Mis Padres Entregaron Mis Ahorros de la Universidad a Mi Hermano “Empresario”, y la Pelea que Siguió Rompió y Reconstruyó Nuestra Familia para Siempre
I. EL CORREO QUE CAMBIÓ TODO
El día que me aceptaron en la universidad, mi mamá lloró como si hubiera ganado la lotería.
—¡Lucía! —gritó, con las manos llenas de jabón porque estaba lavando los trastes—. ¡Lucía, ven para acá, rápido!
Yo estaba en el cuarto, con el celular en la mano, temblando frente a la pantalla. El correo de la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla estaba ahí, abierto. Había leído la frase diez veces:
“Nos complace informarte que has sido aceptada en la Licenciatura en Derecho.”
Derecho.
Lo que soñaba desde que tenía catorce años y me peleaba mentalmente con todos los políticos en la tele.
Mamá entró sin tocar, como siempre.
—¿Qué pasó, niña? ¿Por qué te tardas tanto? —preguntó, medio asustada—. ¿No te aceptaron?
Le enseñé la pantalla, incapaz de hablar.
Ella se secó las manos en el mandil, se puso los lentes de cerca y leyó. Luego levantó la mirada hacia mí y su cara se iluminó.
—¡Mi abogada! —dijo, y se le quebró la voz.
Me abrazó con tanta fuerza que casi me tira de la silla.
—Te dije que sí se iba a poder —susurró—. Te lo juro que yo rezaba todas las noches.
Yo también tenía lágrimas en los ojos.

Nuestro “fondo” para la universidad no era gran cosa. Mis papás, Don Ernesto y Doña Rosa, llevaban años ahorrando “poquito a poquito” para que yo pudiera estudiar sin trabajar tanto al principio. Mi papá es chofer de camión urbano, mi mamá cose uniformes en casa. No somos ricos ni de lejos, pero siempre dijeron:
—Aunque sea una, pero una hija con título.
Mi hermano mayor, Jorge, es el orgullo complicado de la familia. Tiene treinta años, cinco más que yo. Empezó Ingeniería en el Tec regional, pero lo dejó en tercer semestre para “poner negocio”: un taller mecánico-lavado sobre la carretera federal, en las afueras de Puebla.
—La escuela no es para todos —decía mi papá—. Jorge es bueno para el trato con la gente. Va a hacer dinero rápido.
Yo lo veía echarle ganas.
También lo veía llegar a la casa ojeroso, con olor a gasolina y frustración.
Negocio es negocio en México: inestable.
Pero ese día del correo, nada de eso importaba.
Ese día, por primera vez, sentí que mi futuro se abría.
Mamá gritó por la ventana:
—¡Ernesto! ¡Bájate un segundo! ¡Lucía ya es universitaria!
Mi papá, que estaba sentado afuera limpiando sus zapatos de trabajo, levantó la vista y sonrió de oreja a oreja. Subió las escaleras casi corriendo, aunque siempre se quejaba de la rodilla.
—A ver, a ver, enséñame —dijo.
Leyó el correo despacio. Luego, con una seriedad que pocas veces le veía, me tomó de los hombros.
—Estoy orgulloso de ti, hija —dijo—. Muy orgulloso. Todo lo que no pude ser, sé tú.
“Todo lo que no pude ser”.
Me dolieron esas palabras y me dieron fuerza al mismo tiempo.
Ese día comimos mole, aunque no era fiesta. Mi mamá sacó la Coca Cola “de visitas”, mi papá compró pan dulce de la panadería “La Guadalupana” y hasta Jorge llegó temprano del taller.
—¿Ya supiste, cabrón? —le dijo mi papá—. Tu hermana va a ser licenciada. A ver si un día no te dice cómo declarar impuestos.
Jorge se rió, me despeinó.
—Felicidades, enana —dijo—. Ya me imagino: “Licenciada Lucía Ramírez Pérez, abogada de los pobres”.
—De los pobres y de los pendejos que firman contratos sin leer —le respondí, picándole el brazo.
Todos rieron.
No sabía que meses después esa broma me iba a doler diferente.
II. EL FONDO Y LA PROMESA
En mi casa, el “fondo de la universidad” era casi una leyenda.
Mi mamá lo empezó cuando yo estaba en la secundaria.
—Cada quincena, aunque sean cien pesos, los guardo —decía, metiendo un billete en una cajita de metal azul con una estampa de la Virgen.
Al principio era literal: la cajita. Luego, cuando juntó una cantidad “decente”, mi papá abrió una cuenta en el banco a su nombre y al de mi mamá, con una tarjeta que casi nunca usaban.
—Es para la niña —me escuché mil veces—. Para que cuando entre, no andemos pidiendo prestado.
Yo les decía que también podía trabajar. De hecho, ya lo hacía: en la prepa daba asesorías de matemáticas y español a los de primer año. Me pagaban poco, pero me alcanzaba para mis recargas y algún antojito.
—Eso está bien —decía mi papá—, pero lo tuyo debe ser estudiar. Para eso es el fondo.
Jorge, en esos años, ya había dejado la carrera.
Lo recuerdo bien.
La noche en que nos lo anunció, estábamos cenando frijoles y huevo. Él llegó tarde, con la mochila colgando, la mirada perdida.
—Ya no voy a regresar —soltó, sin rodeos.
—¿A dónde? —preguntó mi mamá, confundida.
—A la escuela —aclaró.
Mi papá dejó la tortilla a medio camino.
—¿Cómo que no? —su voz sonó peligrosa.
Jorge suspiró.
—No es lo mío, pa —dijo—. Lo he pensado. Estoy reprobando tres materias, me aburre estar sentado oyendo a un viejito hablar de ecuaciones que jamás voy a usar. Quiero trabajar. Quiero poner negocio. Don Toño, el de las refacciones, me dijo que me ayuda a conseguir equipo usado para un taller.
Mi papá golpeó la mesa con los dedos.
—¿Negocio de qué o qué?
—Taller mecánico y lavado, ya le dije. Hay un terreno por la autopista que están rentando barato. Los coches nunca van a dejar de descomponerse, pa. Siempre va a haber chamba.
Mi mamá intervino:
—Pero, hijo, la escuela…
Jorge la miró, cansado.
—No me da para la escuela, mamá. Soy malo para eso. Pero soy bueno con las manos, para el trato con los clientes. Déjenme intentarlo. No voy a estar ahí tirado. Voy a trabajar más que nunca.
Mi papá se quedó callado largo rato.
Al final, dijo:
—Está bien. Pero el poquito que teníamos ahorrado para terminarte la carrera… se acabó. A ver cómo le hacemos luego para tu hermana.
—No importa —dije, desde mi esquina—. Yo consigo beca.
Jorge se acercó, me apretó el hombro.
—Cuando mi negocio jale, yo pongo para tu universidad, ¿va? —prometió—. Para que tu inteligencia sí se aproveche.
Todos nos reímos.
Él, mi héroe medio caída.
Yo, la niña aplicada.
Los años siguientes, el taller fue montaña rusa. Había meses buenos, meses malos. Compraron una máquina de lavado automático, luego se descompuso. Jorge contrató a dos ayudantes, luego los tuvo que correr porque se robaban gasolina.
Mi papá siempre decía:
—Es cosa de aguantar. Así son los negocios.
Y mientras tanto, seguía echándole al fondo azul, al “de la niña”.
III. EL BANCO Y LA NOTICIA
En julio, un mes antes de que empezaran las clases en la BUAP, nos tocaba ir a pagar inscripción.
Yo ya había investigado todo: formatos, fechas, número de cuenta. Teníamos que cubrir una cantidad fuerte para nosotros, pero manejable con el fondo.
—Vamos mañana al banco temprano —dijo mi mamá—. Antes de que se llene.
Al día siguiente, nos fuimos en el Ruta 72-A hasta el centro. Era uno de esos días nublados, con olor a elote y a pan dulce recién horneado. Me sentía nerviosa, pero emocionada. Llevaba la hoja de la universidad cuidadosamente doblada en mi mochila.
Llegamos al banco. Mi mamá sacó la tarjeta del fondo.
—Tú hazlo, hija —dijo—. Es tu dinero.
Me formé en la fila. Cuando llegó mi turno, le dije a la cajera:
—Quiero hacer un depósito a esta cuenta —le pasé el papel con los datos— y quisiera saber cuánto dinero hay en ésta —le di la tarjeta de mi mamá.
La cajera tecleó, miró la pantalla, frunció el ceño.
—¿La cuenta es de usted? —preguntó.
—Es de mi mamá, pero vengo con ella —señalé a mi madre, que estaba sentada en una sillita de plástico, abanicándose.
La cajera asintió.
—¿Puede pasar la señora, por favor?
Mi corazón dio un pequeño brinco.
—¿Hay algún problema? —pregunté.
—Solo necesito su identificación —dijo ella, con sonrisa profesional.
Mi mamá se acercó, sacó su INE, la cajera la revisó, tecleó otra vez.
Luego, con voz neutra, dijo:
—La cuenta tiene un saldo de… doscientos treinta y cinco pesos.
Por un momento, pensé que había escuchado mal.
—¿Perdón? —pregunté.
—Doscientos treinta y cinco pesos —repitió la cajera.
Mi mamá soltó una risita nerviosa.
—No, mijita, te equivocaste de cuenta. Esa es donde juntamos para la universidad de mi hija. Debe haber más.
La cajera se mantuvo imperturbable.
—Esta es la cuenta terminación 6723, a nombre de Rosa Pérez y Ernesto Ramírez. El saldo es ese.
Sentí que el piso se hacía blando.
—¿Seguro que no hay algún retiro que esté pendiente de reflejarse? —insistí—. Es que… hace meses había más.
La cajera miró el historial.
—Aquí aparecen dos retiros fuertes, uno hace dos meses, y otro hace tres semanas —explicó—. Uno de veinte mil, otro de quince mil. Ambos en ventanilla, con identificación.
Se volteó hacia mi mamá.
—Aquí mismo, señora.
Vi cómo la cara de mi mamá pasaba de la confusión al pánico, y del pánico a algo que reconocí perfectamente: culpa.
No dijo nada.
Solo tomó su INE, la tarjeta, y me jaló del brazo.
—Ya vámonos —murmuró.
En la banqueta, el ruido de los camiones y los vendedores ambulantes parecía lejano. Todo mi cuerpo estaba concentrado en una frase:
“Dos retiros fuertes… uno hace dos meses, y otro hace tres semanas.”
—Mamá… —sentí la voz lejana—. ¿Qué pasó con el dinero?
Ella se acomodó el rebozo, evitando mi mirada.
—Luego hablamos en la casa, hija.
—No —me planté—. Ahorita.
La vi tragar saliva.
—Tu papá va a explicarte mejor.
La rabia me subió como lava.
—¿Retiraron el dinero… y no me dijeron? —mi voz subió un poco—. ¿Y aún así me trajiste al banco como si nada? ¿Para qué? ¿Para que quedara en ridículo?
Un señor que pasaba volteó, curioso.
Mi mamá bajó la voz.
—No seas grosera en la calle, Lucía.
—Pues dime qué pasó —insistí—. Era mi universidad.
Al final, soltó, como quien arranca una curita:
—Se lo dimos a tu hermano.
Sentí que me daban un golpe en el estómago.
—¿A Jorge?
—Para el taller.
La frase flotó, absurda.
Mi cara ardió.
—¿Cómo que “para el taller”? —balbuceé—. ¿El dinero de la universidad… al taller?
Mi mamá apretó el mandil con las manos.
—Es que… su negocio está mal, hija —dijo—. Debía renta, la luz, la gasolina. Si cerraba, se quedaba sin nada. Tu papá dijo que el negocio del taller “necesitaba el dinero más”.
La frase llegó como trueno.
“His business needs it more.”
Su negocio lo necesita más.
—¿Su negocio… lo necesita más? —repetí, en automático—. ¿Más que mi educación?
Mi mamá suspiró.
—Tú puedes conseguir beca —dijo—. Tú eres lista. Él no tiene otra cosa.
El mundo se me nubló.
Sentí las lágrimas, pero no quise llorar en plena 5 de Mayo.
—Vamos a la casa —dije—. Y ahí hablamos los tres.
IV. LA PELEA QUE SE HIZO GUERRA
Mi papá estaba en la sala, viendo un partido repetido del Puebla. Jorge no estaba; seguro en el taller.
Cuando entramos, mi mamá fue directo a la cocina. Yo me paré frente a mi papá, todavía con la hoja de la universidad en la mano.
—¿Usaron el dinero de la universidad para el taller de Jorge? —solté, sin saludar.
Mi papá bajó el volumen de la tele.
—Buenas tardes, primero —dijo, tenso.
—Buenas tardes —escupí—. ¿Es cierto?
Se recargó en el sillón, cruzó los brazos.
—Sí.
Una palabra.
Seca.
Sin adornos.
La rabia me subió a los ojos.
—¿Y cuándo pensaban decírmelo? —pregunté.
—No queríamos preocuparte —intervino mi mamá, desde la cocina—. Primero queríamos ver si él se levantaba rápido, para volver a ahorrar.
Me reí.
Un sonido feo, sin humor.
—¿Preocuparse? —dije—. Ya estoy aceptada, papá. Faltan semanas para inscribirme. Yo estaba contando con ese dinero. ¡Me lo prometieron!
Mi papá frunció el ceño.
—Bájale la voz —ordenó—. No nos hables así.
—¿Y cómo quieren que les hable? —estaba temblando—. ¿Gracias por desaparecer el esfuerzo de años sin preguntar? ¿Gracias por darle TODO a Jorge otra vez mientras a mí me dicen “tú puedes sola porque eres lista”?
Mi mamá se acercó, con el trapo de cocina en la mano.
—Hija, entiende…
—No, que entiendan ustedes —la interrumpí—. Esto es injusto.
Mi papá apretó la quijada.
—La vida es injusta —dijo—. Jorge tiene un negocio que da de comer, aunque sea poquito. Si él cierra, no solo se queda sin nada, también se lleva a sus trabajadores de corbata. Tú, en cambio, eres inteligente, sacas puro diez, puedes conseguir beca, trabajar medio tiempo…
—¿Y por qué siempre es sobre lo que yo puedo hacer? —le rebatí, con lágrimas—. ¿Por qué siempre se asume que yo aguanto, que yo me ajusto, que yo cambio mis planes… pero Jorge nunca? Él decidió dejar la escuela. Él decidió poner un taller sin saber nada de administración. ¡Y ustedes deciden que su negocio “merece” más el dinero que mi educación!
Mi voz se quebró en la última palabra.
Mi papá golpeó el brazo del sillón.
—¡Es tu hermano! —tronó—. Si a él le va mal, nos va mal a todos.
—Yo también soy su hija —dije, más bajo, con la voz cargada—. Y si a mí me va bien, algún día también nos puede ir bien a todos. ¿O no?
Silencio.
Mi mamá estaba llorando en silencio, apoyada en el marco de la puerta.
—No digas eso —suplicó—. Te queremos igual a los dos.
Reí sin creer.
—¿Igual? —miré alrededor—. Cuando Jorge quería irse de viaje con sus amigos, tú, mamá, empeñaste tu cadena para que fuera. Cuando él tronó la escuela, tú, papá, dijiste “no pasa nada, la escuela no es para todos”. Cuando yo pedí ir a un curso de verano, me dijeron que estaba caro. Cuando dije que quería estudiar Derecho en la capital, que mejor aquí, cerca, que “una mujer no tiene por qué irse tan lejos”. Y ahora… ahora que por fin tengo algo para mí… se lo dan a él. Y me dicen que es por “la familia”.
Mi papá respiraba fuerte.
—No es por él nada más —dijo—. Es por todos. El taller puede crecer. Puede ser algo grande. Puede dar trabajo. Tus estudios… también, sí, pero eso puede esperar un año. No se acaba el mundo.
Mis manos temblaban.
—Para mí sí —susurré—. Ustedes no saben lo que costó llegar aquí. Las noches que me la pasé estudiando, los sábados que no salí por estar preparando el examen, la ansiedad de esperar el correo… No es solo un “año”. Es el mensaje de que, si se trata de escoger, nunca me van a escoger a mí primero.
Mi mamá se echó a llorar más fuerte.
—Eso no es cierto —decía—. No hables así.
—Pues así lo siento.
Mi papá se levantó.
—Basta —dijo—. Esta discusión ya se salió de control. Lo hecho, hecho está. No vamos a sacar el dinero de la nada. Tu hermano está haciendo lo posible por levantar el negocio. Entre todos vamos a ahorrar otra vez. El próximo año te inscribes. Fin.
—¿Fin? —repetí, incrédula.
—Fin —confirmó.
Ahí fue cuando la discusión dejó de ser solo discusión y se volvió guerra.
Sentí que algo adentro de mí se rompía.
No era solo el dinero.
Era la confianza.
Era la certeza de que, en la balanza de mis padres, mis logros pesaban menos que las apuestas de mi hermano.
V. EL HERMANO “QUE MÁS LO NECESITA”
Jorge llegó esa noche a las nueve, con grasa en las manos y cara de cansado.
Yo estaba en mi cuarto, empacando cosas en una mochila: ropa, mi laptop, un par de libros.
—¿A dónde vas? —preguntó, apoyado en el marco.
—A casa de Diana —respondí, sin mirarlo.
Diana es mi mejor amiga desde la secundaria. Vive con su mamá en una casa de interés social dos calles atrás. Siempre dijo que si alguna vez necesitaba refugio, podía contar con ella.
—¿Por qué? —insistió Jorge.
—Pregúntale a mis papás —dije—. Ellos tomaron decisiones por mí. Que ellos te expliquen.
Lo vi fruncir el ceño.
—¿Es por lo del dinero? —aventuró.
Me volteé, con fuego en los ojos.
—¿Lo sabías?
Se quedó callado un segundo de más.
—Sabía que me iban a ayudar con una parte —dijo—. No que se iban a quedar sin nada.
Solté una carcajada amarga.
—Ah, bueno. Menos mal.
Se acercó.
—Lu, entiende —dijo, usando el apodo que solo usaba cuando quería suavizarme—. Estoy en la lona. Debía dos meses de renta. La luz casi me la cortan. El compresor se descompuso. Si cerraba, tenía que correr a Chuy y a Memo. No es solo por mí. Es por ellos, por sus familias. Tu carrera puede esperar. Mi negocio… no.
—¿Y por qué tu negocio valdría más que mi carrera? —pregunté—. Explícamelo sin usar las palabras “hombre” o “el mayor”.
Se quedó callado.
—No es eso.
—Claro que es eso —disparé—. En esta casa, siempre ha sido eso. “El niño”, “el hombre”, “el que lleva el apellido” —tiré la ropa a la mochila—. ¡Pero yo también tengo apellido! Y sueños. Y derecho a que no los usen de alcancía para rescatar un taller que lleva años ahogándose.
—Lo dices como si fuera un fracaso —se ofendió.
—No —negué—. Lo digo como lo que es: tu decisión. Tú elegiste dejar la escuela. Tú elegiste poner un taller sin hacer números. Tú elegiste contratar a tipos que te robaban. Y mis papás eligieron rescatarte con un dinero que no te correspondía. Lo mínimo que podrías hacer es reconocerlo. No venir a decir “mi negocio lo necesita más”.
El silencio se volvió pesado.
Jorge bajó la mirada.
—No quise… —comenzó.
—No quisiste pensar en mí —lo corté—. Porque sabías que si te ponías a pensar en mí, en lo que sacrificaba, tus manos no iban a alcanzar para agarrar el dinero.
Él tragó saliva.
—Te lo voy a pagar —dijo al fin—. Te lo juro. Lo que mis papás sacaron, yo te lo voy a devolver.
—¿Con qué? —pregunté—. ¿Con las ganancias del taller que no tiene ni para la luz?
Me miró dolido.
—No me subestimes —replicó—. Yo también tengo orgullo.
—Yo también —respondí—. Y por eso me voy. Porque si me quedo aquí, viendo cómo desayunas con el dinero que iba a pagar mis libros, me voy a envenenar.
Tomé mi mochila.
Pasé junto a él, rozando su hombro.
—Hermana…
—No me llames así —susurré, y fue más cruel de lo que imaginé.
Salí de la casa sin ver atrás.
Mi mamá lloraba en la cocina.
Mi papá veía la tele sin verla.
Jorge se quedó parado en el pasillo, como niño regañado.
En la calle, el aire frío me golpeó la cara.
Por primera vez, mi casa no se sentía como casa.
VI. UN SOFÁ, UNA BECA Y UNA DECISIÓN
Diana me recibió con la puerta abierta, como si supiera.
—¿Cuánto te vas a quedar? —preguntó, sin rodeos.
—No sé —respondí, dejando la mochila junto al sillón.
Su mamá, Doña Leti, me abrazó.
—Aquí hay espacio —dijo—. No será hotel de cinco estrellas, pero el sillón se hace cama.
Esa noche, les conté todo.
Lo del banco.
Lo de mi mamá.
Lo de mi papá.
Lo de Jorge.
Diana apretaba la taza de té como si fuera el cuello de alguien.
—Siempre supe que tus papás lo preferían —dijo—, pero esto ya es otro nivel.
—No quiero pensar que me quieren menos —susurré—. Pero sí sé que, en su lista de prioridades, yo siempre estoy detrás de él.
—¿Qué vas a hacer? —preguntó.
—No sé —dije, sincera—. No quiero perder la universidad. No puedo perderla.
Doña Leti, que llevaba años trabajando como secretaria en una preparatoria privada, intervino:
—Mija, ¿ya preguntaste por becas de excelencia?
Asentí.
—En la BUAP hay, pero me dijeron que primero tengo que inscribirme y luego meter papeles. O sea, para inscribirme igual necesito pagar.
—¿Y beca del gobierno? —insistió—. Esas de Jóvenes no sé qué.
—El apoyo no alcanza para la inscripción —dije—. Ayuda para el camión, para fotocopias, pero no para el golpe grande.
Silencio.
—Pues trabaja —propuso Diana—. En verano. Algo que pague bien.
—¿Haciendo qué? —pregunté—. No tengo experiencia.
—Puedes dar asesorías, como en la prepa, pero cobrando mejor —señaló Doña Leti—. Y te consigo horas en la misma escuela donde trabajo. Están buscando alguien para apoyo de biblioteca y control escolar por las tardes. Pagan poquito, pero es algo.
Sentí que un hilo de esperanza se asomaba entre el enojo.
—¿Crees que alcance? —pregunté.
—No para todo —admitió—, pero podemos organizar una especie de “vaquita”. Nosotras ponemos algo, vemos si tus tías te prestan… Lo importante es que tú no sueltes el sueño nomás porque tus papás se resbalaron.
Las lágrimas me llenaron los ojos de nuevo.
—No quiero que se metan en broncas por mí —dije—. Ya suficientes sacrificios hacen.
—Eso lo decidimos nosotras —me cortó Diana—. Además, ¿no eres tú la que siempre dice que la educación cambia vidas? Déjanos invertir la nuestra.
Reí entre lágrimas.
Esa noche, en el sillón-cama duro, hice una lista mental.
Plan A: Conseguir trabajo YA. Guardar todo lo posible. Pagar inscripción de alguna forma. Después, seguir trabajando y buscar becas.
Plan B: Si todo salía mal, posponer un año, pero por decisión mía, no por imposición.
Lo que tenía claro era que no iba a esperar sentada a que mis papás “volvieran a ahorrar”.
Si ellos habían decidido que el taller “lo necesitaba más”, yo iba a decidir que mi futuro lo necesitaba TODO.
VII. LA UNIVERSIDAD SIN “FONDO”
Los siguientes dos meses fueron los más pesados de mi vida.
En la mañana, hacía trámites en la BUAP, en la Secretaría de Educación, donde fuera que me dijeran que podría arañar una beca, un descuento, un apoyo.
En la tarde, trabajaba en la preparatoria de Doña Leti.
Mi tarea era todo y nada: archivar papeles, acomodar libros en la biblioteca, tomar llamadas, ayudar a los chavitos a imprimir sus tareas, correr con recados.
—Eres rápida —me dijo el director, el profesor Méndez, un señor gordito con camisa siempre mal fajada—. Te contrato todo el semestre si quieres.
—Gracias —respondí—. Solo necesito no desmayarme.
En la noche, daba asesorías en la casa de una vecina a tres niños de secundaria. Les cobraba barato, pero algo era algo.
Diana me ayudaba con lo que podía: me prestaba sus apuntes de la prepa, me acompañaba en las filas interminables de trámites, me recordaba comer.
Mis papás me llamaron varias veces la primera semana.
No contesté.
No quería hablar con ellos hasta que pudiera hacerlo sin gritar.
La tercera semana, recibí un mensaje de Jorge:
Jorge: “Lu, por favor contesta. Estoy preocupado. Fui a la casa de Diana, la señora Leti dijo que estabas trabajando. No quiero que esto se haga más grande.”
No respondí.
Seguí guardando billetes en una libreta con un sobre pegado.
Cada noche anotaba lo que entraba, lo que salía.
Faltando diez días para el límite de inscripción, tenía el 70% de lo que necesitaba.
Sentí que no iba a llegar.
Fue entonces cuando el profesor Méndez me llamó a su oficina.
—Ramírez —dijo, con tono serio—. Siéntate tantito.
Yo me senté, pensando que quizá la había regado en algo.
—La señora Leti me contó tu situación —comenzó—. Que te aceptaron en la BUAP, que tus papás… se enredaron con el dinero, que estás partiéndote el lomo para juntar la inscripción.
Me sentí desnuda.
—Sí —admití—. Pero si es problema, puedo buscar otro trabajo que no me distraiga de…
Él levantó la mano.
—Cálmate —dijo—. No te voy a correr. Al contrario. Yo, cuando era chavo, también me vi en la disyuntiva de escoger entre estudiar y ayudar a la familia. Si no hubiera habido quienes me echaran la mano, no estaría aquí.
Abrió un cajón y sacó un sobre amarillo.
—Aquí hay lo que te falta —dijo—. No es un regalo. Es un préstamo. Sin intereses. Me lo pagas en el año, quincena a quincena. Si puedes antes, mejor. Si no, vemos.
Mis ojos se llenaron de agua al instante.
—Profe… —balbuceé—. No sé qué decir.
—Dice “gracias” y se va al banco —sonrió él—. Y se inscribe. Y luego deja de llorar en la biblioteca cuando cree que nadie la ve.
Reí entre lágrimas.
—¿Me había visto?
—No solo yo —se acomodó los lentes—. Hasta los libros se agüitan contigo.
Tomé el sobre como si fuera oro.
—Se lo voy a pagar —prometí—. Se lo juro.
—Me lo vas a pagar estudiando cabrón —replicó—. Yo quiero presumir en unos años que tuve de asistente a la abogada Ramírez.
Salí de la oficina flotando.
Ese mismo día, fui al banco.
Hice el depósito.
Mandé el comprobante a la BUAP.
La inscripción quedó lista.
Yo, Lucía Ramírez, hija de chofer y costurera, sin fondo familiar, estaba oficialmente inscrita en Derecho.
Lo había logrado sin el dinero que me habían quitado.
Con rabia, sí.
Con ayuda de otros.
Pero lo había logrado.
VIII. EL REGRESO A CASA (Y LAS COSAS QUE SE ROMPEN)
No volví a mi casa sino hasta el día antes de entrar a clases.
No porque no pudiera antes, sino porque no quería.
El enojo seguía ahí, pero ya no era fuego. Era un carbón encendido, peligroso si alguien lo pisaba.
Llegué con mi mochila, sin avisar.
Mi mamá estaba barriendo la banqueta.
Cuando me vio, se le llenaron los ojos de lágrimas.
—Hija…
—Vengo por mis documentos —dije, seca—. Acta de nacimiento, CURP, certificado de la prepa. Los dejaron en el cajón de tu cuarto.
Ella dejó la escoba, me sujetó del brazo.
—No entres así —suplicó—. Tu papá se siente muy mal. Tiene días que no duerme.
—Yo tampoco dormí mucho —respondí—. Pero terminé la inscripción.
Sus ojos se abrieron.
—¿Cómo?
—Me ayudó la mamá de Diana, conseguí trabajo, un préstamo —enumeré—. Lo que ustedes dijeron que “podía esperar”, no esperó. En dos semanas empiezo clases.
Mi mamá me miró como si no me reconociera.
—Yo siempre supe que eras fuerte —murmuró.
—No confundan fuerza con que me guste que me pisen —respondí—. No se acostumbran.
En ese momento salió mi papá, con su camisa de chofer, la lonchera en la mano.
Cuando me vio, se detuvo.
—Lucía.
—Voy a entrar por mis papeles —repetí.
Él dejó la lonchera en la mesa junto a la ventana.
—Siéntate —dijo.
—No tengo tiempo.
—Siéntate —repitió, con esa voz que yo conocía desde niña.
Me senté.
Él se quedó de pie, frente a mí.
—La regué —dijo, sin rodeos—. La regamos tu mamá y yo. Pensamos que hacíamos lo mejor… y no. No fuimos justos contigo.
No me lo esperaba tanto, tan directo.
—¿De veras? —pregunté—. Porque hasta hace un mes seguías diciendo que “el negocio lo necesitaba más”.
—Lo necesitaba —admitió—. Pero no a costa de lo tuyo. Yo mismo le dije a Jorge: “Te vamos a ayudar, pero es un préstamo, porque ese dinero ya tenía nombre”. Y cuando te vi irte con tu mochila… me di cuenta de lo que habíamos hecho.
Mi mamá asintió desde el fondo.
—Nos dolió el orgullo —continuó él—. Queríamos resolverlo solos, volver a llenar el fondo, decirte “mira, ya está otra vez”. Como si nada hubiera pasado. Fue peor.
—¿Y Jorge? —pregunté—. ¿Ya sabe que el “préstamo” se lo hizo a mí? ¿Que debe el dinero que era mío?
—Sabe —intervino mi mamá—. Desde ese día no ha estado tranquilo.
Como si lo hubiéramos invocado, Jorge entró por la puerta, con una caja de herramientas.
Se quedó congelado al verme.
—Lu.
—Vengo de paso —dije.
Dejó la caja, se acercó.
—¿Te inscribiste?
Asentí.
—Sí.
—¿Cómo?
—No fue con tu dinero, por si eso te preocupa —respondí.
Él apretó la mandíbula.
—No me hables así.
—¿Cómo quieres que te hable? —repetí la pregunta que ya había hecho a mis padres—. ¿“Gracias, hermano, por quedarte con mis ahorros”?
Él respiró hondo.
—No me he “quedado” con nada —dijo—. Lo debo. Y te lo voy a pagar.
—Eso me dijiste hace meses —repliqué—. Sigo sin ver un peso.
—Porque no tengo —explotó—. Estoy tapando agujeros. Pero no creas que se me olvida. ¿Sabes qué hice el otro día? Fui a la universidad, a la BUAP. Me paré afuera de la facultad de Derecho. Me quedé viendo a las chavitas que entraban, a los chavos, con sus mochilas, sus caras de sueño. Me imaginé ahí contigo. Y sentí que me tragaba la tierra.
Su voz se quebró.
—Yo… —siguió— yo fui el que dijo a mis papás que usaran el fondo. Ellos no querían al principio. Mi papá dijo “es de tu hermana”. Y yo insistí. Les dije “luego se lo pago, yo me levanto y se lo regreso”. Me equivoqué. Feo. Y aunque ahora te inscribiste sin ese dinero, yo te lo debo igual. Solo que… te pido tiempo.
Sentí el coraje y la empatía pelear adentro de mí.
—¿Y qué? ¿Me vas a depositar cada que puedas? —pregunté—. ¿O vas a esperar a que sea abogada para decir “ya no hace falta”?
Él me miró directo.
—Te firmo lo que quieras —dijo—. Un pagaré, un contrato, lo que tú digas. Para que no quede en palabras. Si tengo que trabajar de noche en un Uber, lo voy a hacer. Pero no quiero que pienses que me vale tu futuro.
Mi papá intervino.
—Ya le dije que si no te paga antes de cinco años, el taller pasa a tu nombre —soltó—. Que aunque no quieras, se venda, se traspase, lo que sea. Pero aquí nadie va a salir ganando con lo que perdió otro.
La sorpresa me desarmó.
—¿Hablas en serio? —le pregunté.
Asintió.
—Me tomó tiempo —admitió—. Pero entendí que la única manera de medio corregir esto es que Jorge sienta en carne propia el compromiso. Y que tú veas que ya no vamos a poner tus cosas en segundo lugar.
Me quedé callada.
Miré a mi hermano.
—¿Aceptaste eso? —pregunté.
—Sí —respondió—. Si en cinco años no te pago lo que se llevaron, puedes quedarte con el taller. Venderlo, quemarlo, poner una tiendita. Como quieras.
Hubiera sido fácil decir “no me interesa”.
Pero algo en mí… cambió.
No porque de repente confiara ciegamente.
Sino porque vi, por primera vez, a mis papás intentando en serio reparar algo.
Y a Jorge dejando de ser el hijo intocable para asumir una culpa concreta.
Suspiré.
—Yo también la regué —dije, al fin—. Me fui sin decirles dónde estaba. No contesté llamadas. Hice sufrir a mamá.
Ella asintió, con lágrimas.
—Pero no me arrepiento de haberme ido —añadí—. Porque si no, seguiría pensando que ustedes podían decidir sobre mi vida sin consecuencias.
Nos miramos los cuatro, parados en esa sala chiquita, llenos de cosas que no sabíamos cómo acomodar.
—Quiero dejar algo claro —continué—. Yo voy a seguir estudiando. Voy a seguir trabajando. No les voy a pedir un peso para la universidad. Si algún día quieren ayudar, que sea porque de verdad pueden, no a costa de otras cosas. Y con Jorge… —lo miré—, si me pagas, que sea porque te nace, no porque te sientas vigilado. Lo del taller… lo hablamos luego. Ahorita, sinceramente, no me interesa ser dueña de algo que representa tanta pelea.
Jorge asintió.
—Está bien —aceptó.
Mi papá suspiró.
—¿Vas a volver a dormir aquí? —preguntó, con voz bajita.
Me dolió.
—No —dije—. Por ahora, no. Diana y Doña Leti me están apoyando. Me queda más cerca de la prepa donde trabajo. Y… necesito espacio. Pero voy a venir. A comer los domingos. Cuando pueda. No quiero dejar de ser su hija. Solo… quiero que entiendan que ya no soy una niña.
Mi mamá se echó a llorar otra vez, pero esta vez la abracé.
—Estoy orgullosa de ti —susurró—. Aunque nos hayas salido respondona.
Reí entre lágrimas.
—Ni modo. No vendo mi voz.
IX. CINCO AÑOS DESPUÉS
Si alguien me hubiera dicho que cinco años después iba a contar esta historia con más paz que coraje, no le habría creído.
Pero el tiempo y la distancia hacen cosas raras con el dolor.
Terminé la carrera en Derecho.
No en cuatro, sino en cinco años, porque tuve que bajar la carga de materias para seguir trabajando.
Fui la rara que se sabía de memoria la Ley Federal del Trabajo pero también cómo hacer inventarios en biblioteca y cómo calmar a adolescentes hormonales en la prepa.
En séptimo semestre, conseguí una beca por promedio.
Eso alivianó muchísimo las cosas.
Cuando me titulé, mis papás fueron a la ceremonia con ropa nueva. Mi papá lloró sin pudor cuando dijeron mi nombre: “Lucía Ramírez Pérez, con mención honorífica”.
Jorge estaba ahí, en la última fila, con una camisa prestada y las manos apretadas.
Después de la ceremonia, me abrazó.
—Licenciada —dijo—. Te debo como medio título yo, ¿no?
—Me debes más que eso —bromeé.
Sonrió, pero se puso serio.
—Te he estado depositando —dijo—. No mucho, pero constante.
Lo sabía.
Cada mes, llegaba un depósito a mi cuenta: mil, mil quinientos, a veces dos mil pesos. No era una fortuna, pero sí un símbolo.
—Ya llevas la mitad —le dije—. Te quedan, ¿qué?, ¿tres años?
—Si me va bien, menos —respondió—. No sabes cuántas horas extra he hecho. Pero no me pesa. Me sirve para acordarme de que las decisiones cuestan.
El taller seguía ahí.
No era el emporio que mi papá soñaba, pero tampoco había quebrado. Jorge se puso las pilas: tomó un curso de administración en línea, aprendió a llevar cuentas en Excel, contrató contadora, dejó de fiar.
—Me di cuenta de que no era “mala suerte” —me dijo una vez—. Era mala organización. Y confianza ciega en que mis papás me iban a salvar.
Yo, por mi parte, conseguí prácticas en un despacho pequeño que llevaba temas de derecho laboral y familiar, sobre todo para trabajadores de maquila y gente sin muchos recursos.
Me gustaba imaginar a mis papás entre mis clientes.
Gente que trabajaba mucho y entendía poco de papeles.
Con el tiempo, me ofrecieron quedarme.
—No pagamos como los grandes despachos, pero aquí vas a ver de todo —me dijo la licenciada a cargo—. Y vas a dormir tranquila, sabiendo que sirves.
Acepté.
Empecé a ganar lo suficiente para dejar de vivir en el sillón de Diana y rentar un cuarto con otras dos chavas. Eventualmente, junté para un depa chiquito de interés social, con hipoteca a veinte años y vista a un parque lleno de perros.
Mis papás siguen en la misma casa.
Ahora, cuando voy, ya no siento que el techo me cae encima.
Siento que es un lugar que puedo visitar… y del que me puedo ir cuando quiera.
X. UN NEGOCIO, UNA PROPUESTA Y UN CIERRE DE CÍRCULO
Una tarde de sábado, Jorge me llamó al despacho.
—¿Puedes venir al taller? —pidió—. No es emergencia de motor, es de papeles.
Fui.
El taller olía a aceite, como siempre. Chuy y Memo seguían ahí, más viejos, con más panza y menos cabello.
Jorge tenía una montaña de folders en una mesa.
—Estoy viendo lo del registro formal —me explicó—. Quiero dejar de ser “taller de la esquina” y tener todo en regla: permisos, hacienda, Seguro Social para los trabajadores.
—Muy bien —dije, orgullosa—. ¿Y en qué ocupas a tu abogada favorita?
Me mostró una hoja.
—Quiero hacer una sociedad —dijo—. Que el taller ya no esté solo a mi nombre. Quiero que esté al treinta por ciento a nombre de… Lucía Ramírez Pérez.
Me quedé helada.
—¿Qué?
—Lo he estado pensando —siguió—. Siempre dije que te iba a pagar el dinero del fondo. Y lo estoy haciendo. Me faltan como dos años para completar. Pero también sé que ese dinero ya no te urge. Tú tienes tu chamba, tu depa, tus cosas. En cambio, si te hago socia, te estoy reconociendo como parte de esto, no solo como acreedora.
Se me hizo un nudo en la garganta.
—Jorge, yo… no sé nada de motores.
—Yo sí —sonrió—. Tú sabes de leyes. Y de orden. Y de números. Te necesito para que esto deje de ser un caos bonito y sea un negocio de verdad. Además… —bajó la voz— sería también una forma de decirte, con papeles, que ya no eres la que se queda al final de la fila.
Me reí, llorosa.
—¿Estás seguro? —pregunté.
Asintió.
—Ya hablé con mis papás —dijo—. Están de acuerdo. Bueno, mamá lloró, pero de emoción. Papá dijo “ya era hora”.
Me senté en la silla de plástico azul junto a la mesa llena de papeles.
Respiré hondo.
—Te pongo una condición.
—Las que quieras —respondió.
—Yo no voy a poner un peso más —dije—. Ni de mis ahorros ni de mis sueldos. Mi inversión en el taller es lo que ya pusiste tú, que era mío. Ya no quiero mezclar. Si el taller gana, ganamos. Si pierde, perdemos. Pero no voy a ponerme en el lugar de mis papás. No voy a rescatarte.
Jorge asintió, con una seriedad nueva.
—Es justo —dijo—. Esta vez, si se hunde, me hundo yo solo. Bueno, los dos, pero tú puedes nadar hasta la orilla más rápido.
Reí.
—¿Y por qué quieres meterte en el lío de tener de socia a una abogada que te va a cuestionar todo?
Sonrió.
—Porque prefiero que me cuestiones tú que la vida sin avisar —contestó—. Y porque… —bajó la voz— cuando tú te fuiste de la casa, me di cuenta de que un día mis papás no van a estar. Y que si quiero tener familia, no puedo basarla en quién merece más o menos. Quiero que, cuando ellos falten, tú y yo podamos vernos a la cara sin rencor.
Las lágrimas me llenaron los ojos.
—Suena muy dramático —me burlé.
—Somos mexicanos, ¿qué esperabas? —se rió él.
Tomé la pluma.
—Haz el borrador —dije—. Lo vemos juntos. Y si está bien, firmamos.
—¿Entonces sí?
—Sí —afirmé—. Pero si un día alguien viene a pedirnos dinero diciendo “mi negocio lo necesita más”, lo mandamos a la chingada, ¿trato?
Jorge soltó una carcajada.
—Trato.
XI. LO QUE ENTENDÍ DESPUÉS
Cuando cuento esta historia, mucha gente se indigna.
—Tus papás no tenían derecho —dicen—. Yo en tu lugar los dejo de hablar para siempre.
Otros, más viejos, dicen:
—Es que uno como padre siempre piensa en el hijo que más lo necesita.
Yo no sé si hay respuestas fáciles.
Lo que sí sé es que, ese día en el banco, cuando supe que mis padres le habían dado mi dinero a mi hermano porque “su negocio lo necesitaba más”, sentí que se me derrumbaba el mundo.
Y también sé que, si no hubiera pasado, quizá yo no habría descubierto de qué era capaz sola.
No le agradezco la injusticia.
No romantizo el sacrificio.
Pero sí reconozco que a veces, los golpes que te tiran la vida también te empujan a buscar caminos que no pensabas recorrer.
Podría decir que ahora todo es perfecto, que ya nunca peleamos, que mis papás dejaron de ser más condescendientes con Jorge, que la balanza se equilibró.
No.
Todavía de repente escucho a mi mamá decir:
—Es que tú sabes defenderte sola, hija, tu hermano no.
Y todavía, a veces, me hierve la sangre.
Pero ahora ya no me quedo callada.
Ahora respondo:
—Precisamente por eso, hay que enseñarle. Porque algún día yo no voy a estar. Y ustedes tampoco. Y tiene que aprender que nadie le va a dar su fondo cuando la riegue.
Mi mamá suspira, pero asiente.
Mi papá me pide que revise papeles cuando firma algo grande.
Jorge me manda mensajes con fotos de las cuentas del taller, preguntando:
—¿Así voy bien, licenciada?
Diana sigue siendo mi refugio, aunque ya no tenga que dormir en su sillón.
A veces nos reímos de esa época como si hubiera sido otra vida.
—¿Te acuerdas —me dice— cuando creías que el mundo se acababa si no pagabas inscripción a tiempo?
—Se acababa —respondo—. Pero hice uno nuevo.
La caja azul de la Virgen sigue en el clóset de mi mamá.
Ahora, de vez en cuando, ella mete billetes ahí.
—¿Para qué ahorras ahora, má? —le pregunté.
—Para cuando tengas hijos —dijo, muy seria.
—No sé si vaya a tener —respondí—. Y si tengo, quiero que aprendan a ahorrar ellos, no que esperen que yo les resuelva todo.
Ella se rió.
—Ni en eso puedes dejar de discutir, abogada.
Nos reímos las dos.
Al final del día, mi historia no es tanto la de “la hija a la que le quitaron la colegiatura”, sino la de una familia mexicana aprendiendo, a golpes, que el amor no se demuestra sacrificando siempre al mismo.
Y la mía, la de Lucía, aprendiendo que ser “la fuerte” no significa aguantar cualquier cosa.
Significa saber cuándo quedarse, cuándo irse… y cuándo volver sentándose con un contrato en la mano.
Porque sí, hoy mi hermano y yo somos socios.
Pero sobre todo, estamos empezando a ser algo más difícil que socios:
Iguales.
Y eso vale más que cualquier fondo.
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