Rojo, o uno de sus hombres, siempre con esa sonrisa que no llegaba a los ojos.
—Eso, mi Tommy —decían al contar los billetes—. Así da gusto trabajar.
Tomás asentía, masticando la rabia como si fuera un grano duro de frijol.
En la casa, su esposa María notaba que cada vez alcanzaba menos.
—¿Qué está pasando, Tomás? —preguntó una noche, mientras calentaba frijoles de la olla—. Antes nos sobraba poquito para unas galletas pa’ los niños. Ahora ni pa’ eso.
—La gasolina, vieja —mintió él—. Subió todo. Ya ves cómo está el gobierno.
Ella lo miró de reojo.
—No me quieras ver la cara —dijo—. Aquí algo raro traes.
Él bajó la mirada. No quiso meterla en el problema. Sabía que si le contaba, ella iba a querer ir a enfrentarlos, porque María tenía el carácter que le faltaba a él. Y eso podía salir peor.
Pero los problemas, como el humo, siempre encuentran por dónde salir.
Una mañana, Tomás cargó la troca como de costumbre, pero agregó un destino más: el rancho conocido como “La Providencia”.
“La Providencia” era otra cosa. No era rancho pobre de gente que siembra maíz y cría cuatro vacas. Era un rancho grande, de cercas altas, pastizales parejos, ganado bien cuidado. Tenía cámaras en los postes, hombres armados en la entrada y una casona de tejas rojas que se veía desde la carretera como si fuera una hacienda vieja.
Todos sabían quién mandaba ahí, aunque casi nadie lo hubiera visto en persona: don Isidro, el hombre que salía en corridos, el que era más viejo que muchos de los cerros y seguía mandando. Algunos lo llamaban patrón, otros jefe, otros simplemente “El Señor”. Los de la tele le decían “Mayo Zambada”. Pero en la sierra, ponerle nombre de más era querer llamar a la desgracia.
Tomás había empezado a llevar leche a “La Providencia” por encargo del mayordomo del rancho, El Güero Polo, un tipo güero de rancho, ojos claros, botas siempre limpias.
—A don Isidro le gusta la leche fresca, no de caja —le había dicho una vez—. Y tú la tienes buena. Nada de agua, nada de trampa. Eso le gusta al viejo.
A Tomás le temblaban las rodillas cada vez que cruzaba la entrada del rancho, pero el negocio era bueno. Le pagaban puntual y bien, sin regateos. Y, extrañamente, ahí nadie le hablaba de “piso”.
Por eso, cuando El Rojo se enteró de que Tomás tenía nuevo cliente, se le abrieron los ojos de codicia.
La noticia salió de la boca floja de alguien en la tiendita.
—No, pos el Tommy ya se alivianó —comentó un vecino, sorbiendo una Coca—. Ahora hasta le lleva leche a los meros meros del cerro, a los de “La Providencia”.
El Rojo levantó la cabeza desde la mesa donde jugaba baraja con sus hombres.
—¿Cómo que a “La Providencia”? —preguntó, clavando la mirada en Tomás, que acababa de llegar con el sobre.
Tomás sintió el corazón hacerse chiquito.
—Pos… ahí me encargaron —contestó—. Pa’ la gente que vive allá. Nomás leche, Rojo.
El Rojo se recargó en la silla de plástico.
—¿Y desde cuándo? —preguntó.
—Hace como un mes.
El Rojo sonrió, pero esta vez su sonrisa tenía filo.
—Y no nos habías dicho nada, viejo —dijo—. Qué gachito eres. Mira que nosotros cuidándote, y tú escondiéndote la mejor parte del pastel.
Tomás apretó el sombrero.
—Ni mejor parte ni nada —intentó—. La misma leche pa’ todos. Yo nomás soy lechero.
Uno de los hombres del Rojo soltó una risita.
—Sí, cómo no —dijo—. Nomás le lleva a los hombres más pesados de aquí y dice que es lo mismo.
Tomás tragó saliva.
—Miren, yo ahí solo llego a la cocina, dejo los botes y me voy. Ni sé quién vive ni nada —dijo—. No se metan conmigo, por favor. Yo no quiero problemas.
El ambiente cambió de golpe. La discusión se volvió grave y tensa; ya no era esa “broma pesada” con la que a veces los del CJNG disfrazaban sus amenazas.
El Rojo se inclinó hacia delante, apoyando los antebrazos en la mesa.
—A ver, Tommy —dijo, su voz ahora más fría—. Te lo voy a dejar claro. A donde tú vayas a vender, es nuestra zona. Eso significa que lo que tú ganes ahí, también toca. Así que a partir de la próxima semana, nos vas a traer dos mil quinientos, no mil quinientos. Porque ya vimos que sí te alcanza.
Tomás sintió que se le nublaba la vista.
—¿Cómo creen? —alcanzó a decir—. Si apenas junto pa’ lo que les doy ahorita.
El Rojo se paró despacio. Dio la vuelta a la mesa y se acercó a él, hasta quedar casi nariz con nariz.
—Te estoy avisando, no preguntando —susurró—. Y otra cosita: la próxima vez que vayas a “La Providencia”, dile a la raza de ahí que tú ya tienes dueño. Que a ti ya te cuida la gente del Jaliscón —hizo una seña con la mano, marcando las iniciales del CJNG—. Pa’ que se vayan acostumbrando.
Tomás abrió la boca, horrorizado.
—No, no, no —balbuceó—. Yo no puedo decir eso. No tengo por qué meter a nadie…
El Rojo le dio un cachetadón seco, no tan fuerte como para tirarlo, pero sí para hacerle ver quién mandaba.
—Puedes y vas a hacerlo —dijo—. A ver si es cierto que esos viejos pesan tanto como dicen. A ver si son tan machos. Nosotros ya estamos aquí. Y el que no entienda, se va a ir acomodando a los putazos.
Los de alrededor soltaron risas nerviosas.
Tomás se llevó la mano a la mejilla ardida. Nunca nadie lo había golpeado así, ni su padre en sus tiempos más duros.
—¿Y si no quiero? —se le escapó, más por orgullo que por inteligencia.
El Rojo lo miró con una paciencia siniestra.
—Si no quieres, tu troca amanece quemada, tus vacas envenenadas, tus chamacos llorando sin papá —enumeró—. Tú dime.
Tomás bajó la cabeza.
—Está bien —susurró—. Yo… yo veo qué digo.
El Rojo sonrió satisfecho, como quien termina un trato de negocios.
—Así me gusta la gente razonable —dijo, regresando a su silla—. Ahora sí, vete, que se te va a cortar la leche.
El camino a “La Providencia” nunca se le había hecho tan largo.
La troca avanzaba despacio por la terracería, levantando una polvareda que se le metía en los ojos y en la boca. Tomás manejaba en automático, pero en la cabeza tenía un remolino: si hacía lo que le pedía El Rojo, metía a “La Providencia” y a don Isidro en bronca con el CJNG. Si no lo hacía, su familia corría peligro.
Cuando llegó al portón del rancho, los guardias armados lo reconocieron y lo dejaron pasar con un simple movimiento de cabeza.
En la cocina grande, con ollas siempre hirviendo y comales siempre llenos de tortillas, lo recibió El Güero Polo.
—¿Qué dices, Tommy? —preguntó, ayudándole a bajar los botes—. ¿Cómo amaneció el Alamito?
—Pos… ahí vamos, Güero —respondió Tomás, evitando la mirada.
El Güero lo notó de inmediato. En la sierra, la gente aprende a leer caras antes que libros.
—¿Qué traes? —preguntó, sin rodeos—. Desde que llegaste traes la mirada como cuando va a llover.
Tomás dudó. Se acordó de la amenaza del Rojo. Pero también se acordó de los meses que llevaba cargando solo el miedo, de las noches en que no podía dormir pensando que alguien se iba a meter a su casa.
—Güero… —dijo al fin—. ¿Puedo hablar contigo… así… de hombre a hombre?
El Güero dejó el bote en el piso y se cruzó de brazos.
—Pos claro. Nomás no me vayas a salir con que te vas a llevar la leche a otro lado, porque aquí ya nos acostumbramos a la tuya.
Tomás intentó sonreír, pero la rabia le ganó.
—Es que… —respiró hondo—. Unos muchachos de abajo, los del Jaliscón, me están cobrando piso. Y ahora quieren que… que yo venga a decir aquí que “ya tengo dueño”. Que ellos me cuidan. Y que yo les pague más por traer leche pa’acá.
El silencio cayó como piedra en el agua.
Los cocineros, que andaban de un lado a otro, hicieron como que no escuchaban, pero aguzaron el oído. El ruido de las ollas siguió, pero más despacio.
El Güero Polo dejó de sonreír.
—¿Desde cuándo te andan molestando esos? —preguntó, la voz ahora seria.
Tomás bajó la mirada al piso.
—Meses… —admitió—. Yo no quise decir nada, pa’ no meter a nadie. Pero hoy ya… ya se pasaron. Me pegaron. Me hablaron feo. Y ya no sé qué hacer, Güero. Yo nomás soy lechero. No soy gente de ellos ni de nadie.
El Güero se acercó, lo tomó del hombro.
—Primero que nada, hiciste bien en decir —dijo—. Aquí, en este rancho, nadie tiene por qué venir a colgarse medallas que no son suyas. Menos esos cabrones.
Tomás tembló.
—No quiero problemas, Güero —insistió—. Yo nomás vine a advertir. Porque me dijeron que si no les decía a ustedes que “ya tengo dueño”, se iban a enojar conmigo. Y si yo les digo a ustedes, se enojan también. Parece juego arreglado pa’ que uno siempre pierda.
El Güero se pasó la mano por la barba incipiente.
—Aquí el que se va a enojar es el viejo —dijo al fin—. Y cuando el viejo se enoja, nadie se ríe.
Tomás sintió un escalofrío. Él nunca había visto a don Isidro en persona, pero sabía de historias: que una vez había resuelto un pleito de tierras con una sola llamada, que otra vez había mandado a levantar un bloqueo sin que se escuchara ni un balazo. Era un hombre que no gritaba, pero todos le hacían caso.
—No, Güero… —intentó—. No le digas. No quiero que por mi culpa…
El Güero lo interrumpió alzando la mano.
—Tommy —dijo—. Esto no es tu culpa. Es culpa de los que llegan a exigir dónde no deben. Tú hiciste lo correcto: avisar. Ahora déjanos a nosotros hacer lo que nos toca.
Se acercó un poco más, bajando la voz.
—Y otra cosa —añadió—: a partir de hoy, tú no pagas piso a nadie. Ni al Jaliscón ni a su chingada madre. Si alguien te vuelve a parar, tú les dices nomás: “Yo reparto leche pa’ La Providencia”. A ver si les sigue gustando jugar al valiente.
Tomás abrió los ojos, aterrado.
—No, no, no —negó con la cabeza—. No me metas en eso, Güero. Si yo les digo eso, me matan en corto.
El Güero sonrió, pero sus ojos no.
—Si tú no lo dices, te matan despacito, de a gotitas —respondió—. Porque te van a exprimir hasta que ya no puedas más. Escoge de qué forma quieres arriesgarte. Aquí arriba nadie está limpio, Tommy. Nomás tratamos de que la mugre no nos ahogue.
Tomás sintió que el mundo se doblaba sobre sí mismo. Entre el CJNG y la gente del viejo, él no era más que una ficha en un tablero ajeno.
—¿Y si mejor me voy? —preguntó, medio en serio, medio en broma—. Me voy a Culiacán, me meto de ayudante en una taquería, lo que sea.
El Güero se encogió de hombros.
—Podrías —dijo—. Pero allá también hay problemas. Y además, ¿quién nos trae la leche entonces?
Tomás respiró hondo.
—¿Qué van a hacer? —preguntó, al fin.
El Güero se acomodó el sombrero.
—Lo que tengamos que hacer —respondió—. Tú, por lo pronto, vete a tu casa. Abraza a la familia. Y si en la noche escuchas ruido en el cerro… no te asomes. No es noche pa’ los curiosos.
Esa noche, la sierra no durmió.
Tomás estaba en su cama, los ojos clavados en el techo de lámina, María respirando pesado a su lado, los niños en el cuarto de junto. Afuera, los grillos cantaban como siempre. Pero de pronto, lejos, se escuchó el rugido de varias camionetas subiendo por la brecha. Luces que parpadeaban entre los árboles, motores que aceleraban sin miedo a las piedras.
Luego, silencio tenso.
Y después, los primeros truenos.
No eran cohetes. No era cacería. Eran balazos, secos, continuos, a ratos rítmicos, a ratos desordenados. La sierra devolvía el eco como si fueran muchos más.
María se despertó de sobresalto.
—¿Qué está pasando? —susurró, agarrando la mano de Tomás.
Él la apretó fuerte.
—Nada, vieja. Duérmete —mintió, sabiendo que nadie en kilómetros estaba durmiendo.
Los niños también se despertaron. El más chico empezó a llorar.
—Papá, tengo miedo —dijo, asomando la cara por la puerta.
Tomás se levantó, los llevó a la cama y los metió debajo de la cobija.
—Es una tormenta —les dijo—. Nomás es ruido. No pasa nada.
Pero los disparos seguían, de distintos calibres, de distintos lugares. Se escuchaban gritos lejanos, órdenes en voces graves que no alcanzaban a entenderse. En algún momento, una luz naranja se alzó en el horizonte, como si una parte del cerro se hubiera encendido.
Tomás pensó en El Rojo, en la Tacoma, en la tiendita de don Chencho. Pensó en el Güero, en los hombres de la entrada de “La Providencia”. Pensó en todos esos pleitos que, hasta hace nada, eran solo corridos en la radio y que ahora se estaban peleando a dos kilómetros de su casa.
Al amanecer, los balazos pararon. Solo quedó el zumbido de los insectos y, de vez en cuando, el rugido de una camioneta que se iba, bajando hacia el pueblo.
La sierra, como siempre, se hizo la que no vio nada.
Los rumores llegaron antes que las noticias.
En la tienda de don Chencho, la gente hablaba bajito, como si las paredes escucharan.
—Dicen que agarraron al Rojo y a varios de los suyos allá por la curva del Maguey…
—Que los hicieron bajarse de las trocas y los formaron, como soldados, pero pa’ otra cosa…
—Que algunas camionetas amanecieron quemadas, con los fierros doblados…
—Que la gente del viejo bajó, pero bien organizados, rápido, sin hacer tanto escándalo…
Tomás escuchaba en silencio, con el café en la mano. Cada frase se le quedaba clavada en el pecho.
Don Chencho, viejo, de cejas tupidas, lo miró con lástima.
—¿Ves, mijo? —le dijo—. Por eso siempre les dije que esos del Jaliscón iban a durar poco por acá. Una cosa es cantar y otra es dar el grito donde no se debe.
Uno de los clientes intervino.
—Quién sabe —dijo—. Esos cabrones tienen tentáculos por todos lados. Capaz que se calman un rato, pero luego vuelven.
—Capaz que sí —admitió el viejo—. Pero también es cierto que aquí siempre ha habido un solo gallo en el gallinero. Y cuando otro quiere cantar, pos… ya vimos lo que pasa.
Tomás apretó la taza.
—¿Y los que estamos en medio? —preguntó, sin poder evitarlo—. ¿Qué pasa con nosotros?
Don Chencho se quedó callado. No tenia respuesta.
Al tercer día de la balacera, Tomás recibió un recado.
Un muchacho llegó en moto hasta el Alamito, levantando polvo.
—¿Tú eres el Tommy? —preguntó, respetuoso.
—Sí.
—Te mandan llamar a “La Providencia”. Ahorita. Que vayas con la troca.
Tomás sintió el corazón acelerarse.
—¿Pasó algo con la leche? —preguntó, aferrándose a la esperanza más inocente.
—No sé —dijo el muchacho—. Nomás me dijeron que te trajera el mensaje. Pero por cómo lo dijeron… yo que tú, no me tardaba.
Tomás se lavó la cara, se acomodó el sombrero, se subió a la Nissan. María lo miró desde la puerta, con el delantal puesto, ojos preocupados.
—¿Qué quieren ahora? —preguntó.
—No sé —respondió él—. Pero… ya te conté lo del piso y lo de los del Jaliscón.
María apretó los labios, indignada.
—Yo te dije que no te dejaras la primera vez —dijo—. Que les mandaras al carajo. Pero no. Tenías que ser “prudente”.
—Prudente y vivo —respondió él, con una media sonrisa—. Mira, vieja. Si no regreso en unas horas…
—Ni empieces —lo interrumpió, con un nudo en la garganta—. Tú regresas. ¿Oíste?
Él asintió. Se subió a la troca, la encendió y se fue, sintiendo que cada metro lo acercaba a algo que ya no podía evitar.
En la entrada de “La Providencia” había más gente armada de lo habitual. Camionetas estacionadas a los lados, hombres caminando con radios en la mano, rostros serios. El portón se abrió sin que Tomás tuviera que tocar el claxon.
Lo guiaron hasta un árbol grande, una higuera vieja que daba sombra a un pedazo amplio de tierra apisonada. Ahí estaba El Güero Polo, acompañado de otros dos hombres de aspecto igual de recio.
—Qué bueno que llegaste, Tommy —dijo El Güero, sin rodeos—. El Señor quiere hablar contigo.
Tomás sintió que se le aflojaban las piernas.
—¿Conmigo? ¿Pa’ qué? —preguntó, con la voz más alta de lo que hubiera querido.
El Güero sonrió, apenas.
—Pos porque por tu boca nos enteramos de algo que nos andaba molestando —dijo—. Y porque aquí se agradece a la gente que no se queda callada.
Se hizo a un lado.
Desde la casona, caminando despacio, salió un hombre mayor, de sombrero bien puesto, camisa a cuadros, pantalón de mezclilla y botas limpias. No traía armas a la vista. Sus manos parecían las de un abuelo de rancho cualquiera. Pero su mirada… su mirada pesaba.
—Buenos días —dijo el hombre, acercándose—. ¿Tú eres el lechero?
Tomás bajó la cabeza.
—Sí, señor —respondió—. Tomás Valdez, pa’ servirle.
El hombre lo observó un momento, como si quisiera aprenderse cada rasgo de su cara.
—Me dijeron que tuvimos unas… visitas indeseables por estos rumbos —dijo—. Y que a ti te traían a pan y agua con eso del piso.
Tomás sintió que todos los ojos se clavaban en él.
—Pos… sí, señor —admitió—. Yo no quería decir nada. No quería meterlo en problemas. Pero ya ve cómo son esos muchachos. No respetan. Y, pos, uno tiene familia.
El hombre asintió, sin sorpresa.
—Los problemas ya estaban —dijo—. Tú nomás prendiste la luz pa’ que los viéramos. Eso no se castiga. Al contrario.
Se dio la vuelta y señaló con la barbilla hacia el cerro.
—¿Escuchaste lo que pasó antier en la noche? —preguntó.
Tomás tragó saliva.
—Sí, señor.
—Pos ya no van a estar fregando —dijo el hombre, sin subir la voz—. Al menos no esos. Y si vienen otros con la misma maña, aquí se les va a dar la misma medicina. No porque seamos santos, sino porque tenemos reglas. Y una de esas es que no se toca al pueblo pa’ sentirse más hombre.
Tomás no sabía qué decir. Una parte de él quería dar las gracias. Otra parte le recordaba que, al final, todos los que traían armas contribuían al mismo miedo que lo desvelaba.
El hombre se acercó un poco más.
—A partir de hoy —dijo—, nadie te va a cobrar piso en esta sierra. El que lo haga, se mete conmigo. Tú vas a seguir con tu ruta, como siempre. Pero si algo se sale de lo normal, vienes con el Güero y nos avisas. ¿Entendido?
Tomás asintió, casi mecánicamente.
—Sí, señor.
El hombre lo miró a los ojos por un segundo que se le hizo eterno.
—Y otra cosa, Tomás —añadió—. No vayas a andar contándole a medio mundo que “te cuida” tal o cual gente. Eso también es peligroso. Tú di nomás que eres lechero y que quieres vivir en paz. Lo demás lo arreglamos nosotros, pa’ bien o pa’ mal.
Tomás sintió que algo en su pecho se aflojaba. No era que confiara ciegamente. Pero, por primera vez en meses, sentía que alguien con poder al menos había dicho su nombre sin apuntarle una pistola.
—Gracias… señor —alcanzó a decir.
El hombre hizo un gesto con la mano, restándole importancia.
—No me des las gracias por hacer lo que me toca —dijo, girándose para volver hacia la casa—. Mejor nomás no aplaudas la violencia, aunque a veces te beneficie. Porque cada balazo que se oye en la noche, aunque no traiga tu nombre, siempre le pega a alguien.
Tomás se quedó ahí, parado bajo la higuera, viendo cómo el viejo se alejaba.
El Güero le dio una palmada en la espalda.
—Ya ves —dijo—. No todos los cuentos acaban mal. Nomás la mayoría.
Tomás soltó una risita nerviosa.
—¿Ustedes de veras creen que ya se calmó esto? —preguntó.
El Güero se encogió de hombros.
—Aquí nunca se calma del todo —respondió—. Nomás cambian los nombres de los pleitos. Pero al menos tú hoy puedes irte a tu casa sin que nadie te esté esperando pa’ quitarte el pan de la boca. Aprovecha.
Tomás salió de “La Providencia” con el corazón hecho un nudo de cosas distintas: alivio, miedo, confusión.
En el pueblo la noticia corrió rápido, aunque nadie supiera exactamente qué había pasado.
—Dicen que a los del Jaliscón los borraron del mapa —comentaban en la fila de la tortillería—. Que quisieron cobrar piso en un rancho que no sabían de quién era. Y pos ahí sí se toparon con pared.
—Pa’ que vean que no nomás es llegar y colgar la lona —decía otro—. Hay jerarquías, pues.
Algunos se reían, como si fuera chiste. Otros callaban, pensando en los muertos que no saldrían en la televisión.
Tomás, en cambio, no se reía. Cada vez que alguien mencionaba la “limpia” que habían hecho, pensaba en El Rojo, en los jóvenes que lo acompañaban, en sus risas nerviosas en la tienda. No los perdonaba, pero tampoco podía olvidar que, al final, también eran plebes que un día habían decidido el camino fácil sin saber que los iba a tragar enteros.
Una noche, sentado en la mesa de su casa, con María y los niños, lo dijo en voz alta:
—Nos vamos.
María dejó la cuchara.
—¿Cómo que “nos vamos”? —preguntó—. ¿A dónde?
Tomás respiró hondo.
—Al pueblo grande. A Culiacán. O a Mazatlán. Donde haya chamba pero no tanta bala —respondió—. Ya hablé con mi primo Chano. Dice que allá anda de chofer en una empresa de lácteos. Que quizá me consigue una plaza. No será lo mismo que tener mis vacas, pero… ya me cansé de vivir con la oreja parada todas las noches.
María lo miró largo rato.
—¿Y si allá también hay problemas? —preguntó.
Tomás sonrió, triste.
—Problemas hay en todos lados, vieja —dijo—. Pero al menos allá no voy a estar en medio de dos fuegos. Aquí, por poquito que hagamos, siempre estamos estorbando en un pleito que no es nuestro.
Los niños escuchaban en silencio, sin entender del todo, pero sintiendo que algo grande iba a cambiar.
—Yo no quiero que mis hijos crezcan sabiendo identificar calibres nomás por el ruido —añadió Tomás—. Ni que piensen que “estar bien” es que te cuide un malo pa’ que no te pegue el otro malo. Eso no es vida.
María asintió, con los ojos húmedos.
—Pues vámonos —dijo—. Si hay que empezar de cero, empezamos. Pero juntos. Y lejos de tanto cabrón armado.
Esa noche, Tomás salió al patio. Miró sus vacas, sus árboles, su pedazo de tierra. Le dolía irse. Era su mundo, lo poco o mucho que tenía. Pero también era el lugar donde había aprendido que, aunque uno no quiera, la guerra de otros siempre termina manchándote las manos.
Miró hacia el cerro donde se alcanzaban a ver, a lo lejos, las luces de “La Providencia”.
—Gracias por el paro —murmuró, sabiendo que nadie lo escuchaba—. Pero yo ya no quiero deberle nada a nadie.
Mes y medio después, la troca vieja de Tomás, cargada de pocas cosas y muchos recuerdos, bajó por última vez la brecha hacia el pueblo. Detrás venía una camioneta prestada, con María, los niños y algunas gallinas que se resistían a abandonar el rancho.
En el camino, se cruzaron de lejos con una caravana de camionetas nuevas que subían hacia el cerro. No sabían si eran soldados, gente del viejo, gente nueva. Ya no les importaba. Solo apretaron más el acelerador.
Mientras dejaban atrás las casas de lámina, las tienditas, los árboles conocidos, Tomás sintió una mezcla rara de tristeza y alivio.
—¿Te vas a extrañar a las vacas, pa’? —preguntó el hijo mayor, asomado por la ventana.
—Sí, mijo —respondió—. Pero prefiero extrañar vacas que extrañar a mis hijos.
El niño no entendió del todo, pero sonrió.
En la radio de la troca sonaba un corrido nuevo, de esos que cuentan historias de gente que se cree invencible y termina en la nota roja. Tomás bajó el volumen.
—Ya estuvo —dijo—. Hoy quiero manejar en silencio.
María tomó su mano sobre la palanca de cambios.
—Lo importante es que aquí vamos —dijo—. Y que lo que venga, lo vamos a enfrentar juntos.
Tomás asintió.
La sierra quedó atrás, pero las cicatrices se fueron con ellos.
Años después, ya en la ciudad, trabajando como chofer en una empresa de lácteos, Tomás a veces contaba, a medias, aquella historia a los nuevos muchachos que se quejaban del tráfico o del jefe enojón.
—Ustedes no saben lo que es tener miedo de verdad —decía, acomodando la gorra con el logo de la empresa—. Un día, unos morros quisieron cobrarle piso a un lechero humilde sin saber que una de sus rutas era en un rancho muy pesado. Ahí se dieron cuenta que no cualquiera puede llegar a mandar donde ya hay mandón.
Los muchachos se reían, pensaban que exageraba. Nadie imaginaba que el lechero de la historia era él.
Tomás no les contaba todo. No decía nombres. No mencionaba siglas. No hablaba de corridos ni de jefes legendarios. Solo remataba con una moraleja sencilla, a su manera:
—En este país hay muchos juegos que ya vienen arreglados —decía—. Y si tú no eres el que pone las reglas, más vale que no te metas a la mesa. Mejor trabaja derecho, gana poquito, pero duerme más tranquilo.
Luego, se subía a su camión de reparto, encendía el motor y salía a las calles de concreto, lejos del polvo de la sierra pero con la memoria siempre fresca de esa vez que la guerra de los grandes casi se lo lleva de corbata.
Porque nunca olvidó que, por un tiempo, su vida valió lo que valía un bote de leche, menos lo que le quitaban los que se creían dueños de todo.
Y aunque ahora ya no pagaba piso a nadie, cada vez que escuchaba un balazo perdido en la noche, se acordaba de aquella madrugada en que la sierra no durmió, y del viejo de mirada pesada diciéndole:
“No aplaudas la violencia, aunque a veces te beneficie”.
Tomás no la aplaudía. Pero tampoco la olvidaba. Era su manera de no repetirla.
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Una confesión inventada que sacudió las redes: Alejandra Guzmán y la historia que nadie esperaba imaginar
Ficción que enciende la conversación digital: una confesión imaginada de Alejandra Guzmán plantea un embarazo inesperado y deja pistas inquietantes…
Una confesión imaginada que dejó a muchos sin aliento: Hugo Sánchez y la historia que cambia la forma de mirarlo
Cuando el ídolo habla desde la ficción: una confesión imaginada de Hugo Sánchez revela matices desconocidos de su relación matrimonial…
Una confesión inventada sacude al mundo del espectáculo: Ana Patricia Gámez y la historia que nadie esperaba leer
Silencios, miradas y una verdad narrada desde la ficción: Ana Patricia Gámez protagoniza una confesión imaginada que despierta curiosidad al…
“Ahora puedo ser sincero”: cuando una confesión imaginada cambia la forma de mirar a Javier Ceriani
Una confesión ficticia que nadie esperaba: Javier Ceriani rompe el relato público de su relación y deja pistas inquietantes que…
La confesión que no existió… pero que millones creyeron escuchar
Lo que nunca se dijo frente a las cámaras: la versión imaginada que sacudió foros, dividió opiniones y despertó preguntas…
La “Idea Insana” de un Cocinero que Salvó a 4.200 Hombres de los U-Boats Cuando Nadie Más Pensó que la Cocina Podía Ganar una Batalla
La “Idea Insana” de un Cocinero que Salvó a 4.200 Hombres de los U-Boats Cuando Nadie Más Pensó que la…
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