En la cena de cumpleaños de mi hermana, su novio se burló de mi “pequeño proyecto de programación” mientras mis padres reían, sin imaginar que ese desprecio sería el inicio de algo que más tarde los dejaría completamente sin palabras
Hay frases que parecen inofensivas cuando se lanzan al aire entre risas, pero que se te clavan tan hondo que empiezan a empujar tu vida en otra dirección.
La mía fue:
—¿Y cómo va tu pequeño proyectito de programación?
Lo dijo Javier, el novio de mi hermana.
Y mis padres se rieron.
Yo también sonreí, por inercia. Pero por dentro, algo se fracturó y se encendió al mismo tiempo.
Mi hermana Lucía siempre fue la estrella de la familia. Extrovertida, divertida, con muchos amigos, buena en casi todo lo que intentaba. Javier era la extensión perfecta de esa imagen: seguro, simpático, hablador, con un trabajo “serio” en una oficina elegante que mis padres no se cansaban de mencionar.
Yo, en cambio, era el hermano que pasaba demasiado tiempo frente a la computadora. El que explicaba cosas que a nadie le interesaban. El que “todavía no había encontrado algo estable”, según mi padre.
Tenía 24 años y trabajaba por cuenta propia, haciendo páginas web, pequeños sistemas y, desde hacía meses, un proyecto personal en el que creía más que en cualquier cosa que hubiera hecho en mi vida: una plataforma sencilla para ayudar a pequeños comercios a gestionar pedidos, clientes y cobros de manera práctica.
Mi “pequeño proyecto de programación”.

La cena era por el cumpleaños número 27 de Lucía. Mis padres habían preparado todo en el comedor de casa: mantel elegante, copas brillantes, velas. Yo había llegado un poco antes con un regalo sencillo pero muy pensado: un cuaderno personalizado y un lápiz con su nombre grabado, porque ella siempre estaba anotando ideas para sus clases.
La noche transcurría bien hasta que Javier decidió “animar la conversación”.
—Entonces, Lucía ya está con contrato indefinido en el colegio, yo fui promovido en la empresa… —dijo, levantando la copa—. Y tú, ¿cómo va el mundo de los jueguitos y códigos locos?
Mis padres se rieron.
Yo sentí el primer pinchazo.
—No son jueguitos —respondí con calma—. Estoy trabajando en una plataforma para pequeños negocios. Ya tengo algunos clientes interesados.
Mi padre intervino, con ese tono de “sé más que tú sobre tu vida” que tanto conocía:
—Pero todavía no es algo serio, ¿no? Quiero decir, ingresos fijos, contrato, beneficios… esas cosas. Tú entiendes.
—Papá, estoy empezando —dije—. Lleva tiempo.
Javier sonrió con esa media sonrisa suya, entre burla y superioridad.
—O sea —resumió, moviendo la copa—, que sigues jugando al emprendedor. Está bien, todos experimentamos cuando somos jóvenes.
Mi hermana no dijo nada. Solo bajó la mirada hacia su plato.
Eso dolió aún más que las risas.
Mi madre intentó suavizar:
—Lo importante es que no te desanimes, hijo. Algún día encontrarás algo estable. Mientras tanto, está bien que te entretengas con tu programita.
“Programita”.
“Proyectito”.
“Jueguitos”.
Las palabras flotaban en el aire, disfrazadas de chiste, de cariño mal entendido.
Yo sonreí, tragándome el orgullo.
—Sí —dije—. Algún día veremos.
Y la noche siguió. Las velas se consumieron. Se cantó cumpleaños. Se hicieron fotos.
Por fuera, yo era parte del cuadro familiar perfecto.
Por dentro, estaba firmando un pacto silencioso conmigo mismo.
En esa mesa, mientras me reía sin ganas, decidí que nunca más iba a buscar aprobación allí.
Iba a construir algo grande, no para restregárselo en la cara…
sino para demostrarme a mí mismo que no era el personaje secundario de la historia de nadie.
Los meses siguientes fueron los más intensos de mi vida.
Reorganicé mi rutina. Dejé de aceptar todos los pequeños trabajos que me mantenían ocupado pero no sumaban a mi visión. Reduje mis gastos al mínimo. Me encerré a trabajar en mi plataforma con una disciplina que yo mismo desconocía.
De día, llamaba a pequeños negocios, ofrecía pruebas gratuitas, recogía quejas, ideas, necesidades reales. De noche, ajustaba código, rediseñaba pantallas, corregía errores, aprendía sobre cosas que antes ignoraba: experiencia de usuario, métricas, estrategias de crecimiento.
No tenía un equipo.
No tenía inversión.
No tenía un apellido reconocido ni contactos influyentes.
Solo tenía algo que en esa cena nadie había visto:
determinación.
Hubo momentos en los que pensé en abandonar. Días enteros en los que nada funcionaba. Clientes que probaban la plataforma y luego desaparecían. Errores inesperados. Caídas del sistema.
Pero cada vez que estaba a punto de rendirme, recordaba la voz de Javier:
—Tu pequeño proyecto.
Y volvía al teclado.
Mi relación con mi familia se hizo más distante. No por peleas, sino por elección.
Dejé de contarles detalles.
Cuando mi madre llamaba para preguntarme “¿ya encontraste algo estable?”, yo respondía:
—Estoy trabajando en ello, no te preocupes.
Mi padre insistía:
—Mientras tengas tiempo para cambiar de rumbo, mejor. No te aferres a cosas que no llevan a ningún lado.
Lucía, a veces, me mandaba mensajes cortos:
“¿Estás bien?”
“Hace tiempo que no te veo.”
“Javier dice que deberías buscar algo fijo, solo te lo digo porque se preocupa.”
Yo contestaba con pocas palabras. Sabía que ella no lo decía con malicia, pero también sabía que no estaba de mi lado.
No del todo.
Por otra parte, mis clientes empezaban a aumentar. Primero eran solo tres. Luego seis. Luego quince. Cada negocio tenía sus particularidades, pero todos coincidían en algo: nunca nadie se había tomado el tiempo de adaptar una herramienta a su realidad de “pequeño”.
Ahí estaba mi ventaja.
No apuntaba a las grandes empresas ni a los gigantes.
Apuntaba a quien nadie miraba.
En menos de un año, mi plataforma pasó de ser un proyecto en mi laptop a una herramienta que se usaba diariamente en tiendas, cafeterías y pequeños talleres de la ciudad.
Fue entonces cuando recibí un correo que cambió todo.
Una incubadora local de proyectos tecnológicos había visto comentarios sobre mi plataforma en redes sociales. Uno de los dueños de una cadena de pequeños cafés, cliente mío, habló de mi trabajo en una entrevista.
Me invitaban a presentar mi proyecto.
Fui.
No tenía presentación profesional. No tenía logo sofisticado. Llevé mi laptop, una demo funcional, y la historia real de cómo había construido todo hablando con dueños de negocios que no sabían ni encender un ordenador.
Les gustó.
Mucho.
Un mes después, firmé un acuerdo.
Ellos invertirían para que pudiera formar un pequeño equipo, mejorar la infraestructura, diseñar una estrategia de crecimiento real.
A cambio, se quedaban con un porcentaje minoritario de la empresa.
Empresa.
Por primera vez, mi proyecto tenía esa palabra asociada.
Yo era fundador.
No “el que se pasa el día con jueguitos”.
No le conté nada a mi familia durante un tiempo.
No por rencor, sino porque quería ver cuánto tiempo tardarían en preguntar con verdadero interés.
No tardaron demasiado.
Una tarde, mi madre me llamó, emocionada.
—¡Hijo! Tu primo me mandó un enlace… ¿tú estás en una noticia?
Entré al enlace.
Era un artículo en un medio local sobre nuevos proyectos tecnológicos.
Mi foto salía al lado de un titular que decía algo como:
“Joven emprendedor crea plataforma para ayudar a pequeños negocios a digitalizarse”.
En el texto me citaban hablando de mis clientes, del proceso, de la idea.
También se mencionaba el apoyo de la incubadora.
Y, sobre todo, el crecimiento: en menos de año y medio, ya superábamos los cien negocios registrados.
Cuando llegué esa noche a casa de mis padres para visitarlos, mi padre me recibió con una mezcla de orgullo y desconcierto.
—Así que… esto es lo que estabas haciendo —dijo, levantando una ceja.
—Eso parece —respondí, sonriendo.
Mi madre me abrazó más fuerte de lo normal.
—Perdona si no creí en ti —susurró—. Pensé que te estabas entreteniendo, no que estabas construyendo algo así.
En la mesa, esa noche, Lucía y Javier también estaban.
Javier se sirvió vino y dijo, tratando de sonar relajado:
—Bueno, bueno, parece que tu proyectito no era tan pequeño, ¿eh?
Lo miré a los ojos.
—Nunca lo fue —respondí—. Lo que era pequeño era la forma en que ustedes lo veían.
Se hizo un silencio incómodo.
Mi padre carraspeó.
Mi madre intentó cambiar de tema.
—Lo importante —dijo— es que estás bien. Y que por fin tienes algo… estable.
Yo negué suavemente.
—No es “por fin” —aclaré—. Llevo años trabajando. Solo que nadie lo veía como trabajo.
Porque no encajaba con la idea de lo que ustedes llaman “serio”.
Lucía bajó la vista.
—Yo… —empezó a decir—. Supongo que tampoco te apoyé como debía.
La miré.
Recordé todas las veces que, en lugar de defenderme, había dejado que las bromas de Javier flotaran en el aire.
—No se trata de culpas —dije—. Se trata de ver lo que hay ahora. Yo nunca necesité que aplaudieran. Solo que respetaran.
Había una especie de incomodidad densa en el ambiente. No era una pelea, pero tampoco celebración pura.
Y entonces ocurrió algo inesperado.
Javier, intentando recuperar su papel de experto opinador, preguntó:
—¿Y qué piensas hacer? ¿Vender la empresa? ¿Irte de la ciudad? Es lo que todos hacen, ¿no?
Sonreí.
—No. De momento, quiero crecer aquí. Seguir ayudando a los mismos negocios que nadie miraba. No necesito irme para demostrar nada.
Mi padre lo miró, casi como si por primera vez se diera cuenta de que Javier opinaba demasiado sobre cosas que no entendía.
Los meses siguientes consolidaron todo.
La plataforma creció. Contraté a dos desarrolladores, una diseñadora y una persona para soporte. Teníamos una oficina pequeña pero luminosa. Cada nueva tienda que se registraba en el sistema era un pequeño triunfo.
Un día, recibí una invitación para participar en una charla sobre emprendimiento y tecnología en el auditorio de la ciudad.
Decidí decir que sí.
No estaba acostumbrado a hablar en público, pero pensé en todos esos chicos que, como yo, crecieron creyendo que “estar frente a la computadora” era perder el tiempo.
Quería contarles que no siempre es así.
Que a veces, de ese tiempo aparentemente invisible, nacen cosas reales.
Avisé a mis padres por cortesía, sin esperar que fueran.
Pero fueron.
Con Lucía.
Y, para mi sorpresa, sin Javier.
Cuando subí al escenario y los vi sentados en la segunda fila, entendí que algo, de verdad, había cambiado.
Hablé de mis miedos, de mis fracasos, de esa cena en la que se rieron de mi “proyectito”. No di nombres, no hice reproches. Solo dije:
—Hay momentos en que quienes te rodean no ven lo que estás construyendo. Y eso duele. Pero también puede ser un motor. Porque al final, el único que está obligado a creer en tu visión eres tú mismo.
Al terminar, el aplauso fue cálido, sincero.
Vi a mi madre secándose una lágrima.
Mi padre aplaudía más fuerte que nadie.
Cuando bajé, Lucía me abrazó.
—Lo siento —dijo—. Te juro que lo siento. No me daba cuenta de lo que significaban esos comentarios.
—Ya lo sé —respondí—. Lo importante es lo que hagas desde ahora.
Ella respiró hondo.
—Terminé con Javier —soltó, de golpe.
Me quedé en silencio, sorprendido.
—No fue solo por ti —aclaró—. Pero esa noche de la cena… fue la primera vez que lo vi con otros ojos. Me di cuenta de que le gustaba sentirse superior. Y que yo estaba acostumbrada a eso. No quiero una vida al lado de alguien que se alimenta de minimizar a los demás.
La abracé más fuerte.
—Me alegra —dije—. Por ti.
Con el tiempo, mi relación con mis padres se volvió más adulta. Dejaron de hablarme como a un hijo perdido e inexperto y empezaron a preguntarme cosas reales: cómo manejaba el estrés, qué decisiones difíciles debía tomar, qué había aprendido en el camino.
Ya no necesitaba su aprobación, pero agradecía su respeto.
A veces mi madre aún resbalaba:
—Nunca imaginé que de esos “jueguitos de computadora” saldría todo esto.
Yo reía.
—No son jueguitos, mamá —respondía—. Pero te perdono.
Ella sonreía.
—Ya lo sé. Lo que no sé es cómo recordar el nombre de tu plataforma.
—No hace falta —decía yo—. Solo recuerda esto: no subestimes otra vez algo solo porque no lo entiendas.
Hoy, cuando miro hacia atrás, no siento rencor por aquella cena de cumpleaños.
Siento gratitud.
Fue una noche dolorosa, sí, pero también fue una chispa.
La chispa que encendió una determinación que quizás, de otra manera, habría tardado mucho más en aparecer.
A veces, la vida te humilla un poco para que dejes de buscar permiso donde nunca lo vas a encontrar.
Y empieces a escribir tu propia definición de éxito.
Mi “pequeño proyecto de programación” ya no es pequeño.
Tampoco es solo mío.
Es la prueba de que no necesitas que crean en ti desde el principio para llegar lejos.
Solo necesitas no dejar de construir, incluso cuando las risas a tu alrededor suenen más fuertes que tu propia voz.
Hoy, si alguien se burla, no discuto.
Sonrío.
Porque sé que, mientras hablan, yo sigo creando.
Y eso, al final, es lo único que importa.
THE END
News
🎄❤️ A sus 60 años, Myriam Hernández sorprende al compartir un momento navideño con su nueva pareja
La vida volvió a sorprender. El pasado quedó atrás. La sonrisa habló por ella. La Navidad fue testigo. Myriam Hernández…
🎄❤️ María Luisa Godoy sorprende al anunciar su embarazo y celebra una Navidad feliz en familia
Una revelación inesperada. Una sonrisa que lo cambia todo. La Navidad adquiere otro sentido. La alegría se multiplica. María Luisa…
🎄🤰 A los 64 años, Margot Kahl revela a su pareja y comparte una noticia que marca una nueva etapa de su vida
El silencio se terminó. La calma dio paso a la emoción. Una revelación inesperada. La familia se amplía. Margot Kahl…
🎄❤️ A los 56 años, Karen Doggenweiler celebra una Navidad plena junto a su marido y sus hijos gemelos
El tiempo le regaló serenidad. La casa se llenó de risas. Los gemelos crecen a su lado. El vínculo se…
A sus 49 años, Odalys García sorprende al anunciar: “¡Estoy embarazada, nos casamos!”
La vida volvió a sorprenderla. El corazón habló fuerte. Un nuevo comienzo llega. Todo cambia de repente. Odalys García confirma…
“La amo…” A los 57 años, Johnny Lozada finalmente habló y confesó el día de su boda
El tiempo hizo su trabajo. La certeza habló primero. El amor se confirmó. No hubo dudas. Johnny Lozada confiesa cuándo…
End of content
No more pages to load






