Me corrió mi hijo; en mi primer día de chamba vi a una mujer hambrienta pidiendo limosna y todo explotó

Nunca pensé que la frase “esta ya no es tu casa” iba a salir de la boca de mi propio hijo.

Y menos un miércoles cualquiera, a media semana, con la olla de frijoles aún hirviendo y la tele prendida en las noticias de la noche. Pero así fue. Ricardo se paró frente a mí, con los brazos cruzados, la mirada dura que yo no le conocía de niño, y me lo soltó como si me estuviera diciendo que se había acabado el gas.

—Ya estuvo, jefa. No se puede seguir así. Consíguete otro lugar. Hoy duermes aquí, pero mañana… mañana ves.

Yo sentí que me arrancaban el piso. Treinta y ocho años antes lo había traído al mundo en el Issste de Zaragoza, sudando, gritando, con más miedo que fuerza, y ahora me estaba parando frente a la puerta como si fuera un cobrador de Coppel.

—¿Otro lugar? —alcancé a decir, con la voz torcida—. ¿Y con qué dinero, Ricardo? ¿Con el que me invento, o el que me mandan los ángeles?

Ricardo soltó un suspiro pesado. Detrás de él, en la cocina, su mujer, la desgraciada de Karla, se hacía la que lavaba trastes, pero traía la oreja parada.

—Yo te dije desde hace meses que te podías ir con tu hermana a Neza —dijo, sin voltear a verme—. Aquí apenas nos alcanza, suegra, la verdad.

Ella nunca me dijo “mamá”, aunque yo la metí a mi casa cuando se embarazó sin que sus papás supieran. Pero eso ya era historia vieja.

—¿Y Sofi? —pregunté, buscando con la mirada a mi nieta, mi luz, mi compañerita de tardes de novela. Tenía diez años y se llamaba Sofía por capricho mío, no por la Virgen.

—La niña está en su cuarto —aseguró Ricardo, como si eso resolviera algo—. Mañana la ves en la escuela si quieres. Pero ya es tiempo de que cada quien haga su vida, ma. Yo ya tengo familia. Tú ya hiciste tu chamba.

Su “tú ya hiciste tu chamba” me dolió más que todo lo demás. Como si ser madre fuera un trabajo con fecha de caducidad. Como si él no se hubiera comido mi juventud, mi paciencia, mis uñas, mis lágrimas. Como si no hubiera sido mi chamba levantarme a las cinco para ir a limpiar casas ajenas, llegar a las nueve de la noche a hacerle de cenar, enseñarle a leer con los catálogos de Avon.

No me gritó. No me insultó. Nada de eso. Lo dijo tranquilo, serio, convencido. Y eso fue lo peor, porque no había borrachera que culpar ni arranque de coraje que excusar. Era la fría decisión de que su madre estorbaba.

Esa noche dormí en el sillón. No tanto por obedecerlo, sino porque mi cuerpo no me daba para pelear. Al día siguiente, metí dos mudas de ropa en una bolsa de Soriana, mi cepillo de dientes, mis medicinas de la presión y la foto de Sofi vestida de pastora en la pastorela. Karla me miró desde la puerta como se mira al camión de la basura cuando ya se va.

—No se preocupe, suegra, yo cuido a la niña —dijo, con una sonrisa falsa—. Usted dedíquese a vivir su vida.

“Dedicarse a vivir su vida” a los sesenta y dos años, con las rodillas tronando y sin un peso ahorrado, suena a broma pesada.

Me fui a casa de mi comadre Marisela, en la colonia Doctores. Ella me consiguió un catre en el cuarto donde guarda sus cajas de Mary Kay.

—Qué poca madre de tu hijo —dijo, mientras me servía un café instantáneo—. Pero no te preocupes, Lucha, de peores nos hemos levantado, ¿o no?

Lo dijo con esa convicción que sólo tienen las amigas que te conocieron cuando vendías tortas afuera del metro. Me abrazó, me acomodó una cobija y al día siguiente, sin preguntarme si podía o quería, me llevó a la parroquia de la Sagrada Familia, a platicar con el padre Toño.

—Hay un señor del edificio de al lado que está buscando conserje —me explicó, como si me contara un chisme—. Limpieza, abrir las puertas, recibir paquetes. No pagan mucho, pero es algo. Y tú eres bien cumplida.

Yo siempre he sido de las que creen más en el trabajo que en los santos, pero ese día me persigné con ganas. Porque, aunque me dolía, tenía claro algo: yo no me iba a sentar a llorar a ver si mi hijo se arrepentía. La vida no se detiene porque te rompan el corazón. Y el corazón, así todo arrugado, aún necesita comer.


El edificio estaba en la colonia Roma, de esos que salieron en todas las noticias después del temblor del 17, porque a todos les daba miedo que se cayeran pero nadie se quería ir por no perder la renta vieja. Era una torre de siete pisos, fachada color crema, portón de fierro negro y un letrero que decía “PROHIBIDO VENDER DENTRO DEL EDIFICIO”.

El administrador, un señor bajito, gordito, de bigotito recortado, se llamaba Don Manuel.

—¿Usted es la recomendada por el padre Toño? —me preguntó, viéndome de arriba abajo como si quisiera adivinar si me iba a robar las escobas.

—Sí, señor —contesté—. Me llamo Guadalupe, pero todos me dicen Lupita. O Lucha.

Don Manuel revisó mi credencial de elector, me hizo firmar un papel de “contrato de prueba” y me explicó mis responsabilidades con una precisión militar.

—Aquí se barre diario la entrada, se lava el piso de la planta baja lunes, miércoles y viernes, se saca la basura de todos los pisos a las nueve en punto para cuando pase el camión, se le abre la puerta a los inquilinos, pero a nadie que venga a vender o a pedir limosna, ¿queda claro? Porque luego se llena esto de vagos.

Asentí.

—También se cuida que no se metan los de las motos a dejar pedidos de Rappi hasta la puerta, se quedan en recepción —siguió—. Y muy importante: nada de familiares viviendo aquí. El cuartito de conserje es chiquito, pero es para usted sola. No quiero luego problemas de que se le mete medio barrio.

Sentí que algo se me apachurraba adentro. Tenía la idea, mínima, de que quizá podría traerme a Sofi algún fin de semana, que durmiera conmigo, que remedáramos un poquito esa vida de antes. Con esa condición, hasta eso se esfumaba.

—Entendido —murmuré.

—Le doy dos mil quinientos a la quincena, sin prestaciones —remató—. Aquí nadie tiene Infonavit ni Seguro. Eso es para los de traje. ¿Le entra o no?

No era un sueldo, era una limosna. Pero era limosna con techo. Y, en ese momento, el techo me urgía más que la dignidad.

—Le entro, Don Manuel —dije.

Me entregó una escoba, un trapeador, un manojo de llaves y mi nueva realidad.


El cuartito de conserje estaba al fondo del estacionamiento, junto al cuarto de la basura. Tenía una cama individual con colchón flaco, un lavamanos con espejo picado, una cocineta de dos parrillas y una ventana chiquita que daba a la pared del edificio de al lado. Para mí, que la noche anterior había dormido en un catre rodeada de cajas rosa, era casi un lujo.

El primer día fue una coreografía de puertas que se abrían y se cerraban. Una señora mayor que bajaba cada dos horas a preguntar si no había llegado “un paquete de Amazon”. Un chavo flaco, con lentes, que me pidió que le recibiera unas pizzas “porque está cañón trabajar desde casa sin comida”. Una pareja de recién casados que discutía bajito en el elevador porque él quería ir a la boda de su primo y ella prefería quedarse viendo series.

—Al menos aquí la gente se pelea por cosas fresas —me dije a mí misma—. No porque los corran de su casa.

A medio día, mis rodillas ya se quejaban y mi estómago hacía ruido. Me fui a la cocineta, me preparé unos taquitos de frijol con queso que había traído en un tupper y me senté en el banquito junto a la ventana chiquita. Mientras masticaba, oí un ruido afuera: un murmullo, una voz ronca, un quejido.

Me asomé por la reja del estacionamiento.

En la banqueta, pegada a la pared, había una mujer.

Era flaca, pero no de gimnasio. Flaca de hambre. La piel pegada a los huesos, el pelo enmarañado, las manos temblando. Tenía un vestido de flores desteñido, un suéter verde lleno de bolitas y unos huaraches a punto de romperse. En la esquina de la bolsa que traía, de esas reutilizables del súper, se asomaba una libreta escolar con la portada arrancada.

Estaba sentada en el suelo, recargada contra la pared, con las piernas recogidas. Su mirada vagaba, pero se detenía cada vez que pasaba alguien. Levantaba la mano y murmuraba:

—¿No me regala un taco, señor? ¿Un pedacito de pan? Lo que sea… llevo dos días sin comer bien.

La gente pasaba de largo. La Roma ya no es lo que era. Antes, los vecinos se conocían, los viejitos salían a regar sus plantitas, las señoras se prestaban el azúcar. Ahora hay más cafeterías que verdulerías, más extranjeros que mexicanos, y una señora pidiendo comida es parte del paisaje, como la señora que vende chicles en el semáforo.

Sentí un latigazo en el pecho. Qué cosa más fea que ver el hambre en los ojos de otro cuando tú traes un taco a medio comer en la mano.

Recordé lo que había dicho Don Manuel: “Nada de dejar entrar a los que piden limosna”. Y también recordé las noches que pasé en la vecindad decidiendo entre comprar un kilo de tortillas o recargar el gas.

Me bajé del banquito, agarré un par de tortillas de mi plato y las saqué envueltas en una servilleta, junto con un pedazo de queso fresco.

—Oiga —le hablé, desde la reja—. Venga.

La mujer levantó la vista, con trabajo, como si le costara levantar el cuello.

—No traigo dinero, señorita —susurró—. Lo que tenga…

—No le estoy vendiendo nada —respondí—. Tenga, son unos taquitos. No es mucho, pero algo le quita el hambre.

Sus ojos se llenaron de lágrimas. Se acercó despacio, como si tuviera miedo de que yo me arrepintiera, y tomó la comida con ambas manos.

—Dios se lo pague, de veras —dijo—. Yo me llamo Rosa. Ya no le voy a molestar, de veras. Ya con esto aguanto un rato.

—No es molestia —alcancé a decir.

La vi alejarse hacia la esquina, comiéndose los taquitos como si fueran el banquete de Navidad de un presidente.

Cuando regresé a la cocineta, mis tortillas me supieron distintas. A culpa. A impotencia. A coraje. Me apuré a comer para volver a la escoba, pero las palabras de Don Manuel me rondaban.

No tardó en enterarse.


—Lupita, venga tantito.

Eran las cuatro de la tarde y yo estaba sacando la basura del tercer piso, bajando una bolsa hedionda de pañales que olía a demonio. Don Manuel me llamó desde el vestíbulo, con una ceja levantada.

—¿Qué pasó, Don Manuel? —pregunté, limpiándome el sudor de la frente con el dorso de la mano.

—¿Usted le dio comida a una señora allá afuera? —preguntó, directo, como quien pregunta si mataste a alguien.

Sentí un cosquilleo en el cuello. Alguien había ido con el chisme.

—Pues… traía hambre, pobre —admití—. Nomás le di un taco, no la metí al edificio.

Don Manuel suspiró como si yo hubiera confesado que escondí un cadáver en el cuarto de basura.

—Le dije desde el principio: nada de andar tratando a los pordioseros como si fueran inquilinos —regañó—. Luego se corre la voz y esto se llena de ese tipo de gente. Y los señores del cuarto piso ya vinieron a quejarse. Que qué poca que la conserje anda hablando con la gente de la calle. Que para eso pagan administración. ¿Quiere que me armen un escándalo?

Su enojo no venía de la compasión. Venía del miedo a un grupo de WhatsApp.

—Sólo fue comida, Don Manuel —intenté defenderme—. Ni siquiera entró. Y si la vio la señora del cuatro, pues qué bueno, a ver si también se anima a darle algo. No le quité nada a nadie. Fue de mi plato.

—Pues de su plato haga lo que quiera en su casa —replicó—. Pero aquí no. Este es un edificio decente. No le demos confianza a la gente equivocada.

“Gente equivocada”. Como si la necesidad fuera un delito.

Apreté la bolsa de pañales, para no apretar su cuello.

—Entendido —dije, tragándome un “decenters” que no iba a servir de nada.

—Esta es su primera llamada de atención, Lupita —advirtió—. Y en periodo de prueba. No me obligue a buscar a alguien más, ¿eh? Porque luego vienen a llorar. Y aquí, la verdad, llora menos el que cobra.

Asentí, sin decir nada más. Me conocía lo suficiente para saber que, si abría la boca, lo iba a mandar al carajo, y yo necesitaba el techo más que el gusto de mentarle la madre.

Esa noche, desde la ventanita del cuartito, vi a Rosa dormir en un portalón frente al edificio. Se acurrucó con su bolsa de mandado como almohada. Me mordí las uñas hasta quedarme sin orillas.


Los días siguientes, Rosa se convirtió en un fantasma frente al edificio. Algunos días estaba, otros no. A veces se sentaba, otras caminaba de un lado a otro, como esperando algo que nunca llegaba. Se le veía cada vez más flaca. Su suéter verde empezó a oler a una mezcla de sudor, calle y tristeza.

Yo la veía, pero hacía como que no. Las palabras de Don Manuel sonaban en mi cabeza como reggaetón pegajoso. “Nada de darle confianza a la gente equivocada”. Y sin embargo, cada vez que me comía mi lonche y la veía ahí, se me revolvía el estómago.

Un martes, a la hora de la comida, me encontré a Yadira, la señora que hacía limpieza en los departamentos tipo Airbnb de la planta baja. Era de Ecatepec, morenita, con trenzas y manos que no paraban.

—¿Ya viste a la flaquita que se pone allá afuera? —me dijo, mientras nos tomábamos un café de la máquina.

—¿A Rosa? —pregunté, sorprendida.

—¿Así se llama? —Yadira se encogió de hombros—. Yo nomás sé que de vez en cuando le doy un bolillo. El admin ya me vio feo, pero mira, que me diga algo. Yo vengo de abajo. Sé lo que es aguantar hambre.

Me cayó en el corazón su frase. “Yo vengo de abajo”. Como si hubiera arriba, pero una ya supiera que nunca va a llegar.

—Don Manuel ya me regañó por lo mismo —le conté—. Dice que luego se llena esto de vagos.

Yadira hizo una mueca.

—Vagos los de la moto que dejan la basura por todos lados —se quejó—. Esa señora lo que menos se ve es vaga. Se ve derrotada. Yo he visto vagos con más brillo en los ojos.

Nos reímos, amarga.

Ese día, en la tarde, cuando Rosa se acercó a pedir, con voz rota, yo me limité a asentir con la cabeza a lo lejos, sin sacar nada. Ella me devolvió el gesto, con una sonrisa triste.

Así estuvimos una semana. Dos semanas. Tres.

Hasta que un día, todo se fue al carajo.


Era viernes. Viernes de quincena, que se siente diferente en la ciudad. La gente trae más bolsas, las taquerías huelen más, los taxis se pelean más pasaje. Yo había ido al Oxxo de la esquina a recargar mi celular y comprarme unas galletas Marías porque traía antojo.

Al regresar, vi un cuadro que me encendió la sangre.

Rosa estaba en la banqueta, hincada, con las manos en alto, como cuando uno se confiesa. Frente a ella, un tipo grande, con camisa entallada, lentes y cara de la Roma de toda la vida, le estaba gritando.

—Ya te dije que no te quiero ver aquí —vociferaba—. ¡Lárgate a otra esquina! Siempre estás aquí tirada, dando mala imagen. Aquí vivimos personas, no animales.

La palabra “animales” me hizo apretar la bolsa de galletas.

En la puerta del edificio, Don Manuel y la señora del cuarto piso, la que siempre olía a perfume caro y decía “osea” cada tres palabras, miraban la escena con cara de “por fin alguien hace algo”.

—Señor… nomás pido algo de comer… —balbuceó Rosa—. No le hago daño a nadie…

El tipo dio un paso más.

—¿Tú sabes cuánto pago de renta? —le gritó, acercándose—. ¿Sabes lo que cuesta vivir aquí? No es para que una pinche vieja se esté muriendo de hambre en la puerta. Vete a tu rancho. Aquí no.

Le aventó una moneda de cinco pesos que rebotó en el piso.

No sé qué demonio se me metió. Tal vez el mismo que me hizo parir joven y sola. Tal vez el de mi propia hambre tantas veces callada. Tal vez el de pensar en cómo vería Sofi esa escena si estuviera ahí.

Crucé la reja del estacionamiento sin pensarlo y me planté entre el tipo y Rosa.

—Bájale, joven —le solté—. No es necesario que le grite así.

El tipo se detuvo, sorprendido de que alguien se interpusiera.

—¿Y tú quién eres? —me soltó, con desprecio.

—La conserje —respondí, alzando la barbilla—. Y también soy una señora que no piensa quedarse callada mientras le hablas así a otra señora. Si tanto te molesta verla, deja de verla. Pero no la humilles.

Se escuchó un murmullo. Algunas ventanas se abrieron. A la gente le encanta el espectáculo.

Don Manuel, en la puerta, se llevó la mano a la frente.

—Lupita, métase —ordenó—. Esto no es asunto suyo.

—Claro que es asunto mío —repliqué—. Porque pasa frente a mí. Porque si a esta señora la tratan así, mañana a cualquiera de nosotras nos toca. ¿O ya se le olvidó cuando corrieron a su hermana de la casa de su patrón por agarrar un pan?

Don Manuel se puso rojo como jitomate.

El tipo de la camisa entallada se rió, una risa sin gracia.

—Ay, ya, doñita —dijo—. Hágase para allá. Esto es entre ella y la administración del edificio.

Rosa me miró desde el suelo, con vergüenza y miedo.

—No quiero problemas, señora —susurró—. Ahorita me voy…

Le temblaba el labio. Detrás de ella, pegado a la pared, vi algo que no había visto antes: un niño. Delgadito, con ojos enormes, escondido como sombra. No tendría más de ocho años.

La sangre se me heló.

—¿Tiene hijo? —pregunté, tonta, como si no lo estuviera viendo.

—Sí —dijo, sin voltear—. Se llama Pedrito. No me gusta que me vea… así.

El tipo aprovechó mi desconcierto.

—¿Ya escuchó? —gritó—. Hasta trae chamaco. ¿Qué ejemplo le da? Mejor que lo lleve al DIF. Allí al menos no aprende a estar de limosnero.

No aguanté.

—Mejor lo llevamos contigo —dije—. A ver si aprende a ser arrogante y culero por si se le antoja vivir en la Roma.

Se escuchó un “uuuy” desde una ventana.

El tipo se puso tieso.

—¿Qué dijo? —me clavó la mirada.

—Que no tiene por qué tratarla como basura —repetí—. Usted no sabe qué historia trae. Y aunque fuera la peor, sigue siendo persona.

—Personas somos los que trabajamos —escupió—. Los que pagamos impuestos. Los que no estamos tirados en la banqueta esperando que nos solucionen la vida.

Quise reírme en su cara. “Los que trabajamos”. Como si él supiera lo que era barrer escaleras con rodillas artríticas.

—Ella también trabaja —dije—. Sólo que en la chamba más cabrona de todas: sobrevivir cuando todo está en tu contra.

Don Manuel bajó las escaleras, sudando.

—Lupita, entra ahorita mismo —insistió, entre dientes—. Si no, no respondo.

La señora del cuarto piso sacó el celular. Podía ver cómo nos grababa.

La cosa se estaba saliendo de control.

—¿Qué va a hacer, Don Manuel? ¿Correrme por no dejar que humillen a una mujer? —lo reté.

Su mirada me dijo “sí” antes de que abriera la boca.

—Está despedida, Lupita —soltó, con una frialdad que me recordó a la de Ricardo—. Agarre sus cosas y lárguese. Y no quiero volverla a ver dando albergue ni comida a ningún vago. Ni allá ni en ningún edificio donde yo la recomiende.

—¡Qué poco, Manuel! —se oyó la voz de Yadira, que había salido con una bolsa de basura en la mano—. ¿La vas a correr por tener corazón? ¡Tú sí eres cabrón!

Los vecinos se asomaban más. Unos grababan. Otros murmuraban. El tipo de la camisa cruzó los brazos, satisfecho.

—Ya ve, señora —dijo—. Por su culpa la señora se quedó sin chamba.

Rosa se levantó de golpe, agarrando a Pedrito del brazo.

—No, no, no —lloró—. Yo no quería… Yo nomás… No quiero que la corran por mi culpa…

Su desesperación me rompió algo adentro.

En otro tiempo, quizá me habría puesto a suplicarle a Don Manuel. A decirle que Sofi, que mi edad, que mi necesidad. Pero en ese momento, la humillación de Rosa era más grande que mi miedo.

—No me corre por usted —le dije, mirándola a los ojos—. Me corre porque le estorba vernos. A usted en la banqueta, a mí con escoba. Pero un día nos va a ver desde abajo y se va a acordar de esto.

Me di la vuelta, entré al edificio, caminé hasta el cuartito y, con manos temblorosas, agarré mi bolsa de Soriana, mis dos mudas de ropa, mi foto de Sofi y mis tupper. Cuando salí, Yadira estaba en la recepción, con los ojos llenos de lágrimas.

—Si quieres, yo me voy también —me dijo—. Pa’ que vea.

—No, mana —le dije, agotada—. Tú qué culpa. Tú tienes chamacos chicos. Quédate el tiempo que puedas. Uno menos con sueldo no les sirve de nada.

Rosa seguía en la banqueta, abrazando a Pedrito, como si quisiera hacerlo invisible.

Pasé frente a ella, con la bolsa al hombro.

—Gracias, señora —susurró—. Por defenderme. Por darme tacos.

—No me dé las gracias, Rosa —respondí—. Nomás no se deje morir. Por usted. Por su niño.

Caminé sin voltear atrás. Sabía que la Roma se seguiría llenando de cafés y de señores que se quejan de las banquetas sucias. Y que yo, otra vez, no tenía casa.


No llegué a casa de mi comadre. Me fui directo a la iglesia.

El padre Toño estaba terminando de dar misa de siete, el templo aún olía a incienso y a veladoras apagadas. Me senté en la última banca, con la bolsa de Soriana a mis pies y el alma hecha trizas. Cuando terminó el “pueden irse en paz”, me acerqué.

—Padre —dije, con la voz gastada—. Me corrieron de la chamba que usted me consiguió.

Sus ojos, que ya son viejos, se llenaron de preocupación.

—¿Qué pasó, Lupita? —preguntó.

—Defendí a una señora de la calle —resumí—. Al administrador no le gustó.

El padre se sobó la frente.

—Mira nomás —murmuró—. Uno tratando de ayudar y los demás… Pero no te preocupes. Dios cuando cierra una puerta abre una ventana.

Ya estaba harta de la frase. Dios parecía más arquitecto que misericordioso.

—Pues dígale a Dios que ya se le están acabando las ventanas —solté, más ruda de lo que planeaba.

El padre Toño no se ofendió. Es buena gente.

—¿Tienes dónde dormir hoy? —preguntó.

—En casa de mi comadre —respondí—. Pero no quiero llegar otra vez con la cola entre las patas. Ya me da pena.

El padre Toño se quedó pensando, como quien busca en una agenda mental.

—Hay una casa hogar para señoras mayores en Iztacalco —dijo—. No es el Hilton, pero es digna. Podrías ir, por mientras. Y también te puedo poner con unas monjitas que necesitan ayuda en una cocina económica. Pagan poquito, pero dan de comer.

“Casa hogar”.

Jamás me había imaginado en una. En mi cabeza, eran lugares tristes donde dejan a las viejitas que ya no reconocen a nadie. Yo conocía bien a todos los que me habían fallado.

—Lo voy a pensar, padre —murmuré.

—Hazlo rápido —aconsejó—. Y no estás sola, Lupita. No vuelvas a dejar que un hombre te haga creer eso. Ni tu hijo, ni ningún patrón.

Sus palabras me punzaron como aguja.

Al salir de la iglesia, vi, sentada en la escalinata, a Rosa.

Traía el mismo vestido de flores, el mismo suéter verde, pero ahora su pelo estaba mojado, como si se hubiera lavado en alguna llave pública. A su lado, Pedrito dormía enroscado, usando la bolsa de mandado como almohada. Tenían una bolsa de pan bimbo medio empezada.

—¿Qué hace aquí? —pregunté, sorprendida.

Rosa levantó la vista, como si la hubieran despertado.

—Me dijeron que aquí daban comida a veces —susurró—. Pero llegué tarde. Ya se acabó. No se preocupe, señora, yo me acomodo con lo que hay.

Su resignación me dio más coraje que su hambre.

—¿De dónde es usted, Rosa? —pregunté, sentándome a su lado.

—De Michoacán —dijo—. Del lado de Apatzingán. Allá… se puso feo. Mi viejo se metió con los equivocados. Un día no regresó. Luego empezaron a decir que yo también “sabía cosas”. Me vine para acá con Pedrito, pero… pues aquí lo que hay es calle y más calle. He trabajado en fondas, pero cuando se enteran que no tengo papeles… digo, acta, que la perdí, no me quieren dar de alta. Y pues… cuando no hay chamba, hay banqueta.

La voz se le quebró.

—A veces pienso en regresarme —confesó—. Pero allá no sé qué me espera. Aquí al menos me insulta gente que no me conoce.

Su lógica era impecable y triste.

—¿No tiene familia? —quise saber.

Rosa hizo una mueca rara.

—Tenía una hermana —dijo—. Pero desde que me fui con mi marido, dejó de hablarme. Decía que lo elegí a él en lugar de a ella. Y luego… pues ya me dio pena. La vergüenza pesa más que la distancia, ¿sabe?

La frase me atravesó.

“La vergüenza pesa más que la distancia”.

Pensé en Ricardo. En cómo yo también, a pesar de todo, no me atrevía a marcarle. No por orgullo, sino por vergüenza. Porque me había corrido, sí, y yo… yo no había peleado más. Había agarrado mi bolsa y me había ido.

—Yo también tengo un hijo —le dije a Rosa—. Vive en Pantitlán. Me corrió de su casa. Dice que ya hice mi vida y ahora tengo que hacer otra. Como si una fuera gato.

Rosa se rió, un sonido seco.

—Pues ni que una fuera tele con garantía —dijo—. Pero así son. Uno los carga nueve meses, los cuida, los cura, y luego… ellos deciden cuándo se acaba la relación.

Nos quedamos un rato en silencio, viendo pasar a la gente que salía de la iglesia con cara de domingo.

—¿Y si vamos juntas a buscar chamba? —solté, sin pensar—. Usted en cocina, yo en limpieza. Somos paquete.

Rosa me miró, con una mezcla de esperanza y miedo.

—¿Quién nos va a agarrar, señora? —preguntó—. Usted ya vio cómo se ponen. Yo huelo a calle, usted ya tiene edad. Aquí quieren puras muchachitas que puedan con los trancasos.

—Mientras podamos con la cubeta, no importa la muchachita —dije—. Y si no nos agarran… pues, por lo menos intentamos otra cosa antes de acostarnos en la banqueta.

Rosa asintió despacio.

—Gracias —murmuró—. No sé por qué me ayuda tanto. Ni me conoce.

Le iba a decir que la ayudaba porque me recordaba a mí. Pero la verdad era otra: la ayudaba porque, si no lo hacía, sentía que me estaba fallando a mí misma. Que estaba dejando que el hijo, el patrón, el mundo, me convirtieran en alguien que se hace de la vista gorda.

—A lo mejor no te conozco —respondí—. Pero conozco el hambre.


No fue fácil, pero conseguimos algo.

Las monjitas de la casa hogar en Iztacalco tenían también una cocina económica en la esquina, a la que le decían “La Providencia”. Ahí daban desayunos baratos a los trabajadores de la zona: albañiles, gente de oficinas, jóvenes con mochilas.

—Nos hace falta alguien que lave trastes y alguien que pique verduras —dijo la hermana Luz, una chaparrita de mirada aguda—. No pagamos mucho, pero aquí nadie se va con el estómago vacío.

—Nosotras —dije, señalando a Rosa y a mí—. Somos un combo sobrado.

La hermana Luz nos sonrió, medio con ternura, medio con resignación ante el tamaño del mundo.

—Ándale pues —aceptó—. Pero nada de meter a los niños a la cocina. Es peligroso. ¿Dónde va a estar el suyo, Rosa?

Rosa apretó la mano de Pedrito.

—Yo cuido a Pedrito —intervine—. Que Rosa se meta a la cocina. Yo lavo piso, lavo traste y cuido chamaco. No se me caen.

La hermana me miró, calculadora.

—Nomás porque me caen bien —dijo al fin—. Pero si veo al chamaco cerca de la estufa, las corro a las dos, ¿eh?

—Sí, hermana —respondimos al unísono.

Así, sin más trámite, la banqueta dejó de ser el único plan. Rosa se metió a la cocina a practicar sus manos de fonda; yo me puse el mandil y empecé a lavar trastes como si fueran pecados.

No ganábamos mucho, pero el simple hecho de tener un lugar donde estar, de no sentir el frío del asfalto en las nalgas, ya era algo.

Por las tardes, cuando cerrábamos, yo me iba a casa de mi comadre; Rosa se quedaba en la casa hogar, esperando a que hubiera lugar para ella y Pedrito. Todo estaba en trámite, como todo lo importante en México.

Una noche, mientras lavaba el último plato, mi celular vibró en el mandil.

Era un número conocido.

El de Ricardo.

Se me fue el aire. Mis manos escurrían jabón; se me resbaló el plato y estuvo a punto de caerse.

—¿Bueno? —contesté, con la voz más firme que pude.

—Ma… —del otro lado, la voz de mi hijo sonó distinta. Más gastada, más adulta, más quebrada—. ¿Se puede hablar?

Silencio.

Rosa, que estaba secando cubiertos, me miró con curiosidad.

—¿Qué quieres, Ricardo? —pregunté, fría, sujetando el trapo con fuerza.

—Nos enteramos por Facebook que te corrieron del edificio —soltó, sin rodeos—. Karla vio un video. Que según tú te hiciste de palabras con un vecino por una indigente.

Casi pude ver a mi nuera, con el celular en la mano, viendo los comentarios llenos de clasismo.

—¿Y qué? —dije—. ¿Veniste a regañarme también?

Ricardo guardó silencio unos segundos.

—No —dijo al fin—. Vine a… no sé ni a qué vine. Nomás a decirte que… me siento mal, ma.

Me recargué en la tarja. Rosa hizo como que no escuchaba, pero se acercó tantito.

—¿Mal por qué? —inquirí—. ¿Porque ahora te toca lavar tu ropa? ¿Porque Karla no sabe hacer frijoles como yo?

Ricardo soltó un sonido entre risa y llanto.

—Por haberla sacado de la casa así —confesó—. No sé… Me calientes, Karla y yo nos peleamos, luego me arrepentí, pero… ya la había dejado ir. Lo vi en el video, ma. La vi ahí, defendiendo a esa señora. Y me acordé cuando defendió a la vecina de mi papá. ¿Se acuerda? Cuando la estaba golpeando.

Me sorprendió que recordara eso. Era un recuerdo que yo misma trataba de enterrar.

—Me acordé que usted siempre se mete donde ve injusticia —continuó—. Y que por eso estuvo sola mucho tiempo. Y… no sé. Nomás quiero saber si está bien. Si tiene dónde dormir. Si ha comido.

Algo se rompió. No en mí. En él.

—Estoy bien —mentí—. Tengo techo, tengo chamba. Y comida no me falta. Usted no se apure.

—¿Y Sofía? —pregunté entonces, la pregunta que había estado mordiéndome el corazón desde que crucé la puerta de su casa con mi bolsa.

Ricardo tardó en responder.

—Sofi está bien —dijo—. La extraño… menos que a usted.

La sinceridad brutal de mi hijo me hizo reír entre lágrimas.

—Pues yo la extraño a ella más que a usted —respondí.

Nos quedamos en silencio. Había tanto que decir, tanto resentimiento, tanta culpa, que ninguna de las dos sabíamos por dónde empezar.

—Ma… —dijo él, al fin—. ¿Podemos vernos? Nomás usted y yo. Sin Karla. Sin Sofi. Nomás para… no sé. Tomarnos un café.

Volteé a ver a Rosa. Sus ojos curiosos parecían decirme: “La vergüenza pesa más que la distancia”.

Respiré hondo.

—Mañana salgo a las seis —dije—. Hay una cafetería frente a la iglesia. Ahí.

—Ahí estaré —prometió.

Colgué, con el corazón en la garganta.

—¿Era su hijo? —preguntó Rosa, con una sonrisa tímida.

Asentí.

—También tiene hambre —dije—. De perdón.


Al día siguiente, llegué a la cafetería con las manos más sudadas que en mi primer parto. Era un lugar sencillo, con mesas de plástico y fotos viejas de la colonia en las paredes. Me senté junto a la ventana, con la bolsa de Soriana a mis pies, como siempre.

Ricardo llegó diez minutos tarde. Traía la barba crecida, la camisa arrugada. Tenía ojeras. Ya no era el niño que llevaba de la mano al kínder. Era un hombre, con todas las contradicciones.

Se sentó frente a mí, pidió un café americano y me miró como si dudara de que yo fuera real.

—Te ves más vieja —soltó, torpe.

—Tú también —respondí.

Nos reímos los dos. El hielo se rompió un centímetro.

—Ma… —empezó—. Perdóname.

Las palabras que Rosa decía que nadie le había dicho nunca salieron de la boca de mi hijo.

—Perdóname por haberte corrido así —continuó—. Por haberte tratado como mueble. Me llené la cabeza de cosas. Karla me decía que ya era hora de “vivir nuestra vida”, que usted nos hacía la casa más pequeña, que Sofi se hacía floja porque usted le hacía todo… Y yo… en lugar de decir “ma, vamos a hablarlo”, exploté. Como mi papá.

Que él mismo se comparara con su papá me dolió y me alivió.

—No eres tu papá —dije—. Él se fue y nunca regresó. Tú todavía estás aquí, sentado conmigo.

Ricardo bajó la mirada.

—Cuando Karla me enseñó el video de usted con la indigente —siguió—, me dijo: “¿Ves? Tu mamá siempre defiende a los que no son su familia, pero a nosotros nos trata de otra manera”. Y yo le dije que no. Que usted siempre fue igual con todos. Que decía lo que pensaba, para bien o para mal. Y me cayó el veinte de que… de que la había corrido por eso mismo. Porque me incomodaba que usted me dijera la verdad.

Respiré hondo.

—¿Y ahora vienes a que te diga otra? —pregunté, con una sonrisa cansada.

—Vengo a que me diga si… si hay chance de arreglar algo —dijo—. No la estoy pidiendo de regreso a la casa, ma. Sé que eso… ya no se puede. Pero… no quiero que mis hijos crezcan sin saber quién es su abuela. Y no quiero seguir cargando con esto.

La palabra “hijos” en plural me asaltó.

—¿Hijos? —pregunté, desconcertada.

—Karla está embarazada —confesó—. Tres meses.

Me tardé en digerirlo.

Había una parte de mí, pequeña pero real, que quería gritarle que se jodiera. Que se ahogara en su culpa y su café. Pero había otra, la que Rosa había despertado, que sabía que la vergüenza pesa más que la distancia. Que, si yo me negaba a verlo, iba a arrastrar esa decisión hasta la tumba.

—Yo también tengo algo que decirte —dije, enderezándome en la silla.

Ricardo me miró, expectante.

—La vida me ha hecho más dura —admití—. Me corrieron del edificio por defender a una mujer que pedía comida. Me dio coraje, sí. Pero también me di cuenta de que, aunque pasen los años, aunque me corran de casas y trabajos, hay cosas de mí que no quiero cambiar. Una de ellas es que no me voy a quedar callada cuando vea injusticia. Ni con desconocidos, ni con usted.

Ricardo bajó la cabeza, asintiendo.

—Entonces —continué—. Si quieres que volvamos a vernos, que conviva con mis nietos, que exista algo… tiene que ser con respeto. Ya no soy la mamá que te soporta todo. Soy una señora que se defiende. Si Karla me falta al respeto, se lo voy a decir. Si tú me quieres sacar otra vez, te voy a decir que te vayas tú. Y si no les parece, me voy. Pero no más escándalos de media noche, ¿eh?

Ricardo se rió, con lágrimas en los ojos.

—Trato hecho —dijo—. Y prometo que, si un día me pongo pendejo otra vez, usted me ponga un cachetadón. Como antes.

—Antes no te lo ponía —dije—. Te ponía a lavar el baño.

—Eso sirve más —admitió.

Nos reímos. Por primera vez desde que me corrió, reímos sin amargura.

—¿Y Sofi? —pregunté, en voz baja.

—Sofi te extraña, ma —admitió—. No te lo dije antes por orgullo. Pero me pregunta por ti. Quiere saber por qué ya no vienes. Le dije… que se había ido un tiempo. No le dije que la corrí. No quise que me viera como monstruo.

—Monstruos somos todos un poquito —dije—. Pero nomás si nos dejamos.

Ricardo tomó café, se limpió la boca con la servilleta y me miró con algo parecido a la admiración que tenía de niño cuando le quitaba el miedo a la oscuridad.

—Gracias por contestar, ma —dijo—. Y por no mandarme al carajo cuando viste mi número.

—Lo pensé —confesé—. Pero una amiga me dijo que la vergüenza pesa más que la distancia.

—Tiene razón su amiga —admitió.

Nos quedamos un rato más, hablando de cosas menos pesadas: de los precios del súper, del salario mínimo, de las noticias del país. Nos despedimos con un abrazo raro, tieso, pero abrazo al fin.

Al salir de la cafetería, vi, del otro lado de la calle, a Rosa y a Pedrito, sentados en la banqueta, comiéndose un lonche envuelto en papel aluminio. Cuando me vieron, levantaron la mano, saludando.

—¿Quiénes son? —preguntó Ricardo.

—Amigos —respondí—. Gente que se gana la vida, igual que nosotros.

Ricardo dudó un segundo, luego levantó la mano y también saludó.

Fue un gesto pequeño, pero para mí significó mucho.


Esa noche, en la casa hogar, mientras Rosa y yo doblábamos servilletas, le conté que había visto a mi hijo.

—¿Y qué tal? —preguntó, curiosa.

—Humano —dije—. Con hambre de perdón.

Rosa regresó la frase.

—¿Y usted? ¿Se siente mejor? —insistió.

Pensé en la banqueta, en el grito del tipo de la camisa, en Don Manuel, en el video en Facebook, en el padre Toño, en la palabra “casa” que se resiste a tener dueño.

—No sé si mejor —admití—. Pero sí más… yo.

Rosa sonrió.

—Eso es algo —dijo—. Yo, por ejemplo, hoy no pedí en la calle. Trabajé. Y mi hijo comió arroz con huevo. Para nosotras, eso es triunfo.

Nos miramos, cómplices de una guerra que no sale en las noticias. Brindamos con nuestras tazas de té de canela, como si fuera champagne.

—Por nuestros triunfos que parecen poco pero son mucho —dije.

—Y por no dejar de ser quien somos, aunque nos corran o nos griten —añadió ella.

Chocamos las tazas. El sonido fue suave, como campanita.

En la cama, antes de dormir, miré a la ventana del cuartito de la casa hogar. No era grande, ni daba a un paisaje bonito. Daba a un patio con macetas viejas y ropa colgada. Pero era una ventana que Dios me había abierto, o la vida, o la terquedad, quién sabe.

Afuera, los perros ladraban, los coches pasaban, un señor gritaba “tamales, oaxaqueños”. Adentro, mujeres como yo respirábamos al mismo ritmo, intentando no sentirnos desechadas.

Pensé en todas las veces que me habían dicho que ayudar a otros me iba a meter en problemas. Y en todas las veces que sí me los metió. Pero también en lo que me había dado: amigas nuevas, chamba inesperada, un hijo arrepentido, un niño con arroz en la panza.

Si esa era la consecuencia de “meterme donde no me llaman”, que vinieran más.

Cerré los ojos, con el corazón cansado pero firme. Mañana habría que levantarse temprano a lavar trastes, a escuchar quejas, a ver más hambre. Pero también habría que seguir siendo yo.

Y eso, a mis sesenta y tantos, ya era ganancia.

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