Rompió los lentes de mi hijo para dárselos a mi sobrino y ese día mató a nuestra familia
Nunca voy a olvidar el sonido.
No fue un grito, ni un golpe, ni una cachetada. Fue un crack seco, chiquito, casi insignificante. El sonido de un par de lentes nuevos partiéndose justo por la mitad en las manos de la mujer que yo creía que iba a cuidar siempre de nuestro hijo.
Mi nombre es Emilio Herrera, tengo treinta y ocho años, soy chofer de aplicación en la Ciudad de México, y esta historia empieza un martes que olía a gasolina, sudor y esperanza.
Porque ese martes, por primera vez, mi hijo Santi iba a ver el mundo como los demás.
1. Los ojos de Santi
Santiago vino al mundo una madrugada lluviosa en el Hospital General de Tláhuac. Fue un parto difícil, y los doctores nos dijeron algo que en ese momento no entendimos del todo:
—Sus ojos están bien formados, pero van a necesitar revisiones constantes. Puede que tenga problemas de visión conforme crezca.
Yo solo miraba sus manos chiquitas, la forma en que se aferraba a mi dedo, y pensaba que nada malo podía pasarle mientras yo estuviera cerca. Qué ingenuo.
Los años pasaron, y los “problemas de visión” se fueron haciendo evidentes. Santi se sentaba pegadito a la tele. Se acercaba demasiado a los cuadernos. Se tropezaba con todo. La maestra de primaria nos llamó:
—Señor Emilio, su hijo no ve bien del pizarrón. Tal vez necesite lentes, pero ya. No después. Ya.
Salí de la escuela con un nudo en la garganta. Ya sabía lo que eso significaba: dinero. Dinero que no teníamos.
En la casa, mientras calentaba frijoles en la estufa, le conté a María, mi esposa:
—La maestra dice que Santi necesita lentes. No de “a ver cuándo”. De ya.
María ni volteó. Se quedó viendo el celular, deslizando el dedo sobre TikTok.
—¿Y de dónde quieres que saque para eso, Emilio? —contestó sin emoción—. Apenas nos alcanza para el súper.
—Pues no sé, pero algo tenemos que hacer. Santi no ve. ¿No lo has visto cómo se pega a la tele?
—Ay, Emilio —bufó—, tú siempre exagerando. Todos los niños se pegan a la tele.
Yo apreté la mandíbula. Lo que no dije era que ya había hablado con la óptica de la esquina de la avenida. Lentes con aumento, con todo y consulta: mil cuatrocientos pesos. Con el dinero que ganaba, eso era casi la mitad de lo que nos quedaba para la quincena.
Pero Santi era mi hijo.
Y yo no iba a permitir que se quedara en la oscuridad.
2. La quincena partida en dos
Los días siguientes fueron una rutina todavía más pesada. Acepté viajes más lejanos y más peligrosos. Me metí a colonias donde ni la patrulla se asoma de noche. Aguanté borrachos, gente grosera, clientes que se iban sin pagar, todo para juntar ese dinero.
—Papá, ¿por qué llegas tan tarde? —me preguntaba Santi cuando yo pasaba a dejarle un beso mientras ya dormía.
—Porque estoy preparando una sorpresa, campeón —le decía, despeinándole el cabello.
La sorpresa me costó ampollas en las manos del volante, ojos rojos de desvelo y espalda molida, pero quince días después tenía los billetes doblados en la cartera. Entré a la óptica sintiendo que llevaba oro.
La doctora, una señora de lentes redondos llamada Dra. Castañeda, revisó a Santi con paciencia. Le ponía letras gigantes, luego medianas, luego chiquitas.
—¿Ves esta?
—No.
—¿Y esta?
—Tampoco.
Yo veía cómo mi hijo entrecerraba los ojos, frustrado, con la lengua asomándole un poquito de la boca, como siempre que se concentraba mucho. Y me dolía.
Al final, la doctora respiró hondo.
—Sí, necesita lentes y bastante aumento —nos dijo—. Pero no se asusten, con lentes va a ver muy bien.
En la mesa, nos puso varios armazones.
—Escojan algo resistente. Es niño. Estos tienen buena calidad y garantía.
Santi agarró un armazón negro, sencillo, con un toque azul en las patitas.
—¿Puedo probarme estos, papá?
—Claro, campeón.
Cuando se los puso, aún sin mica graduada, se miró al espejo y sonrió con timidez.
—Me veo raro.
—Te ves guapo —dije yo, con la voz quebrada.
Pagué con billetes arrugados, sintiendo cómo cada uno de ellos era una hora, dos horas, tres horas de mi vida. Salimos de ahí con la promesa de que los lentes estarían listos en tres días.
Tres días que se hicieron eternos.
3. El primer vistazo al mundo
El sábado en la mañana fuimos por fin a la óptica. La doctora le puso con cuidado los lentes a Santi. Él parpadeó un par de veces.
Y entonces pasó algo que no se me va a olvidar nunca.
Santiago se quedó quieto. Sus ojos se hicieron grandes. Volteó a verme, luego miró hacia la calle a través del cristal de la óptica, luego otra vez a mí.
—Papá… —susurró—. ¡Puedo ver las letras de allá!
Se refería a un anuncio lejano, del otro lado de la avenida, que decía: “TORTAS Y JUGOS LUPITA”. Letras chillonas, rojas. Algo que yo siempre había dado por hecho.
—¿Antes no las veías? —pregunté, sintiendo una piedra en el estómago.
—No… Yo solo veía una mancha roja —dijo, sin dejar de mirar—. Y tus ojos… se ven más claritos.
No pude más. Lo abracé con fuerza.
—Esos lentes son tuyos, campeón. Nadie te los va a quitar.
En ese momento lo creí de verdad.
Salimos de la óptica, y Santi iba caminando como si fuera la primera vez que pisaba la calle. Se paraba a ver las hojas del árbol, los ladrillos de las casas, las placas de los carros.
—¡Mira, papá, dice 352! —señalaba un número de casa.
—Sí.
—¿Siempre decía eso?
—Siempre —respondí, con el corazón hecho trizas y a la vez lleno.
Compramos unas papas, un Boing de mango. Regresamos a la casa con Santi abrazando una bolsita donde venía el estuche de sus lentes.
Yo no sabía que estaba llevando a mi hijo directo a la escena que iba a partir nuestra familia en dos.
4. La sombra de la familia de ella
María y yo llevábamos diez años juntos. Ella venía de una familia numerosa, ruidosa, metiche. Vivían casi todos en la misma colonia: su mamá, Doña Chayo; su hermana menor, Lupita, con su esposo, y su hijo de ocho años, Brian. Ellos siempre fueron “la familia consentida”.
No porque tuvieran dinero, sino porque Doña Chayo vivía prácticamente para Lupita. Si Lupita quería algo, se hacía. Si Brian hacía un berrinche, todos corrían. Si María y yo necesitábamos ayuda, siempre había un “pues a ver cuándo, mijo”.
Yo traté muchas veces de no engancharme. “Así es la suegra, Emilio”, me decía la gente. “Aguántala, por tu hijo”. Y aguanté.
Pero había detalles que se iban acumulando.
Cuando Santi cumplió seis años, le hicieron fiesta a Brian con inflable, payaso, pastel de tres pisos. A Santi le tocó un pastel pequeño y una piñata que parecía de remate. María siempre decía:
—No hay dinero, Emilio, entiende.
Y luego yo los veía regresando de casa de su mamá con bolsitas de plástico llenas de toppers, comida, detalles para Brian. Para nosotros, casi nunca nada.
Yo no era perfecto. A veces me enojaba, gritaba. Pero siempre, siempre traté de que a Santi no le faltara lo esencial. Ahora, lo esencial eran esos lentes.
5. El martes del “crack”
Fue el martes siguiente cuando todo se descompuso.
Santi salió de la escuela feliz, con sus lentes bien puestos. La maestra me dijo:
—Señor Emilio, hoy copió todo del pizarrón, sin acercarse. Hasta participó más.
Yo sentí que el pecho no me cabía en el cuerpo.
—¿Ves, campeón? —le dije—. Ya te dije que solo necesitábamos lentes.
—Gracias, papá —contestó, pegándome una sonrisota de esas que te arreglan el día.
En la casa, María estaba limpiando la mesa con un trapo. Había cara de pocos amigos.
—¿Ya llegaste? —dijo, sin mirarme.
—Sí. Mira a Santi.
Santiago se acomodó los lentes, nervioso.
—¿Qué traes en la cara? —soltó María, frunciendo el ceño.
—Son mis lentes, mamá —dijo Santi, tocándolos con cuidado—. Para ver.
—¿Lentes? ¿Y de dónde sacaste para eso, Emilio? —Ahora sí me miró, con los ojos encendidos.
—Junté de la quincena —respondí—. Santi los necesitaba.
—¿Juntaste de la quincena? —El tono de su voz subió—. ¡¿Y no se te ocurrió platicarlo conmigo?! ¡Tenemos deudas! ¡La luz, el agua, el gas!
—María —dije despacio—, Santi no veía el pizarrón. No podía seguir así.
Santi nos miraba, nervioso, jugueteando con el borde del estuche.
—Ve a tu cuarto, campeón —le dije suavemente—. Ahorita hablamos.
Se fue arrastrando los pies.
La discusión se calentó rápido, como siempre.
—Siempre haces lo que se te da la gana, Emilio —me reclamaba María—. Te crees el héroe, ¿no? El papá sacrificadote, el mártir.
—No es martirio, María, es responsabilidad. Es nuestro hijo.
—¡También Brian es familia! —lanzó de pronto, como bala perdida.
Me detuve.
—¿Y Brian qué tiene que ver aquí?
—Mi hermana me llamó —dijo María, cruzándose de brazos—. Dijo que Brian también necesita lentes, pero no tienen dinero. Doña Chayo está enferma, y tú vas y gastas casi toda la quincena en unos lentes para Santi sin consultarlo.
—¿Quieres que le quite los lentes a Santi para dárselos a Brian? —pregunté, sintiendo que algo se rompía por dentro, aunque todavía no sabía qué.
—Solo digo… —empezó, pero sonó como amenaza— que no es justo que uno tenga todo y el otro nada.
Respiré hondo, conté hasta diez, como me había dicho una psicóloga gratuita del DIF en un folleto que alguna vez agarré.
—María, no son juguetes. Son lentes graduados. Están hechos a la medida de Santi. No son intercambiables.
María chasqueó la lengua.
—Siempre con tus términos. “Graduado”, “a la medida”… Al final son lentes, ¿no?
En ese momento sonó el WhatsApp. El tono de María: “La Chona”. Lo reconocería en cualquier lugar.
Ella miró el celular, lo tomó, respondió rápido. No puedo asegurar qué decía el mensaje, pero puedo adivinarlo. Lupita lloriqueando, Lupita dramatizando, Lupita diciendo que nadie la ayuda.
María me miró con una decisión rara en la mirada.
—Voy a la casa de mi mamá —dijo—. Y Santi viene conmigo.
—¿Para qué?
—Para que tu hijo presuma sus lentes nuevos.
Lo dijo con veneno.
Yo debí haber dicho que no. Debí haberle pedido que se calmara. Debí haber ido yo también. Pero estaba cansado, harto, y en mi estupidez, confié.
—Está bien —cedí—. Pero Santi no se quita los lentes. Son de él.
—Ay, ya, Emilio, tampoco exageres —dijo ella, agarrando el estuche de la mesa.
—María, te lo digo en serio.
—Sí, sí.
Y se fueron.
6. El mensaje
Una hora después, mi teléfono vibró. Era un mensaje de Santi.
Papá
Me siento raro
Mamá se enojó
Sentí el corazón apachurrado.
¿Qué pasó, campeón?
Tardó en responder. Se imaginaba sus deditos torpes sobre la pantalla.
Tia Lupita dijo que Brian tambien necesita ver
Mamá dijo que compartamos
Pero me dolio la cabeza
Y luego se enojaron
El mundo empezó a inclinarse a un lado.
¿Dónde estás ahorita?
En la casa de la abue
Mamá está gritando con la tia
No quiero quitarme los lentes
Tragué saliva. Las manos me sudaban.
Aguanta poquito, ya voy para allá
Ni siquiera me puse los tenis bien. Salí casi corriendo, bajé las escaleras de la unidad dos pasos a la vez. El tráfico estaba pesado, pero no me importó. Metí el coche entre camiones, invadí carriles, me pitaron, me mentaron la madre. No escuché nada.
Solo repetía en mi cabeza, como mantra: “No le van a quitar los lentes. No le van a quitar los lentes. No le van a quitar los lentes.”
Llegué a la calle de Doña Chayo. Había dos carros en doble fila. Gente en la banqueta. Voces altas saliendo de la casa. Pensé por un segundo que era una pelea de borrachos de la cuadra.
Hasta que escuché la voz de María.
—¡Te estoy diciendo que son de mi hijo!
Y la voz chillona de Lupita.
—¡Y yo te estoy diciendo que mi Brian también es tu sangre!
Abrí la puerta de la casa sin tocar. Adentro, el aire estaba pesado, con olor a frijoles recalentados y drama viejo.
Santi estaba pegado a la pared, encogido, con los lentes chuecos en la cara. Brian, el sobrino, lo miraba con una mezcla rara de envidia y superioridad. María y Lupita estaban en medio de la sala, casi pegadas cara a cara. Doña Chayo, desde una silla, se abanicaba con un pañuelo.
—¿Qué está pasando aquí? —troné.
Todos voltearon.
—¡Ah, mira, el héroe llegó! —soltó Lupita, con sarcasmo.
—Emilio, dile algo a tu esposa —dijo María, agitada—. No quiere compartir.
—¿Compartir qué? —pregunté, aunque ya sabía.
—Los lentes —soltó Lupita—. ¡No seas egoísta, cuñado! Mi Brian también necesita ver.
Miré a Santi.
—¿Te duele la cabeza, campeón?
Asintió despacio.
—Es que me los quitaron y se los pusieron a Brian, y luego a mí otra vez y luego…
Lo abracé por los hombros.
—Basta. No son juguetes. No los anden agarrando.
Brian frunció el ceño.
—Mi mamá dice que yo también tengo derecho.
—Tienes derecho a que tu mamá y tu papá trabajen por tus lentes, como yo —dije, volteando a ver a los adultos.
Lupita se llevó la mano al pecho.
—¡Ay, qué sentido el señor! ¡Nada más porque ahora ya trae coche del aplicativo se siente millonario!
—No se trata de eso —respondí—. Son los lentes de mi hijo. Los pagué con mi trabajo. Con permiso, nos vamos.
Tomé a Santi de la mano. En ese momento, debí haber salido. Haber jalado y ya. Pero María se interpuso.
—Emilio, no te vas a ir así nada más —dijo, temblando de coraje—. Lupita tiene razón. Brian también es familia. Tú no puedes llegar aquí a humillarla.
—¿Humillarla? —solté, incrédulo—. ¿Humillarla porque no quiero que usen los lentes de Santi como si fueran pelotas?
—Pues si es tan delicado, que el niño no los traiga —contestó María—. Así nadie se va a pelear.
Ahí fue donde todo se torció de forma irreversible.
7. El “crack”
María se volteó hacia Santi.
—Quítate los lentes.
Santi dio un paso hacia atrás, apretando los ojos.
—No, mamá…
—¡Que te los quites, Santiago! —gritó ella, y esa voz yo casi nunca se la había escuchado.
El niño dio otro paso atrás. Tropezó con la mesa de centro.
—Papá…
Yo avancé.
—María, basta. No se los va a quitar.
Ella dio un manotazo y tomó los lentes antes de que yo pudiera reaccionar. Santi se quedó con las manos en el aire, con la mirada borrosa otra vez.
—¡Son de él! —grité.
—También Brian es mi sangre —escupió María—. Y yo no voy a permitir que lo trates como si fuera menos.
En cámara lenta, la vi voltear hacia Brian.
—Mira, mijo, ven.
El niño se acercó, con una sonrisa rara, nerviosa.
—Son tuyos también.
Yo di un paso, la mano extendida.
—María, te lo advierto…
No sé si fue por dramatismo, por berrinche, por que realmente creyó que estaba haciendo justicia. Pero en ese momento, con todos viéndola, María tomó los lentes por las patitas… y los dobló.
Crack.
El sonido fue perfecto, nítido, cruel. El armazón negro se partió justo a la mitad. Un cristal salió volando, pegó contra el piso y se astilló.
Santi soltó un grito ahogado.
—¡¡Mamá!!
Yo me quedé congelado. Todos en la sala nos quedamos congelados.
María, como si nada, con respiración agitada, le puso una patita de lente rota en la mano a Brian, y la otra se la dejó caer en el regazo a Santi.
—Mitad y mitad —dijo, con una sonrisa torcida—. Para que no digan que no comparto.
El mundo se detuvo.
Sentí calor en las orejas, en la nuca. Un zumbido en los oídos. Mi hijo miraba el pedazo de lente en su mano como si fuera un animal muerto.
—Papá… —susurró—. No veo…
Volteé a ver a María y ya no vi a la mujer de la que me enamoré en un baile de barrio, con un vestido rojo y risas fáciles. Vi a una desconocida.
—¿Estás loca? —mi voz salió grave, baja, peligrosa—. ¿Sabes cuánto me costó…? ¿Sabes cuánto le costó a él ver por primera vez…?
—Ay, ya, Emilio, no exageres —bufó ella, pero sus ojos empezaron a llenarse de lágrimas, como si ella fuera la víctima—. Compramos otros y ya, tampoco es el fin del mundo.
—¿Compramos? —reí, pero sin ganas—. ¿Con qué, María? Si tú apenas cooperas para el súper. Yo me maté para pagar esos lentes.
Doña Chayo se metió.
—No le hables así a mi hija, Emilio.
—¿Y a mi hijo quién lo defiende, suegra? —le solté, volteando hacia ella—. ¿Quién ve por él?
Brian miraba el pedazo de lente en su mano, confundido.
—Mamá, así no sirve —dijo, al fin.
—¡Pues es lo que hay! —le gritó Lupita—. Tu tía se quiso poner sus moños.
La escena era tan absurda que parecía una telenovela barata.
Yo me agaché, recogí el cristal del suelo, los pedacitos de plástico. Tomé a Santi de la mano, que temblaba.
—Vámonos.
—No te lo vas a llevar —dijo María, interponiéndose otra vez.
La miré a los ojos.
—Acabas de romper los lentes de tu hijo para que tu sobrino no se sintiera menos —dije, despacio, para que cada palabra se le clavara—. No vuelvas a usar la palabra “madre” para referirte a ti cuando hables de él.
—¡Cállate! —me gritó, levantando la mano.
No sé si me la iba a pegar a mí o a Santi, y nunca lo voy a saber, porque yo reaccioné primero. Le detuve la muñeca en el aire. Sin apretar, pero con firmeza.
—Ni se te ocurra.
El silencio se hizo pesado.
Tomé a Santi, lo puse detrás de mí y empecé a caminar hacia la puerta. Nadie nos detuvo. Solo escuché a María llorando, a Lupita insultándome, a Doña Chayo murmurando algo sobre “hombres malagradecidos”.
En la calle, el aire de la tarde me pegó en la cara como una cubetada de agua fría.
Santi se aferraba a mí, con los ojos rojos.
—Papá, no veo nada… —dijo, tratando de enfocar.
Lo subí al carro.
—No necesitas ver, campeón —le dije, haciendo un esfuerzo por no llorar—. Yo manejo.
8. Lo que se rompe por dentro
En el camino de regreso, Santi iba en silencio. Sin lentes, su mirada se perdía en la ventana, viendo solo manchas de color. Yo apretaba el volante con tanta fuerza que los nudillos se me pusieron blancos.
—¿Por qué mamá hizo eso? —preguntó al fin, con voz baja.
Tardé en responder.
—A veces los adultos hacen cosas muy tontas cuando se enojan —dije—. Pero eso no tiene nada que ver contigo. Tú no hiciste nada malo.
—Pero Brian también quería ver —murmuró.
—Sí, y tiene derecho —respondí—. Pero era responsabilidad de su mamá y de su papá conseguirle sus lentes. No era tu culpa, ni tu responsabilidad.
Santi se quedó pensando.
—¿Mamá me quiere menos que a Brian?
La pregunta me atravesó el pecho como un cuchillo.
—No, hijo —mentí, porque no podía decir otra cosa en ese momento—. Pero ahorita está muy confundida. Y cuando la gente está confundida, lastima a quienes no debe.
Nos quedamos en silencio un rato.
—Papá… —dijo Santi—. Cuando tuve los lentes puestos… tus ojos se veían bonitos.
Tragué saliva.
—Tus ojos también son bonitos, aunque ahorita no veas bien —le dije—. Y vamos a conseguir otros lentes. Te lo prometo.
—¿Aunque los rompan otra vez?
Ahí fue donde tomé la decisión.
—No va a haber otra vez —dije.
Y lo supe. Lo supe con una certeza que pocas veces he tenido en mi vida.
La vida que conocía se había terminado con ese “crack”.
9. Consecuencias
Esa noche, María no volvió a la casa.
Me mandó mensajes larguísimos, llenos de insultos, de reproches. Que yo la humillé delante de su familia. Que la agarré del brazo. Que la amenacé. Que era un macho. Que no entendía el sacrificio de ser madre.
No le contesté.
Santi se bañó en silencio. Mientras se ponía la pijama, sus manos buscaban a cada rato el lugar donde se apoyaban los lentes. Cada vez que no los encontraban, sus hombros se encogían un poquito más.
Dormimos en la misma cama. Yo abracé a mi hijo toda la noche, como cuando era bebé y se despertaba con fiebre. Solo que esta vez la fiebre la teníamos por dentro.
Al día siguiente, temprano, llevé los restos de los lentes a la óptica.
—¿Se pueden arreglar? —pregunté, esperanzado.
La doctora Castañeda los miró, los giró, midió el armazón partido. Negó con la cabeza.
—No, señor —dijo con tristeza—. El armazón ya no tiene reparación. El cristal también se astilló. Y son de esos que no se pueden lijar otra vez.
Se me cayó el mundo encima.
—Podríamos hacerle otros —agregó—. Como los datos ya están en el sistema, saldrían un poco más baratos… pero igual tendría que pagar el armazón, y parte de las micas.
Hice cuentas en la cabeza. No me alcanzaba. Tendría que dejar de pagar algo: la luz, el agua, la renta. Otra vez esa sensación de ahogo.
—Déjeme ver qué puedo hacer —dije, recogiendo los pedazos—. No me los tire. Son… de mi hijo.
La doctora asintió, como si entendiera que esos pedazos eran algo más que plástico.
Regresé a la casa con los bolsillos vacíos y la cabeza llena.
María no había llegado todavía. Pero sí mandó un audio.
Emilio, ya hablé con mi mamá y con Lupita. Estás EXAGERANDO. Eran unos lentes, no el alma del niño. Si quieres que la cosa funcione, vas a tener que aprender a respetar a mi familia. Y otra cosa: si vuelves a ponerle una mano encima a alguien en mi casa, te juro que te denuncio.
Rebobiné el audio en mi cabeza mil veces. “Eran unos lentes, no el alma del niño.” Para mí, en ese momento, eran las dos cosas.
10. Irse o quedarse
Pasaron tres días así. María se quedó con su mamá. Santi y yo solos en el departamento.
Yo trabajaba como loco, tratando de juntar otra vez el dinero para nuevos lentes. De noche, mientras Santi hacía la tarea pegado a la mesa, con la cara casi encima del cuaderno, yo lo veía y me ardían los ojos.
La escuela ya había notado que no traía lentes otra vez.
—¿Qué pasó? —preguntó la maestra—. Yo había visto que ya traía.
Inventé algo.
—Se le rompieron. Estoy juntando para otros.
Santi no dijo nada. Pero cuando salimos de la escuela, me apretó fuerte la mano.
—Papá —dijo—. ¿Mamá va a regresar?
La pregunta me pesó más que todas las horas de volante.
—No lo sé, hijo —respondí, sin adornos—. Pero lo que sí sé es que tú y yo vamos a estar bien.
—¿Aunque no vea bien?
—Aunque sea —dije, sonriendo un poco—. Aunque sea a ciegas, pero juntos.
Él se rió, apenas, pero se rió.
Esa noche, María por fin apareció. Entró sin tocar, con la llave, como siempre. Traía una bolsa del Oxxo, unas galletas, un refresco tamaño familiar.
—Buenas noches —dijo, seca.
—Buenas —contesté.
Santi corrió a abrazarla.
—Mamá.
Ella lo abrazó también, pero sus ojos estaban fríos.
—¿Ya hiciste la tarea? —le preguntó.
—Sí —dijo él—. Pero me costó mucho, no veo bien…
María volteó a verme.
—¿Ya le compraste otros lentes? —escupió.
—Estoy trabajando para eso —respondí—. No es tan fácil como romperlos.
Sus ojos se encendieron.
—Ya vas a empezar.
—Solo digo la verdad.
Se hizo un silencio incómodo. Santi miraba de uno al otro, como si fuera un juego de tenis.
—Santi —dije, respirando hondo—, ve a tu cuarto, por favor. Quiero hablar con tu mamá.
—No quiero que peleen —murmuró él.
—No vamos a pelear —mentí—. Solo vamos a hablar.
Santi fue a su cuarto, pero dejó la puerta entreabierta.
María se sentó a la mesa.
—Mi mamá dice que tú le faltaste al respeto —comenzó.
—Tu mamá vio cómo rompiste los lentes de tu hijo —repliqué—. Si eso no le faltó al respeto a él, ya no sé qué lo haría.
—Tenía que hacer algo, Emilio —dijo, alzando la voz—. Siempre tratas mejor a Santi que a Brian.
—¡Porque Santi es mi hijo! —dije, golpeando la mesa—. A Brian lo puedo querer, lo puedo cuidar, pero no tengo la misma responsabilidad. Para eso está su papá. Para eso estás tú.
—Siempre crees que tú eres el que más sufre —me lanzó—. ¡Yo también me parto el lomo! ¡Yo también trabajo en la fondita de mi mamá!
—¿Y de ese trabajo cuánta lana entra aquí? —pregunté, frío—. Porque yo he visto cómo llegas con bolsitas de cosas para Brian, para Lupita, para Doña Chayo… Pero cuando se trata de Santi, siempre es “no hay dinero”.
María se quedó callada unos segundos. Luego explotó.
—¿Sabes qué, Emilio? Si tanto te molesta mi familia, nos vamos. Santi y yo nos vamos con mi mamá. Ahí no nos va a faltar nada.
Sentí un golpe en el estómago.
—¿Te lo vas a llevar? —pregunté, con la voz apenas audible.
—Es mi hijo.
—Y mío —respondí—. Y no lo voy a dejar ir a una casa donde romper sus lentes a la mitad se considera “compartir”.
—No puedes impedirlo —dijo ella, levantándose.
Yo también me puse de pie.
—Inténtalo —dije, mirándola a los ojos—. Y nos vemos con un juez.
Ella se burló.
—¿Un juez? ¡Ay, por favor! ¿Tú crees que un juez te va a dar la razón? Eres chofer de aplicación, Emilio. Sin seguro, sin prestaciones. Yo por lo menos tengo a mi mamá.
—Yo tengo a mi hijo —contesté.
Se quedó viéndome, como si de pronto se diera cuenta de que ya no éramos una pareja discutiendo por tonterías. Éramos dos personas paradas a lados opuestos de un abismo.
—Te lo advertí —dijo, agarrando su bolsa—. No voy a seguir en una casa donde se me falte el respeto. Mañana vengo por mis cosas.
—Tus cosas, sí —dije—. Pero Santi se queda conmigo.
Ella abrió la puerta con fuerza, como si quisiera arrancarla.
—Esto no se va a quedar así —amenazó.
Y se fue.
11. La noche más larga
Después de que se fue, Santi salió de su cuarto, arrastrando los pies.
—¿Mamá se va a ir? —preguntó.
No podía mentirle más.
—Tal vez sí —dije—. Pero tú no estás obligado a irte con ella si no quieres.
—Yo… —murmuró—. Yo quiero estar con los dos.
Esa frase, tan sencilla, tan lógica, tan imposible.
Lo abracé.
—Ojalá se pudiera —susurré—. Ojalá.
Esa noche casi no dormimos. Santi se despertaba a cada rato, preguntando si su mamá ya había vuelto. Yo me levantaba a ver la puerta, sabiendo que no.
En algún momento de la madrugada, mientras lo escuchaba respirar, hice cuentas, planes, escenarios. ¿Podía yo solo con la renta, los servicios, la escuela, los lentes nuevos? ¿Podía Santi vivir sin su mamá? ¿Podía seguir viviendo con ella después de lo que hizo?
A veces la vida se reduce a una pregunta insoportable.
12. Una decisión y unos nuevos lentes
Pasaron cinco días.
María venía en ratos a la casa, agarraba ropa, se llevaba cosas, lloraba, me reclamaba, hacía berrinche, se iba. Pero cada vez que intentaba llevarse a Santi, él se ponía rígido.
—No quiero ir a casa de la abue —decía—. No quiero que le griten a mi papá.
—¿Ya ves? —soltaba ella—. Lo estás poniendo en mi contra.
—No hace falta —respondía yo—. Él solo vio lo que hiciste.
En esos días, trabajé como nunca. Turnos de doce, catorce horas. Los ojos rojos, la espalda hecha trapo, la garganta reseca. Me comía tortas de a quince pesos en la calle, tomaba agua del garrafón de las gasolineras.
Dos semanas después del “crack”, regresé a la óptica con un sobrecito de billetes.
—Doctora —dije—. Quiero que mi hijo vuelva a ver.
Ella sonrió, genuina.
—Me da gusto verlo de regreso, señor Emilio. Vamos a hacer que vea mejor que nunca.
Escogí un armazón todavía más resistente, con bisagras flexibles. Negro, sobrio. Pagué todo. Esta vez sin dudar. Esta vez, con la decisión ya tomada en el corazón.
Cuando los lentes nuevos estuvieron listos, llevé a Santi.
Se los probaron. Él parpadeó, igual que la primera vez.
—Papá… —susurró—. Otra vez veo las letras de allá.
Yo respiré, aliviado.
—Estos lentes —le dije, agachándome a la altura de sus ojos— son tuyos. Solo tuyos. Nadie te los va a quitar. Nadie los va a romper. Nadie los va a compartir.
—¿Y si mamá…? —empezó.
—Si alguien vuelve a intentar tocarlos sin tu permiso —lo interrumpí, con suavidad pero firmeza—, nos vamos. Esa será la regla en cualquier lugar donde estemos.
Santi asintió despacio, mordiéndose el labio.
—¿Vamos a ver a la abue otra vez?
Pensé en Doña Chayo abanicándose con el pañuelo mientras su hija rompía los lentes de su nieto. Pensé en Lupita gritando “mitad y mitad”. Pensé en Brian con el pedacito de lente inútil en la mano.
—No por ahora —respondí—. Cuando crezcas, tú decidirás a quién quieres ver. Yo no te voy a obligar a alejarte de nadie. Pero tampoco voy a permitir que te falten al respeto.
13. Separaciones
La separación con María no fue bonita, ni civilizada, ni rápida. Hubo gritos en la calle, amenazas de abogados, publicaciones pasivo–agresivas en Facebook. Su familia me pintó como el villano, el macho, el que le prohibía a una madre ver a su hijo.
Yo no le prohibí nada. Solo puse condiciones.
—Puedes ver a Santi cuando quieras —le dije—. Pero aquí, en la casa, o en un lugar público. Y no quiero que lo lleves a casa de tu mamá hasta que tú entiendas lo que hicieron mal.
—¡Eso nunca! —gritó—. ¡Mi mamá no hizo nada! La culpa fue tuya, por exagerado.
Entonces entendí que no se trataba solo de los lentes. Era algo más profundo, más viejo. Un sistema entero de favoritismos, de lealtades mal entendidas, de “la familia primero” aunque la familia te estuviera ahogando.
La primera vez que María vino a ver a Santi después de que nos separamos, él la recibió con una mezcla de emoción y miedo. Traía sus lentes nuevos bien prendidos de la cara.
María lo abrazó, lo llenó de besos. Luego lo miró, frunció el ceño.
—Esos lentes… —dijo.
Santi se tensó.
—Son míos —respondió, dando un paso atrás—. No los rompas.
María se quedó helada. Sus ojos se llenaron de lágrimas de golpe.
—¿De verdad crees que te los rompería otra vez, mi amor? —preguntó, con voz quebrada.
—Ya lo hiciste —dijo él—. Los que me compró papá.
No hubo insulto más grande que ese. No dicho, no gritado. Solo constatado.
Yo vi cómo en ese instante algo también se le rompía a María por dentro. Vi en sus ojos el reflejo de la escena en casa de Doña Chayo, en el mismo “crack” que yo llevaba semanas escuchando en la cabeza.
Ella me miró, buscando que yo dijera algo, que la salvara.
Yo solo sostuve la mirada.
—Lo que rompiste no fueron solo lentes, María —dije, tranquilo—. Fue algo aquí —me señalé el pecho— y aquí —señalé el de Santi.
Ella se tapó la cara con las manos y se echó a llorar.
—Yo solo… —balbuceó—. Yo quería que todos estuvieran bien.
—Pues no funcionó —respondí, sin crueldad, solo con fakta—. Eso pasa cuando quieres quedar bien con todos menos con tu propio hijo.
Se fue al rato, prometiendo que iba a cambiar, que iba a ir a terapia, que iba a hablar con su mamá, con Lupita. Yo no le creí del todo. Pero tampoco me cerré a la posibilidad.
Lo único que no estuve dispuesto a negociar fue esto: los lentes de Santi eran sagrados. Un símbolo. Una línea que no iba a dejar que nadie, ni siquiera la mujer que amé, volviera a cruzar.
14. Ver de nuevo
Han pasado ya varios meses desde aquel “crack” que partió nuestra vida en dos.
Santi va mejor en la escuela. Sus calificaciones subieron. La maestra dice que participa más. A veces se mira en el espejo, se acomoda los lentes y sonríe.
—Ya me acostumbré —dice—. Me veo raro sin ellos.
En las noches, cuando estoy cansado de manejar, me siento en la sala a verlo hacer la tarea. Él me lee en voz alta problemillas de matemáticas, fragmentos de cuentos. Si se le resbala un poquito el armazón, se lo sube con un gesto automático, como si siempre hubiera sido así.
A veces pienso en María. En cómo nos conocimos en un baile de barrio en Iztapalapa; en cómo bailamos cumbia hasta que nos dolieron los pies; en cómo ella se reía de todo, antes de que la vida nos llenara de deudas y resentimientos.
Se ha acercado poco a poco. Ha ido a dos sesiones de terapia en el centro comunitario. Dice que su mamá no entiende nada, que la culpa es mía, que su familia está dividida. Yo la escucho, pero no dejo que eso me enrede.
—Cuando estés lista para pedirle perdón a Santi de verdad —le digo—, aquí vamos a estar.
—Yo ya le pedí perdón —responde.
—Una vez no alcanza —digo—. No cuando se rompe algo así. Los lentes se cambian. La confianza no.
No sé si algún día vamos a volver a ser pareja. Tal vez no. Tal vez lo de nosotros, como los lentes, ya no tenga arreglo. Pero tampoco necesito tener todas las respuestas.
Lo único que sé, con la misma certeza que tuve ese día en casa de Doña Chayo, es que nunca más voy a permitir que el sacrificio de mi hijo sea moneda de cambio para quedar bien con nadie.
Ni con la familia. Ni con las apariencias. Ni con los berrinches de los demás.
15. El final y la promesa
El otro día salimos a caminar por el parque de la colonia. Vendían elotes, esquites, había un señor con globos, niños en bicicleta, parejas en las bancas. El cielo de la Ciudad de México estaba naranja, sucio y hermoso, como siempre.
Santi se detuvo de pronto, jalándome del brazo.
—Papá, mira —señaló hacia un puesto—. Dice: “LENTES EN OFERTA”.
Me reí.
—¿Quieres otros?
—No —dijo, serio—. Solo me gustó poder leerlo desde acá.
Se quedó un momento en silencio.
—¿Crees que algún día ya no los necesite? —preguntó.
—No lo sé, campeón —respondí—. Tal vez siempre vayas a necesitar lentes. Tal vez no. Lo importante no es si los necesitas o no. Lo importante es que lo que tú necesitas nunca va a ser “compartible” cuando te haga daño compartirlo.
Me vio, frunciendo el ceño.
—No entiendo.
Lo agaché un poco, quedando frente a frente.
—Tú tienes derecho a ver claro, Santi —le dije—. No solo con los ojos, sino con todo. Con la cabeza, con el corazón. Si algún día alguien, quien sea, te dice que tienes que sacrificar eso para que otro esté contento, esa persona está mal.
—¿Aunque sea familia? —preguntó.
—Especialmente si es familia —respondí—. Porque la familia que vale la pena es la que nunca te pide que te quedes a oscuras para que otro vea.
Santi se quedó muy serio, como si guardara cada palabra en una cajita dentro de su mente. Luego sonrió.
—Entonces tú eres mi familia —dijo—. Porque tú quieres que yo vea.
Sentí las lágrimas agolparse, pero me reí.
—Y tú eres la mía, campeón.
Seguimos caminando. El sol bajaba, las luces de la calle se iban encendiendo una por una. Santi caminaba a mi lado, con sus lentes brillando un poquito bajo la luz de los postes, viendo el mundo con claridad. Yo, a su lado, lo veía a él.
Y aunque muchas cosas en mi vida seguían enredadas, aunque el futuro era incierto, aunque todavía había cuentas por pagar y heridas por sanar, había algo que por fin se veía nítido:
El día que María rompió los lentes de Santi no solo mató el poco respeto que yo le tenía a su familia. También me obligó a abrir los ojos.
Me enseñó que a veces, para que un hijo pueda ver claro, uno tiene que estar dispuesto a romper con todo lo demás.
Incluso con la idea de “familia” que nos enseñaron de niños.
Incluso con la persona de la que alguna vez estuviste enamorado.
Incluso con la versión de ti mismo que aguanta todo por no hacer olas.
Ahora, cada vez que escucho algo romperse —un vaso, un plato, un juguete—, me viene a la mente aquel “crack”. Pero ya no me paraliza. Me recuerda la promesa que me hice ese día:
Mientras yo esté aquí, mientras me queden fuerzas para manejar un carro, para hacer fila en las ópticas, para ahorrar de quince en quince pesos… mi hijo nunca más va a volver a la oscuridad por culpa de nadie.
Ni por culpa de la familia.
Ni por culpa de los berrinches.
Ni por culpa del miedo.
Porque hay cosas que se rompen para siempre.
Y hay otras que, cuando se rompen, por fin te permiten ver.
Como esos lentes.
Como nuestra vieja vida.
Como yo.
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