Volvía a casa todavía temblando por la pelea con mi ex cuando mi vecino me agarró del brazo, me arrastró a su piso y me susurró al oído: «No entres, alguien te espera dentro»… y lo que descubrimos esa noche cambió mi vida para siempre

Cuando la puerta del portal se cerró detrás de mí, el sonido metálico resonó más fuerte de lo normal, como si subrayara el final de un día que ya venía torcido desde la mañana.

Tenía las manos frías, el maquillaje corrido y la cabeza zumbando con frases que no conseguía sacarme de encima:

“Siempre estás dramatizando.”
“Si no te gusta cómo soy, vete.”
“No me vuelvas a hablar como si fuera un niño.”

La discusión con Marcos había empezado con algo pequeño —como casi siempre— y había terminado siendo algo que ya no sabía cómo nombrar. Si tuviera que describirla como en esas historias de internet que leía a veces, diría: “y la pelea se volvió realmente seria”. No fue solo intercambio de reproches; hubo silencios largos, palabras dichas para herir, puertas cerradas con demasiada fuerza.

Habíamos hablado de terminar. No por primera vez. Pero esa tarde sonó distinto.

Luego él se fue, tirando del respaldo de la silla, chocando contra la mesa del salón, murmurando un “no sé por qué sigo intentándolo” que todavía me estaba horadando el pecho.

Yo salí después de él, pero en dirección contraria: a trabajar, a fingir normalidad como quien se pone un abrigo encima de un cuerpo lleno de moratones invisibles.

Ahora regresaba al edificio con una bolsa de supermercado en la mano y una especie de resaca emocional instalada en la nuca.

Subí los tres peldaños de la entrada, marqué el código sin pensar y entré en el portal casi en piloto automático.

Fue entonces cuando lo vi.

El señor de 3ºB, Diego, estaba apoyado junto a los buzones, con el abrigo medio cerrado y las llaves en la mano. Normalmente parecía invisible, a pesar de su altura y su bigote canoso. De esos vecinos educados que saludan siempre igual: “Buenas”, una inclinación leve de cabeza, y siguen su camino.

Pero esa noche su cara era otra.

Tenía los ojos demasiado abiertos, la mandíbula tensa y un nerviosismo tan palpable que incluso en mi nube de tristeza lo percibí.

—Buenas, Diego —murmuré, por inercia.

Él no me contestó con su “Buenas” habitual.

En su lugar, dio dos pasos rápidos hacia mí, me agarró del brazo con una firmeza sorprendente y, antes de que pudiera siquiera formular un “¿qué pasa?”, me empujó suavemente hacia la puerta de su piso, a la izquierda del portal.

—Entra —susurró—. Rápido. Por favor, Laura, entra.

Noté el golpe de adrenalina subir de golpe.

—¿Qué estás haciendo? —protesté, intentando soltarme—. ¿Se ha vuelto loco?

—Shhh —hizo, sin soltarme—. No hagas ruido. No subas. No vayas a tu piso.

Sus ojos, normalmente tranquilos, estaban fijos en mí con una intensidad que nunca le había visto.

—¿Qué…? —empecé.

Se inclinó hacia mí, tan cerca que pude oler el café en su aliento, y susurró:

—No vayas a casa. No estás sola ahí arriba.

La bolsa del supermercado se me resbaló de la mano. El paquete de pasta y el brik de leche golpearon el suelo con un ruido absurdo, demasiado normal para el momento.

—¿Cómo que no estoy sola? —pregunté, la voz entrecortada.

Diego miró hacia el hueco de la escalera, como si temiera que alguien bajara en cualquier momento.

—Entra y te explico —repitió—. Te lo ruego. No tenemos mucho tiempo.

En otro contexto, que un vecino mayor intentara meterme en su casa a la fuerza habría encendido todas mis alarmas. Pero había algo en su tono, en el modo en que apretaba la mandíbula, que me dijo que no era eso. Que lo que fuera que le estaba pasando no tenía nada que ver con segundas intenciones y sí con algo que le estaba asustando de verdad.

Terminé cediendo.

Entré en su piso.

Cerró con llave y echó también la cadena. El clic metálico sonó demasiado fuerte en el silencio.

Su casa olía a limpiador de suelos y a sopa reciente. Había una tele encendida en el salón, sin volumen, con un programa de tertulia nocturna haciendo muecas en silencio.

Diego respiró hondo, se pasó la mano por el pelo canoso y me miró por fin de frente.

—Siéntate un momento —dijo, señalando una silla en la pequeña cocina—. Te voy a explicar, pero prométeme que no sales corriendo sin pensar.

Me molestó el tono paternal, pero el pánico era más grande que mi orgullo.

Me senté.

Él se apoyó en la encimera, la mano derecha cerrada en un puño alrededor del llavero.

—He visto entrar a tu piso a alguien —soltó—. Hace cosa de diez, quince minutos. Alguien que no eres tú.

El corazón me dio un vuelco.

—¿Marcos? —pregunté, casi con alivio—. Tiene copia de las llaves, claro. Hemos discutido hoy, pero no va a…

—No era Marcos —me cortó Diego, tajante—. A tu novio lo tengo visto de sobra. Este era más alto. Y llevaba gorra, sudadera con capucha. Iba… —buscó la palabra—. Iba intentando que no le viera nadie.

Se me heló la sangre.

—¿Un ladrón? —susurré.

Diego dudó.

—Eso pensé al principio —admitió—. Estaba en mi balcón regando las plantas cuando lo vi cruzar la calle. Primero pensé que era un repartidor o uno de los chicos del 4º, pero cuando lo vi subir las escaleras sin mirar al buzón, sin mirar el móvil, supe que venía directo. Me asomé al pasillo cuando lo escuché subir. Se paró en tu puerta. Sacó algo del bolsillo, como una llave. Y entró sin dudar.

Me llevé la mano a la boca.

—¿Está seguro de que no era Marcos? —insistí, desesperada—. Hoy… hoy hemos discutido. Mucho. Quizá viene a arreglarlo, a pedirme perdón, a…

Recordé de golpe la forma en que Marcos me miró antes de irse, con los ojos oscuros y la boca apretada.

“No sabes hasta dónde puedo llegar cuando me sacas de quicio.”

Lo había dicho en un arrebato, eso me repetía desde entonces. Palabras dichas al calor del momento. Pero ahora, con Diego delante, hablándome de un hombre con gorra entrando en mi piso a escondidas, aquellas palabras adquirían un peso nuevo.

Diego negó con la cabeza.

—Ojalá fuera eso —dijo—. Pero no. He visto a Marcos muchas veces en el portal, aparcando la moto, subiendo contigo. No era él. Y otra cosa: después de que ese tipo entrara, se encendió la luz de tu salón. Luego se apagó. Y, al cabo de unos minutos, vi una sombra moverse detrás de la cortina del balcón.

Se me hundió el estómago.

—¿Y por qué no ha llamado directamente a la policía? —pregunté, con un tono más agudo del que pretendía—. ¿Por qué me espera a mí en el portal para meterme en su casa? ¿Qué clase de broma es esta?

Mi voz se elevó de golpe.

La discusión con Marcos me había dejado con la mecha corta, y la tensión acumulada encontraba en Diego un blanco fácil. Me levanté de la silla de golpe, tirándola un poco hacia atrás.

—Laura, tranquila —intentó él, levantando las manos—. Precisamente he estado pensando en si llamar o no. Pero no sabía si había alguien más en tu casa, alguna amiga, algún familiar…

—Vivo sola —lo interrumpí—. Lo sabe perfectamente. Todos en el edificio lo saben. No invente excusas. ¿Desde hace cuánto está espiando mi puerta, Diego? ¿Siempre está asomado mirando quién entra y quién sale?

La pregunta salió cargada de veneno.

Vi cómo le cambiaba la expresión.

Pasó de la preocupación al enfado en un segundo.

La discusión, que hasta ese momento era solo un intercambio tenso, de pronto subió de nivel. La pelea se volvió realmente seria.

—No estoy espiando a nadie —replicó—. Soy el presidente de la comunidad, sí, y me preocupo por lo que pasa en el edificio. Sobre todo desde que entraron a robar en el 1ºA el año pasado mientras la señora estaba dentro durmiendo. ¿Ya no te acuerdas?

Lo recordaba.

Recordaba perfectamente a la pobre Teresa, la del 1ºA, con el brazo escayolado y el salón revuelto.

Diego continuó, la voz apretada.

—Podría haber mirado hacia otro lado, como hacen muchos. Podría haber dicho “no es cosa mía” y meterme en casa. Pero vi a alguien que no reconocía entrar en tu piso. Y sé que vives sola. Y sé —me miró con una mezcla extraña de ternura y reproche— que últimamente subes con los ojos hinchados más veces de las que te gustaría admitir. Así que me quedé en el balcón, pendiente, por si pasaba algo raro.

Sentí una punzada de vergüenza.

Había sido injusta. Pero la adrenalina, el miedo y la rabia seguían mezclados.

—Eso no le da derecho a vigilar cada movimiento que hago —resoplé—. Ni a meterme miedo de esta forma.

—No estoy intentando meterte miedo —dijo, más bajo—. Estoy intentando evitar que subas ahí arriba, abra la puerta y te encuentres algo que no puedas manejar sola. O que no puedas manejar… en absoluto.

Sus palabras colgaron en el aire.

Callamos unos segundos.

El zumbido del frigorífico llenaba el espacio como un tercer personaje.

Finalmente, Diego suspiró.

—Mira —dijo—. Probablemente me haya equivocado. Quizá era un amigo tuyo, alguien que te está esperando con flores y un discurso ensayado. O quizá alguien se confundió de puerta. Pero si hay un diez por ciento de posibilidades de que no sea eso, prefiero pecar de pesado que salir mañana en las noticias diciendo “parecía un buen vecino, nunca sospechamos nada”.

Me obligué a respirar hondo.

En mi cabeza, las imágenes empezaban a encadenarse: un intruso merodeando en mi salón, revisando mis cajones, oliendo mi ropa, tocando mis fotos. O, peor aún, sentado en el sofá, esperando el sonido de mis llaves para sorprenderme al entrar.

Se me erizó la piel.

—Está bien —cedí—. Supongamos que tiene razón. ¿Qué hacemos?

Diego pareció relajarse un poco al oír ese “supongamos”.

—Lo sensato sería llamar a la policía —dijo—. Que vengan, suban, revisen. No eres tú quien tiene que enfrentarse a nadie ahí arriba.

—¿Y si tarda una hora en venir? —objeté, de golpe impaciente—. ¿Y si mientras tanto esa persona se va? ¿Y si, sea quien sea, registra todo, se lleva lo que le apetezca y desaparece?

Diego me miró con algo de incredulidad.

—¿De verdad tu prioridad ahora mismo son tus cosas?

Quise decirle que no, que me daban igual las cosas, que lo que me daba pánico era la idea de alguien invadiendo mi lugar más íntimo. Que ese piso pequeño pero mío, ese salón donde me tiraba en el sofá a ver series, ese dormitorio donde lloraba a veces a escondidas, ese baño donde me miraba en el espejo intentando reconocerme… todo eso era lo único que sentía tan propio como mi propio cuerpo. Y que pensar en alguien ajeno dentro, respirando mi aire, era casi tan violento como imaginarse unas manos extrañas sobre mi piel.

Pero no lo dije.

Solo apreté los labios.

Diego resopló.

—Vale —concedió—. Hagamos las dos cosas. Llamamos. Y si tardan más de lo razonable, subimos juntos hasta el rellano. No entramos. Solo escuchamos. Si oímos algo raro, volvemos a bajar. ¿Te parece?

Asentí, sin estar del todo convencida, pero sabiendo que no se me ocurría nada mejor.

Llamó al 091 desde el teléfono fijo de la cocina.

Escuché cómo explicaba al operador que creía haber visto entrar a un desconocido en el piso de su vecina, que ella acababa de llegar y que, por seguridad, la tenía en su casa. Dio la dirección, el número, el piso. Respondió con calma a las preguntas.

Colgó.

—Dicen que envían una patrulla en cuanto puedan —informó—. No prometen nada sobre el tiempo.

Miré el reloj de la pared.

21:37.

Cada minuto que pasara iba a parecer una hora.

Diego notó mi inquietud.

—Ven —dijo—. Quiero enseñarte algo.

Me llevó al salón.

En la esquina, junto al mueble de la tele, había una pequeña pantalla que no había visto nunca. Parecía un monitor de esos baratos de ordenador antiguo.

En la pantalla se veía el portal de nuestro edificio. Las puertas, los buzones, el tramo de escalera que subía al primer piso.

—¿Es… una cámara? —pregunté, sorprendida.

—Sí —admitió, un poco avergonzado—. La instalamos hace unos meses, después de lo de Teresa. Mucha gente no acude nunca a las reuniones de comunidad, pero luego se queja de que no hay seguridad. Así que los cuatro que siempre vamos decidimos entre todos poner esto. Solo graba la entrada. Nada más. —Se encogió de hombros—. No es ilegal. Lo consultamos.

Miré la pantalla, viendo mi propia bolsa de supermercado en el suelo, junto a la puerta, como prueba del momento en que Diego me había detenido.

—¿Se ve mi planta? —pregunté.

—No —negó—. Solo el portal. Lo de arriba… lo veo desde mi balcón, cuando salgo a fumar.

—No sabía que usted fumara —solté, como si ese detalle, en mitad de todo, fuera importante.

—Lo tenía dejado —dijo, con una sonrisa triste—. Lo retomé cuando se murió mi mujer. Hay cosas que se te pegan en las manos cuando falta alguien.

No supe qué contestar.

Nos quedamos un rato en silencio, mirando la pantalla, donde no pasaba nada.

Cada vez que oía el ruido de un coche en la calle, me tensaba.

Cada vez que se escuchaba un portazo lejano, mirábamos ambos al techo.

Pasaron diez minutos.

Quince.

Veinte.

La policía no llegaba.

Mi impaciencia, mezclada con el miedo, empezó a convertirse en irritación.

—No puedo más —dije al fin, levantándome del sofá—. Voy a subir.

Diego me cortó el paso.

—Ya hemos hablado de eso.

—Y también hemos hablado de que si tardaban más de lo razonable subiríamos aunque fuera al rellano —le recordé—. Ya son más de las diez. No pienso quedarme aquí sentada mientras alguien, sea quien sea, anda por mi casa.

Diego cerró los ojos un segundo, respirando hondo.

—Está bien —cedió—. Pero prometes que no entras. Escuchamos y bajamos. Eso es todo.

Asentí.

Mi corazón, sin embargo, ya estaba subiendo las escaleras a toda velocidad.

Diego cogió su móvil, sus llaves y una linterna pequeña que colgaba de un gancho en la cocina.

—Por si acaso se ha ido la luz en el pasillo —explicó, al ver mi mirada.

Salimos al rellano del tercero.

El portal estaba silencioso.

La bolsa de supermercado seguía donde había caído, junto a la puerta. El brik de leche se había volcado, pero no se había roto.

Diego levantó la bolsa con un gesto rápido y la dejó al lado de la puerta de su piso, como si ese simple acto sirviera para despejar la escena.

Subimos despacio.

Los pasos sobre el mármol sonaban demasiado fuertes a mis propios oídos.

En el primero no había nadie; en el segundo, tampoco.

Llegamos al tercero.

Mi puerta estaba tal como la había dejado esa tarde: la alfombrilla con el dibujo del gato en el suelo, el tiesto con la planta medio seca a un lado, el buzón con un folleto de pizza asomando.

Nada indicaba que alguien hubiera entrado.

Di un paso hacia la puerta.

Diego me sujetó del brazo.

—Espera —susurró.

Se agachó, acercó el oído a la madera.

Yo contuve la respiración.

Durante unos segundos, no se oyó nada.

Luego, un golpe seco.

Y una voz.

—¡Maldita sea!

Marcos.

Era la voz de Marcos.

Reconocería su manera de maldecir en cualquier lugar.

Se me hizo un nudo en la garganta.

—Es Marcos —dije en un suspiro—. Te dije…

—También puede ser un desconocido con la voz parecida —murmuró Diego—. No te fíes.

Pero antes de que pudiera detenerme, llamé a la puerta con los nudillos.

—¿Marcos? —dije, intentando que mi voz sonara firme—. ¿Qué estás haciendo en mi casa?

Se hizo un silencio al otro lado.

Luego se oyó el ruido de algo arrastrándose, pasos rápidos y el clic de la cerradura.

La puerta se abrió un resquicio.

La cara de Marcos apareció en la rendija.

Los ojos muy abiertos, el pelo revuelto, la barba de dos días.

—Laura —dijo—. ¿Qué haces…?

Entonces nos vio a los dos: a mí y a Diego, justo detrás, con la linterna en la mano.

Su expresión cambió de confusa a defensiva.

—¿Quién es este? —soltó, crispado—. ¿Ahora también te traes al vecino a las discusiones?

Noté cómo la tensión subía en mi cuerpo.

La discusión de aquella tarde, la que había empezado con algo pequeño y se había vuelto grave, se asomó a mis labios de nuevo.

—La pregunta —respondí, con frialdad que ni sabía que tenía—, es qué haces tú en mi casa, con las luces apagadas, después de entrar sin avisar.

Marcos frunció el ceño.

—Tengo llave —señaló—. No estoy “forzando” nada. Hemos discutido, sí, pero eso no significa que de repente sea un intruso. Quería hablar. Esperarte. Pero se me cayó el móvil detrás del sofá y… —miró hacia dentro—. Y se me atascó algo, por eso maldije.

Me fijé entonces en sus manos.

No tenían nada.

No había maletín, ni bolsa, ni flores, ni desayuno sorpresa.

Solo sus dedos largos, nerviosos.

Diego, detrás de mí, carraspeó.

—Señor —dijo—. La cuestión no es solo que tenga llave. Si la señorita no sabía que estaba aquí, que usted entrara a escondidas no es precisamente buena idea.

Marcos lo miró con desdén.

—No le he pedido su opinión —soltó—. Esto es entre Laura y yo.

—Lo siento —contestó Diego, sin amedrentarse—. Pero mientras viva pared con pared con Laura y vea a gente entrar a su casa a escondidas, también es asunto mío. Al menos hasta que ella diga lo contrario.

Noté, para mi propia sorpresa, una chispa de gratitud hacia él.

Marcos pareció notarlo también.

Nos miró a ambos, alternativamente.

—Vaya —sonrió, sin alegría—. Qué bonito. El vecino héroe. ¿No te da vergüenza que un señor mayor tenga que venir a protegerte de tu propio novio, Laura?

El tono despectivo, la forma en que remarcó “señor mayor”, me encendieron por dentro.

—Lo que me da vergüenza —repliqué— es tener que enterarme por mi vecino de que alguien ha entrado en mi casa mientras yo no estaba. Y da igual que seas tú, un desconocido o Papá Noel. No quiero eso. Menos todavía después de nuestra pelea de esta tarde.

Marcos rodó los ojos.

—Otra vez con lo mismo —resopló—. Dijiste cosas horribles y no te veo pidiendo perdón.

—Tú también —contesté con rapidez—. Dijiste que no sabías de qué podía ser capaz cuando te sacaba de quicio. Que eso no era una amenaza, solo una descripción, según tus propias palabras.

Diego nos miraba, oscilando la cabeza de uno a otro, como si siguiera un partido de tenis muy rápido.

—Quizá… —intentó intervenir—. Quizá no es el mejor lugar para reabrir esa discusión.

Tenía razón.

Pero Marcos y yo ya estábamos lanzados.

—Si piensas que iba a hacerte daño —dijo él, dolido y furioso a la vez—, entonces no me conoces en absoluto.

—Si piensas que entrar en mi casa a escondidas después de gritarme no es hacerme daño, entonces el que no me conoce eres tú —disparé.

La pelea se volvió aún más intensa, como si el pasillo se encogiera.

Noté que la voz se me quebraba, no solo de rabia, sino de miedo acumulado.

Marcos abrió la puerta del todo, dando un paso hacia el rellano.

—Solo quería arreglarlo —insistió—. Preparar algo de cenar, esperarte, explicarte lo que no supe decir antes. Pero al final me quedé ahí, sentado en el sofá, escuchando cada ruido, imaginando que no ibas a volver, que te ibas a ir con tu madre o con… —miró a Diego—. Con cualquiera.

Detrás de él, alcancé a ver el interior del piso.

La luz del salón estaba apagada.

En la mesa había un paquete de pasta, un paquete de velas, una botella de vino sin abrir.

En el sofá, la chaqueta de Marcos.

El lugar no estaba revuelto, no había señales de allanamiento ni de violencia. Solo la extraña quietud de alguien que ha estado esperando demasiado.

Mis hombros se relajaron un poco.

Diego también parecía menos tenso.

—Quizá lo hemos exagerado todos —murmuró, más para sí mismo que para nosotros.

Justo entonces sonó una sirena lejana.

Los tres nos quedamos inmóviles.

La sirena se acercó.

Se paró.

Primer piso.

Segundo.

Tercero.

Golpes en la puerta del portal.

Una voz.

—¡Policía! ¡Abran!

Marcos me miró.

—¿Has llamado a la policía? —preguntó, incrédulo.

—Diego —respondí.

El vecino levantó la mano, como quien admite una travesura.

—Lo hice antes de que Laura llegara —explicó—. Por si acaso.

Marcos soltó una maldición.

—Perfecto —dijo—. Ahora sí que nadie va a creer que yo solo estaba esperando tranquilamente a mi novia en su casa.

—Ex —lo corregí, sin pensarlo.

Él pestañeó.

—¿Qué?

—Ex —repetí, con un hilo de voz que, sin embargo, sonó más firme de lo que me sentí—. No quiero a alguien que confunde amor con aparecer de sorpresa en mi piso después de una pelea así, aunque sus intenciones fueran buenas en su cabeza.

Su boca se abrió y se cerró, buscando una réplica que no encontró.

Los pasos subiendo la escalera se acercaban.

Diego miró a uno y a otro.

—Lo mejor es que les contemos la verdad —dijo—. Toda. Incluida la parte en que quizá he exagerado, incluida la parte en que tú, Marcos, tuviste una idea… poco inteligente. Si no, cada uno se quedará con su versión y esto se convertirá en algo peor.

Por una vez, Marcos y yo estuvimos de acuerdo.

Cuando los dos agentes llegaron al rellano, nos encontraron a los tres allí: a mí, pálida y con las manos temblando; a Marcos, aún con la chaqueta en la mano; y a Diego, de pie entre nosotros, como un mediador improvisado.

La situación, que unas horas antes me habría parecido sacada de una novela mala, era ahora mi vida real.

Hablamos.

Diego contó lo que había visto desde el balcón: un hombre con gorra, entrando a mi piso con llaves y luces que se encendían y se apagaban.

Yo expliqué que acababa de llegar, que no esperaba a nadie, que vivía sola. Que, además, había tenido una discusión fuerte con Marcos y que no contaba con que estuviera en mi casa.

Marcos, después de un par de intentos de excusa, admitió que había sido una mala idea entrar sin avisar, ocultándose, y luego quedarse a oscuras “para pensar”.

—No hay delito como tal —dijo uno de los agentes, tras escuchar a todos—. No ha forzado la puerta, tiene copia de las llaves, ustedes eran pareja hasta hace nada… pero sí hay algo importante que quiero subrayar —miró directamente a Marcos—. Cuando alguien te dice que no se siente seguro con tu forma de actuar, tienes que escuchar. Y cuando terminas una relación, las llaves se devuelven. No se guardan “por si acaso”.

Tomé nota mentalmente de esas palabras.

No solo por Marcos.

También por mí.

Después de comprobar mi DNI, apuntar nuestros nombres y direcciones, y dejar una advertencia formal de esas que no constan como denuncia pero quedan registradas, los agentes se fueron.

El portal volvió a quedarse en silencio.

Marcos me miró, la cara cansada.

—¿Quieres que te devuelva las llaves ahora? —preguntó.

—Sí —respondí.

Me las puso en la mano.

El frío del metal me recorrió la piel.

—Lo siento —dijo entonces, por primera vez aquella noche con un tono que sonó sincero—. No solo por hoy. Por la discusión de esta tarde. Por todas las veces que te he hecho sentir pequeña. Sé que no es excusa, pero estoy empezando a entender que eso también es violencia, aunque no haya golpes.

No esperaba oír esa palabra de su boca.

Violencia.

Me sorprendió que la pronunciara.

Me sorprendió que, de repente, sonar a algo que no era únicamente una etiqueta extrema, sino una descripción concreta de mil momentos vividos.

—Yo también he dicho cosas que no debí —admití—. Pero eso no borra que… necesito espacio. Y seguridad. Y saber que, si te pido que no entres, no vas a hacerlo.

Marcos asintió.

—Te las mando por mensajero si algún día quieres tus libros de mi casa —intentó bromear, sin lograrlo—. De momento… mejor que no nos veamos.

Asentí.

Lo vimos bajar las escaleras, lento, con los hombros caídos.

Cuando la puerta del portal se cerró detrás de él, el silencio se hizo mucho más denso que cuando aún había un intruso hipotético en mi piso.

Me giré hacia Diego.

—Lo siento por haberle gritado —le dije—. Y gracias por haberme parado en el portal. Aunque al final no fuera un desconocido con malas intenciones.

Diego sonrió, cansado.

—Preferiría ser el vecino paranoico que un día no hace nada y se arrepiente toda la vida —respondió—. Y si con esto al menos hemos aclarado cosas… pues mira. Algo hemos ganado.

Me acompañó hasta mi puerta.

Abrí con cuidado, como si aún esperara encontrar a alguien escondido detrás del sofá.

La casa estaba igual que siempre.

La mesa con un poco de desorden, el sofá con el cojín hundido, la cocina esperando que guardara la compra.

Solo una cosa era diferente: la sensación.

Ya no era el refugio seguro de siempre.

Pero tampoco era un lugar invadido por un enemigo desconocido.

Era, más bien, un espacio en transición.

Como yo.

Antes de despedirse, Diego se apoyó en el marco de la puerta.

—Si alguna vez… —dudó—. Si alguna vez necesitas que alguien te escuche sin opinar, puedes tocar en mi puerta. No soy psicólogo, pero tengo años de oír historias en el bar del barrio —sonrió—. Y sé hacer café fuerte.

Reí por primera vez en todo el día.

—Lo tendré en cuenta —dije.

Cuando cerré la puerta, me quedé un instante apoyada en ella.

Pensé en todas las cosas que habían pasado en menos de una hora: el miedo, la sospecha, la discusión con Diego, la presencia de Marcos, la policía, las palabras “violencia” y “llaves” resonando en el pasillo.

Y pensé, también, en cómo a veces necesitamos que alguien desde fuera, aunque sea un vecino al que casi no conocemos, nos diga: “No entres ahí todavía. No es seguro”.

No solo en sentido literal.

Esa noche, antes de dormir, saqué del bolso el pequeño llavero en el que siempre llevaba dos llaves idénticas.

Solo una abría ya mi puerta.

La otra, la de Marcos, ahora era un trozo de metal inútil en mi mano.

La miré.

La dejé sobre la mesa.

Al día siguiente, la tiré a la caja de “cosas que ya no necesito” junto con un par de camisetas viejas, una taza rota y un montón de papeles atrasados.

Todavía me costaba dormir.

Todavía, a veces, al llegar al portal, miraba hacia el balcón de Diego, y a veces lo veía allí, regando las plantas o fumando en silencio. Nos saludábamos con un gesto de cabeza.

Con el tiempo, empecé a subir las escaleras un poco más ligera.

No solo porque ya no temiera encontrar a alguien inesperado dentro de mi casa, sino porque había aprendido algo que nadie me había enseñado:

Que a veces las discusiones que se vuelven realmente serias —las que nos sacuden, nos aterrorizan, nos ponen frente al espejo— son también las que nos empujan, por fin, a cerrar puertas que nunca debieron estar abiertas.

Y que, por muy ridículo que parezca, de vez en cuando un vecino que susurra “no vayas a casa” puede salvarte de seguir viviendo como si fuera normal tener miedo al girar tu propia llave.