A sus 70 años, Beatriz Aranda revela cómo vive su sorprendente vejez
Durante décadas, Beatriz Aranda fue una de las voces más admiradas del continente. Su elegancia, su temperamento en el escenario y su mirada intensa convirtieron cada presentación en un espectáculo inolvidable. Pero el tiempo pasó, y con él se desvaneció su presencia pública. Hoy, a sus casi 70 años, su nombre vuelve a resonar, y la pregunta que todos se hacen es la misma: ¿cómo vive realmente Beatriz Aranda?
La respuesta sorprende incluso a quienes la conocieron en sus años de gloria. La diva que llenó estadios, que grabó más de treinta discos y que compartió escenario con los grandes de la música, vive ahora en un pequeño pueblo del interior de México, rodeada de montañas, silencio y recuerdos.
Lejos del lujo, las luces y el bullicio, Beatriz lleva una vida sencilla, casi monástica. Su casa, una construcción de adobe con buganvillas trepando por las paredes, es su refugio. No tiene empleados, ni guardaespaldas, ni asistentes. “Ya tuve todo eso”, dice con una sonrisa serena. “Ahora solo quiero escuchar el canto de los pájaros y el sonido del viento.”
Su aspecto, según quienes la han visto, sigue siendo imponente. El cabello plateado le da un aire de nobleza, y sus ojos conservan ese brillo misterioso que en los ochenta enloquecía a las cámaras. Pero detrás de esa calma hay una historia que pocos conocen, una historia marcada por pérdidas, decisiones valientes y una búsqueda desesperada de paz.
Beatriz Aranda desapareció del mundo artístico hace más de veinte años. En aquel entonces, su retiro repentino generó rumores: que estaba enferma, que había sido traicionada, que había perdido la voz. La verdad, como ella misma reveló en una reciente entrevista exclusiva, fue mucho más profunda. “No perdí la voz”, dijo. “Perdí el alma.”
Durante años, Beatriz vivió atrapada en una rutina de fama y soledad. Los contratos la obligaban a cantar sin descanso, los productores la controlaban, y su vida personal se desmoronaba. “Me veía en los espejos de los camerinos y no me reconocía”, confesó. “Era una mujer cansada de fingir felicidad.”

El golpe final llegó con la muerte de su madre, su única familia cercana. “Ese día entendí que lo había perdido todo. Ni el dinero ni los aplausos podían llenar el vacío.” Sin decirle a nadie, abandonó su mansión en la capital y se marchó al campo, decidida a empezar de nuevo.
“Llegué con una maleta y un perro callejero que me siguió desde la carretera. No tenía plan, solo sabía que necesitaba silencio.”
Y allí se quedó. Aprendió a cultivar su propia comida, a tejer, a vivir sin internet ni teléfono. Su fama se volvió un eco distante. Sin embargo, cada cierto tiempo, alguna periodista curiosa o un fan obstinado lograba encontrarla. Y cuando eso sucedía, Beatriz los recibía con café recién hecho y una serenidad que desarmaba a cualquiera.
En una de esas visitas, la exestrella abrió su corazón y contó detalles que nadie esperaba. “Sí, fui traicionada. No solo por el amor, sino por la industria, por quienes me usaron mientras generaba dinero y me desecharon cuando envejecí.”
Sus palabras fueron duras, pero no había rencor en ellas. “Perdonar me salvó. El odio enferma, y ya sufrí demasiado.”
A pesar del retiro, Beatriz no ha dejado de cantar. Pero ahora lo hace solo para ella. “A veces, cuando cae la tarde, tomo mi guitarra y le canto a los árboles. Mi público son los grillos y las estrellas.”
Un grupo de jóvenes del pueblo la convenció hace poco de grabar algunas canciones nuevas, sin fines comerciales. “Fue divertido, pero no quiero volver a ese mundo. Ya cumplí mi papel. Ahora me toca vivir de verdad.”
La vida de Beatriz, sin embargo, no está exenta de misterios. Algunos vecinos aseguran que recibe cartas de alguien “muy importante”, que nunca revela su nombre. Otros dicen que aún conserva una caja con recortes de prensa y fotografías de un amor que no pudo ser. Cuando se le pregunta, sonríe y cambia de tema. “Hay historias que deben quedarse donde pertenecen: en el pasado.”
Aun así, su magnetismo sigue intacto. Cada gesto suyo parece tener un significado oculto, cada palabra una enseñanza. Cuando un periodista le preguntó si no temía morir olvidada, respondió: “No se puede olvidar a quien aprendió a vivir en paz.”
En su rutina diaria no hay lujos, pero sí rituales. Se despierta al amanecer, prepara té de manzanilla, riega sus plantas y escribe en un cuaderno viejo donde anota frases, pensamientos y fragmentos de canciones que quizá nunca se publiquen. “Es mi manera de seguir viva. Mientras escriba, no me iré del todo.”
Una vez por mes viaja al pueblo vecino, donde colabora en un centro comunitario que enseña canto a niños y adultos mayores. “La música es medicina. A veces, la gente no necesita fama, solo una voz que los escuche.”
El impacto de su presencia en esa comunidad ha sido tan fuerte que muchos jóvenes ni siquiera saben que están frente a una leyenda. Para ellos, es simplemente “Doña Beatriz”, la señora que canta con el alma y nunca levanta la voz.
Cuando se le pregunta si extraña la fama, su respuesta es inmediata: “No. Extraño a la persona que era antes de tenerla.”
A sus casi setenta años, Beatriz Aranda ha encontrado algo que el dinero no pudo darle: libertad. Vive sin deudas, sin horarios, sin miedo. “Ahora mi éxito es poder dormir tranquila.”
Su historia se ha vuelto símbolo de renacimiento. En un mundo obsesionado con la juventud y la apariencia, Beatriz demuestra que la verdadera belleza está en la serenidad.
Y aunque muchos quisieran verla regresar a los escenarios, ella tiene otra visión del futuro. “Mi regreso no será con luces ni micrófonos. Será cuando aprenda a decir adiós sin tristeza.”
Mientras tanto, sigue caminando descalza por su jardín, cantando para el atardecer. Porque Beatriz Aranda, la mujer que un día fue estrella y hoy es silencio, descubrió el secreto que nadie le enseñó: que en la vejez, cuando todo parece acabarse, puede empezar la vida más auténtica de todas.
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