Los prisioneros japoneses que cavaron un túnel secreto bajo el desierto de Texas y descubrieron un destino inesperado que cambiaría para siempre el sentido de la derrota y de la libertad
El sol de Texas caía como un martillo incandescente sobre las alambradas del campo de prisioneros. El aire parecía temblar sobre la arena y las casetas de madera, y el viento traía consigo un polvo fino que se pegaba a la piel, a la ropa, incluso a los pensamientos.
Hiroshi se pasó la manga por la frente para secarse el sudor y miró hacia la torre de vigilancia. El soldado estadounidense, con el casco calado y los prismáticos colgando del cuello, bostezaba sin disimulo. No parecía demasiado atento, pero Hiroshi sabía que esa apariencia podía engañar. Llevaba demasiado tiempo allí como para subestimar a nadie.
El campo de prisioneros, perdido en algún punto del vasto estado de Texas, estaba lleno de hombres que antes habían sido marineros, aviadores, infantes. Ahora eran solo números sobre un uniforme sin insignias. Por las noches, cuando el calor por fin cedía un poco, los prisioneros se agrupaban bajo la débil luz de los focos y hablaban en voz baja de casas lejanas, de calles que quizá ya no existían.
Fue una noche así cuando la idea apareció, primero como un susurro tímido, luego como un plan que empezaba a latir con vida propia.
—Un túnel —murmuró Kenji, el más joven del grupo, con los ojos brillando—. En mi pueblo, mi abuelo contaba historias de minas, de galerías bajo la tierra. Si ellos pudieron cavar montañas enteras, nosotros podemos abrirnos paso bajo un poco de arena.
Los demás se miraron, incrédulos. Hiroshi, que solía ser el más prudente, cruzó los brazos.

—No estamos en un cuento de tu abuelo —respondió—. Aquí hay focos, guardias, perros, alambradas… ¿y adónde quieres llegar, aunque lo logremos? Afuera solo hay desierto.
Kenji no se desanimó.
—Desierto, sí —aceptó—. Pero también hay carreteras, pueblos, ríos… Y, sobre todo, hay algo más que esta valla. ¿No estás cansado de que tu mundo sea solo este rectángulo de arena?
Hiroshi lo estaba. Cada día idéntico al anterior, con el conteo de la mañana, la comida servida en filas, el trabajo de mantenimiento, las órdenes en inglés, los murmullos en japonés. Una rutina que había borrado la sensación del tiempo.
Y sin embargo, la palabra “túnel” empezó a resonar en su cabeza como un tambor suave, insistente.
El plan no surgió de golpe, sino que se fue armando poco a poco, como un origami complicado. Primero, eligieron el lugar: una caseta de madera al final del campo, usada como almacén de herramientas. Allí, el suelo estaba menos compactado y el movimiento de hombres entraba y salía con cierta frecuencia, sin llamar la atención.
—Aquí —dijo Hiroshi, una tarde mientras barría el suelo con aparente desgana—. Justo detrás de esas cajas.
Se refería a una pila de cajas vacías, apiladas de forma descuidada contra una pared. Si desplazaban unas pocas y cavaban con cuidado, podrían ocultar la entrada. El problema era doble: cómo extraer la tierra sin que nadie notara los montículos crecientes, y cómo cavar sin herramientas adecuadas.
La primera cuestión la resolvió, irónicamente, el mismo ejército que los custodiaba.
En el campo había pequeñas parcelas de tierra donde algunos prisioneros cultivaban verduras para complementar la dieta. Con el tiempo, los guardias habían permitido esos minihuertos, quizá por compasión, quizá por conveniencia. Cada día se movía tierra de un lado a otro para esos cultivos, en carretillas y cubos.
—Podemos mezclar la tierra del túnel con la de los huertos —propuso Masato, un antiguo campesino—. Poco a poco. Nadie contará cuántos montones hay.
La segunda cuestión fue más delicada. No tenían picos ni palas grandes, pero sí cubiertos metálicos, pequeñas herramientas dañadas, trozos de hierro que se podían afilar.
—No necesitamos cavar como mineros —dijo Kenji, decidido—. Solo un agujero lo bastante ancho para que pase un hombre. El resto… lo haremos con paciencia.
La paciencia era, precisamente, lo único que el campo les daba en abundancia.
Durante el día, todo seguía igual que siempre. Los prisioneros recogían basura, reparaban vallas, trasladaban cajas. Los guardias los observaban desde las torres y desde el interior del recinto, fusil al hombro. Nadie sospechaba que, unos pocos metros bajo sus botas, un grupo de hombres había empezado a cambiar su destino con cada puñado de arena.
Cavaban por turnos, en las horas más silenciosas, cuando el viento del atardecer enmascaraba los ruidos pequeños. Hiroshi se deslizaba detrás de las cajas, abría la tapa improvisada que habían construido con tablas y descendía al agujero. Allí, la oscuridad era casi total; solo una pequeña lámpara, hecha con ingenio a partir de una lata y un pedazo de tela impregnada de grasa, iluminaba el espacio estrecho.
—Respira despacio —le había aconsejado Masato la primera vez—. Y no pienses en cuánta tierra tienes encima.
Era difícil no hacerlo. A medida que el túnel avanzaba, el techo de arena sostenido por tablones de madera crujía de vez en cuando, recordándoles que el desierto no perdona errores.
Hiroshi cavaba con una cuchara metálica afilada, arrancando pequeñas porciones de tierra y llenando con ellas una bolsa. Luego, retrocedía, empujando la bolsa con los pies hasta que uno de sus compañeros la recogía y la subía a la superficie. Cada movimiento debía ser lento y exacto. No podían permitirse un derrumbe ni un ruido demasiado fuerte.
—Es como tallar una escultura —bromeó Kenji un día—. Solo que, si te equivocas, la escultura te traga entero.
Nadie se rió, pero nadie se detuvo.
Las noches de Texas tenían un cielo tan ancho que parecía infinito. Desde dentro del túnel, ese cielo era solo un recuerdo.
A veces, mientras cavaba, Hiroshi pensaba en su casa, en la isla donde había nacido, en el olor del mar al amanecer. El aire caliente y seco del desierto no se parecía en nada a la brisa salada de su infancia, pero los recuerdos le daban fuerza.
—¿Por qué quieres salir tanto? —le preguntó Masato, mientras ambos descansaban en el túnel, jadeando.
Hiroshi se quedó en silencio unos segundos. Escuchaba sus propias respiraciones mezcladas, el crujido leve de la tierra, un eco lejano de voces en la superficie.
—Porque quiero elegir —respondió al final—. Aquí todo está decidido por otros: cuándo comemos, cuándo dormimos, cuándo hablamos. Si salimos, aunque sea solo unos kilómetros, habrá un momento en que cada paso sea nuestro.
Masato se lo quedó mirando, pensativo.
—¿Y después? —insistió—. ¿Qué haremos “después”? ¿Caminar hasta que se acabe el desierto? ¿Buscaremos un barco, un tren, un milagro?
Hiroshi no tenía respuestas claras, pero en sus ojos había una determinación que no había necesitado palabras.
Mientras tanto, en la superficie, los guardias americanos también tenían sus rutinas. Jugaban a las cartas, escuchaban música en pequeñas radios, escribían cartas a casa. Algunos miraban a los prisioneros con curiosidad, otros con indiferencia, unos pocos con una mezcla de respeto y resignación.
Uno de ellos, el cabo Johnson, era conocido por su carácter tranquilo. Había aprendido algunas palabras en japonés y a veces intentaba conversar con los prisioneros.
—Texas hot —decía, señalando el cielo.
—Muy caliente —respondían ellos, mezclando inglés y español aprendido al vuelo.
Johnson se reía y les ofrecía, de vez en cuando, un cigarrillo. No veía en esos hombres enemigos peligrosos, sino personas atrapadas en una guerra que ninguno de ellos había decidido.
Sin saberlo, cada vez que pasaba cerca del almacén donde cavaban, sus pasos resonaban sobre el techo del túnel. El sonido hacía que los hombres bajo tierra contuvieran la respiración, esperando no haber cometido ningún error.
Con el paso de las semanas, el túnel se alargó. Lo habían trazado con cuidado, siguiendo un ángulo que calculaban desde arriba usando sombras y medidas hechas con cuerdas. Su objetivo era claro: salir más allá de la valla, en un punto donde el terreno descendía ligeramente, oculto por unos matorrales secos.
—Si lo conseguimos —decía Kenji—, veremos el desierto desde el otro lado de la alambrada. El mismo desierto, sí, pero sin focos apuntándonos.
La imagen parecía sencilla y, al mismo tiempo, impresionante.
Pero el túnel no solo avanzaba en la arena: también se volvía un secreto cada vez más pesado. No todos en el campo sabían del plan. Hiroshi, Masato y Kenji habían decidido mantener el círculo pequeño. No querían arriesgarse a que alguien, movido por el miedo o la desesperación, arruinara todo.
Un día, sin embargo, alguien los vio entrar al almacén a una hora extraña.
Se llamaba Sato, un hombre mayor, de cabello ya canoso y mirada cansada. Había sido maestro antes de la guerra. No dijo nada de inmediato, pero al caer la noche se acercó a Hiroshi.
—Sé que están haciendo algo —murmuró, mirándolo fijo—. No me digas qué, si no quieres. Pero escucha.
Hiroshi tensó los hombros. ¿Los había descubierto? ¿Debía negarlo?
—Lo que sea que estén planeando —continuó Sato—, recuerden que no son solo soldados. Son hijos, padres, hermanos. Si se van… no arrastren al resto a una tragedia mayor.
Sus palabras no sonaban a amenaza, sino a súplica.
—No queremos tragedias —respondió Hiroshi, con sinceridad—. Solo queremos recuperar un poco de lo que perdimos.
Sato lo observó unos segundos más y, finalmente, asintió.
—Entonces, tengan cuidado de no perder todavía más.
Se alejó sin preguntar nada más. Aquella noche, en el túnel, las palabras del viejo maestro resonaron en la mente de todos.
Por fin, llegó el día en que el túnel alcanzó el punto que habían calculado como la salida. Kenji, que se encontraba en la avanzadilla, clavó la cuchara en la arena con una mezcla de cansancio y euforia.
—Un poco más —susurró, jadeando—. Solo un poco más…
El aire allí abajo era denso, cargado de polvo. Cada vez que movían la tierra, pequeños granos se desprendían del techo y caían sobre sus hombros. La lámpara parpadeaba, proyectando sombras temblorosas.
Entonces, sucedió.
La cuchara atravesó una capa de arena más fina y, de pronto, un soplo de aire fresco se coló por la rendija. Kenji sintió un escalofrío. Habían llegado.
—¡Luz! —susurró, emocionado.
No era exactamente luz lo que veía, sino un tono distinto en la oscuridad, un gris tenue que indicaba que el exterior estaba al otro lado. Trabajó con más cuidado aún, ampliando la abertura hasta que pudo asomar los dedos. Sintió la brisa nocturna del desierto en la piel por primera vez en meses.
Se detuvo un instante, temblando. No por miedo, sino por la magnitud de lo que aquello significaba.
Después, retrocedió por el túnel hasta donde lo esperaban Hiroshi y Masato.
—Lo logramos —dijo, con una sonrisa que casi parecía la de un niño—. Estamos fuera.
La noche elegida para usar el túnel fue una de luna nueva. El cielo era un espacio oscuro salpicado de estrellas, y los focos del campo parecían aún más intensos contra aquella negrura.
Hiroshi, Masato, Kenji y otros tres compañeros se reunieron en la caseta, como tantas otras veces. Desde afuera, cualquiera habría dicho que solo iban a mover cajas o limpiar. Pero sus corazones batían con un ritmo distinto.
—Si alguien quiere arrepentirse —dijo Hiroshi en voz baja, mirando a cada uno—, este es el momento. Nadie será juzgado por quedarse.
Nadie se movió.
Kenji, con los ojos encendidos, se ajustó el cinturón, donde había escondido una cantimplora pequeña y un trozo de pan.
—No sé qué nos espera —admitió—. Pero sé con certeza qué nos espera si nos quedamos: más días iguales, hasta quién sabe cuándo. Prefiero caminar hacia lo desconocido que seguir rodeado de estas vallas.
Descendieron al túnel uno por uno. La entrada se cerró detrás de ellos, como si la caseta se tragara su rastro.
Avanzaron a gatas, respirando despacio, cuidando de no golpear los tablones. El túnel parecía más estrecho que nunca, quizá porque ahora no solo era un refugio, sino una puerta. Cada metro recorrido los alejaba de la seguridad relativa del campo y los acercaba a un mundo incierto.
Cuando llegaron a la salida, Kenji tomó la delantera. Empujó la arena suelta con cuidado y, al cabo de unos segundos, asomó la cabeza al exterior.
El desierto texano los recibió con un frío seco que contrastaba con el calor del día. El cielo estaba tan lleno de estrellas que parecía un océano invertido. A cierta distancia, las luces del campo formaban un rectángulo de claror artificial.
Kenji salió primero del agujero, seguido por Hiroshi, Masato y los demás. Se agacharon instintivamente, buscando la protección de los matorrales.
—Estamos fuera —susurró Masato, como si necesitara oírlo en voz alta.
Era verdad. Por primera vez en mucho tiempo, no había una alambrada a centímetros de sus rostros.
Y fue entonces cuando ocurrió lo inesperado.
A lo lejos, se escuchó un sonido de motor. No era el de los camiones del campo, sino otro, más suave. Un par de luces se movieron lentamente por una carretera cercana, más allá de una ligera elevación del terreno.
Hiroshi señaló en esa dirección.
—Si llegamos hasta allí —dijo—, tal vez encontremos un pueblo, una estación, algo…
Pero Masato no se movió. Miraba hacia el campo, hacia las torres de vigilancia, hacia los focos que habían sido su cielo durante tantos meses.
—Escuchen —murmuró.
Desde el interior del campo llegaban voces, órdenes, silbatos. Estaban haciendo el conteo nocturno. Los estadounidenses creían tenerlo todo bajo control, como siempre. No sabían que, a pocos metros, seis hombres miraban ese rectángulo de luz desde la oscuridad, libres al menos por un instante.
—Podemos correr hacia la carretera —insistió Kenji—. Si nos ven, solo seremos sombras. No conocen el terreno tan bien como nosotros creemos.
Masato negó con la cabeza, despacio.
—¿Y si el destino de este túnel no fuera solo llevarnos lejos? —preguntó—. ¿Y si también sirviera para traer algo?
—¿Traer qué? —se irritó Kenji—. ¿Más problemas?
Masato inspiró profundamente.
—Noticias —respondió—. Verdad. Algo que aquí dentro no se sabe.
Todos lo miraron, desconcertados. Entonces, una idea comenzó a tomar forma, tan inesperada como el propio túnel.
En el campo circulaban rumores, pero nadie sabía con certeza cuánto había terminado ya la guerra, qué acuerdos se estaban firmando, qué futuro les esperaba. Los guardias hablaban en voz baja entre ellos, pero no compartían demasiado. Los prisioneros vivían en un mundo suspendido, sin calendario real.
—Si seguimos el túnel hacia afuera —continuó Masato—, podemos llegar hasta algún pueblo pequeño, escuchar radios, ver periódicos, quizá encontrar a alguien dispuesto a hablar. Luego… podemos decidir.
Hiroshi comprendió al instante lo que sugería.
—¿Quieres decir… volver? —preguntó, sorprendido.
Kenji abrió los ojos de par en par.
—¿Estás loco? ¿Cavar un túnel para escapar… y luego regresar al mismo lugar?
Masato sostuvo la mirada de todos, uno a uno.
—Cavamos un túnel para recuperar nuestra capacidad de elegir —dijo con calma—. Y elegir no siempre significa huir sin mirar atrás. A veces también significa regresar con algo que los demás necesitan saber.
El silencio que siguió fue largo. El viento movía la arena a su alrededor, y el campo seguía ahí, a pocos metros, iluminado y ajeno a ese debate.
Hiroshi sintió, de pronto, que la palabra “libertad” tenía un sabor distinto. No era solo cruzar una cerca; era decidir qué hacer cuando ya nada te obliga.
—Podemos hacer ambas cosas —propuso finalmente—. Ir hacia la carretera, ver qué encontramos, escuchar, observar. Y luego… decidir. El túnel seguirá ahí, al menos por un tiempo. No está escrito que tenga un único uso.
Kenji apretó los dientes. Había soñado con correr sin mirar atrás, con dejar el campo convertido en un recuerdo lejano. Pero también sabía que, aunque escaparan, la marca de aquel lugar seguiría con ellos. Y sus compañeros, los que quedaban detrás, seguirían sin respuestas.
—Está bien —cedió al fin—. Demos un paso más… pero con los ojos abiertos.
Caminaron durante horas, guiados por las estrellas y la silueta oscura de la carretera. El desierto era una extensión silenciosa salpicada de arbustos secos y piedras. Cada crujido bajo sus botas les parecía demasiado fuerte.
Al cabo de un tiempo, vieron luces más estables en el horizonte. No eran focos de un campo, sino faroles de un pequeño pueblo. Se ocultaron tras una colina y observaron.
Vieron casas bajas, un par de camiones estacionados, una gasolinera, un edificio con un cartel que no podían leer desde lejos. En una de las casas, la luz parpadeante de una radio se escapaba por una ventana abierta.
—Si nos acercamos más, se darán cuenta —susurró Kenji.
—No necesitamos acercarnos tanto —dijo Hiroshi—. Escuchen.
El viento traía fragmentos de voces en inglés, música, una locución rápida. No entendían todo, pero distinguieron palabras sueltas, repetidas: “fin”, “rendición”, “reconstrucción”, “futuro”.
Masato cerró los ojos. Era suficiente.
—La guerra, tal y como la conocimos —murmuró—, ya no existe. El mundo está cambiando, y nosotros estamos aquí, atrapados en un pequeño rectángulo pensando que todo sigue igual.
Sabían que los prisioneros serían, tarde o temprano, repatriados o trasladados. Sus vidas, aunque encadenadas al pasado, tenían aún un tramo por recorrer.
Y entonces, bajo ese cielo infinito de Texas, tomaron la decisión que nadie hubiera imaginado al escuchar la frase “cavaron un túnel para escapar”.
Decidieron regresar.
No como derrotados resignados, sino como mensajeros. Volverían con la certeza de que el mundo al otro lado de las alambradas se estaba reescribiendo, y que ellos debían prepararse, no para otra batalla, sino para una vida distinta.
El retorno por el túnel fue tan tenso como la salida, pero sus pasos eran distintos. Llevaban consigo algo intangible: la sensación de haber mirado más allá del horizonte impuesto.
Cuando emergieron en la caseta, durante la última oscuridad antes del amanecer, nadie los había echado de menos. El conteo nocturno había sido rutinario, los guardias habían bostezado, los perros se habían dormido.
—¿Y ahora? —preguntó Kenji, exhausto.
Hiroshi respiró hondo.
—Ahora, hablamos —respondió—. No a todos, al menos no de inmediato, pero sí a quienes necesitan saber que el mundo no se ha detenido en estas vallas.
Masato asintió.
—El túnel sigue ahí —dijo—. Un camino secreto bajo el desierto. No solo hacia afuera, sino también hacia una nueva forma de entender nuestra situación.
Y así, el túnel que todos imaginaron como una simple vía de escape se convirtió en algo más complejo y, quizá, más poderoso: un hilo invisible que unía el encierro con la realidad exterior, un espacio donde la derrota y la esperanza podían coexistir.
A partir de entonces, algunos prisioneros sabían que, bajo sus pies, corría una galería que recordaba a todos que incluso en el lugar más cerrado puede existir una puerta oculta. No todos la usarían físicamente, pero el simple hecho de su existencia transformó la manera en que miraban las alambradas.
Seguían estando en Texas, lejos de casa, bajo la vigilancia de soldados que no hablaban su idioma. Pero ya no eran solo hombres que esperaban órdenes o noticias; eran hombres que, en secreto, habían atravesado la frontera invisible entre la resignación y la elección.
Y cada vez que el sol nacía sobre el campo, tiñendo de naranja las torres de vigilancia y los barracones, Hiroshi, Masato y Kenji sabían que, enterrado bajo la arena, había un túnel que guardaba el recuerdo de una noche en la que, por fin, decidieron por sí mismos qué camino tomar.
No todos los planes que nacen bajo tierra terminan en una fuga espectacular. A veces, lo más sorprendente no es cruzar la valla, sino descubrir que la verdadera salida comienza dentro de uno mismo.
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